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    La mirada oblicua o descifrando lo fantástico en «Carnival Row» (Amazon Prime Video)

    || El ojo catódico |
    Carnival Row
    (Amazon Prime Video)
    La mirada oblicua o descifrando lo fantástico


    José Amador Pérez Andújar
    Madrid |

    «Fantasía es una tierra peligrosa, con trampas para los incautos y mazmorras para los temerarios».
    J.R.R. Tolkien. Árbol y Hoja. (1964).

    El bardo de Oxford hablaba así, en su peculiar ensayo sobre los cuentos de hadas, advirtiéndonos que los inocentes e insensatos no tenían cabida entre las fronteras de la fantasía. El fantástico siempre ha sido «terra incognita», donde ha sido muy difícil su definición ya que sus límites formativos nunca han sido físicos, sino más bien líquidos, permeabilizándose con la actualidad más rabiosa de cada momento histórico, de cada creación correspondiente. De ahí que muchos hayan querido optar por la forma acomodaticia de exiliarlo al subgénero debido a su imprecisión. Pero lo fascinante es precisamente eso, su estructura divaga constantemente con la «realidad» más circundante al mismo nivel que lo pueda hacer el noir, por ejemplo. La primera temporada de Carnival Row (Travis Beacham y René Echevarria, 2019) es un modelo al respecto. Por tanto, y tengámoslo en cuenta, la serie no nos habla de seres mitológicos, los utiliza. De lo que verdaderamente diserta es de nuestro propio siglo XXI, de nuestras peores taras como sociedad «humanizada»: del racismo, del tráfico de seres, de la corrupción, del problema migratorio.

    El primer axioma al que se enfrenta Carnival Row es a uno de caracterización, precisamente, tolkieniano: todo aquel que presenta a un personaje con orejas puntiagudas debería pagar tributo al Inkling. La serie lo hace pero al mismo tiempo lo ejercita como excusa literaria, realizando una arriesgada paráfrasis. Algunos han querido retroceder referencialmente para encontrar concomitancias narrativas con otro autor británico como Dickens, quizá en la descripción de algunos escenarios de la serie como el orfanato que sirve de cobijo al protagonista, Rycroft Philostrate (Orlando Bloom), de niño, o incluso más lejos todavía y sin abandonar la geografía inglesa, explorando trazas arquetípicas shakesperianas en el personaje de Piety Breakspear (Indira Varma), auténtica Lady Macbeth de la trama, pero tendríamos que torcer la mirada a otro continente y explorar un sitio como Providence. Lovecraft está muy cerca de ese trasunto de Cthulhu que es el «Cenioscuro», aunque lo sorprendente, y aquí tendríamos que cambiar de orilla y trasladarnos al otro lado del Canal de la Mancha, sería la adscripción de Carnival Row al universo folletinesco de Dumas. Incluso pareciese anecdótica que su presencia, alejada de lo fantástico a primera vista, ilumine como potente faro creativo en la trama, generando una serie de vínculos estructurales internos (la organización de los sucesos) y narrativos (la relación de los personajes, unos con otros) que, si bien al principio no tienen mucho sentido, característica primordial de la literatura folletinesca por otra parte, gracias a su epílogo configurarán un nuevo sentido a la obra.

    Pensemos, sin ir muy lejos, en la oposición conservadora y clasista de la sociedad de la República del Bergue frente a todo aquello que sea extraño (el mundo feérico y sus representantes) para sus habitantes. A través de un discurso de oposición, es decir crítico, las diferentes simbiosis que se establecen entre los diferentes actantes van moldeando el carácter sinuoso del relato. Existen muchos momentos ilustrativos como aquel en el capítulo cuarto, La unión de cosas diferentes (Thor Freudenthal y Anna Foerster), en el que Imogen Spurnrose (Tamzin Merchant) mira a su nuevo vecino y recela al mismo tiempo por su condición de fauno. Después de alimentar su curiosidad, durante unos segundos, sola se confronta con una jaula y un canario. En un mismo plano existen dos realidades, como si ese pomo dorado de la ventana ejerciera de encrucijada de dos significados. Uno sería el de la apariencia, aquel que se encuentra sobre la superficie de las cosas, a la vista de todos, y el otro el que yace oculto en sus profundidades. La colisión de ambos significados cohesiona el mensaje. Uno tiene la sensación que Imogen es ese canario enjaulado en su jaula de oro particular, rodeada de todo tipo de riquezas, muy en el fondo, ahogada de su abundancia. Este plano, y muchos como él, no dejan de ser espejos distorsionados. Valle-Inclán no anda muy lejos, la idea especular es apasionante, seguir sus reflejos puede ayudar a la intencionalidad de Carnival Row y a su opción fantástica. Desde su misma génesis, el capítulo primero El despertar de un dios oscuro (Thor Freudenthal), sutilmente se nos escenifica un mundo y una intención y todo descansa sobre un momentum, una mirada hacia un objeto; un pequeño cuadro sobre una pared, un transmisor temporal que proyecta su reflejo sobre el héroe. Rycroft es un inspector de policía del Bergue, camina encorvado y tiene en su espalda heridas de una guerra que parece dejarlo aturdido, ensimismado cuando oye hablar de ella. Esta idea se escenifica cuando va a investigar una agresión a un hada. En la habitación donde se encuentra postrada la victima hay un cuadro de su tierra natal, Tirnanoc. Él se queda mirándolo unos segundos, los suficientes para que el hada le diga enigmáticamente: «Espero que encuentre lo que perdió allí».

    Su pasado está encapsulado en ese cuadro y, como si se transformase en un maravilloso contraplano mental del personaje, lo conecta narratológicamente con el tercer capítulo, Los Reinos de la Luna (Anna Foerster), donde se fraguó su relación con Vignette Stonemoss (Cara Delevingne). Otro momento nimio se ha generado. Es como si en cuestión de segundos y con una pragmática utilización del plano, el relato se haya plegado cargado de sentido para enseñarnos algo más, un reflejo escindido que incide directamente en el propio personaje, pero que al mismo tiempo lo atraviesa para dirigirse a nosotros. El telón se ha levantado. El relato puede empezar, de hecho uno de los personajes secundarios de la serie, Portia (Maeve Dermody) la dueña de la pensión donde el inspector Rycroft pernocta, en el mismo capítulo le dirá que es: «Un hombre al que merece la pena conocer y los hombres como tú están hechos de historias». Desde el primer momento vemos como emerge el concepto de historia donde sus actantes navegarán y en algunos casos hasta naufragarán en ella. ¿De qué está hecha la Fantasía? Simplemente de una narración, pero pocas veces se nos ha dejado ver su direccionalidad, su sentido, como aquí. Siguiendo en territorio del primer capítulo, el hada Vignette se confronta con su propio reflejo en un espejo y se extraña de lo que está contemplando. Seguramente que en Tirnanoc no haya muchos espejos donde verse, pero lo interesante de ese plano es su anclaje con una idea: el enfrentamiento con su propio yo y su reflejo al mismo tiempo. Es como si esa mirada perturbadora nos revelase la característica subterránea de la propia imagen y con ello la del propio relato: sobre la límpida superficie de un relato policiaco a priori, rondando el Steampunk, detrás del mismo, observándolo con detenimiento, podemos descifrar una realidad no tan exagerada como la nuestra, ni tan ajena.

    Pero si existe una mirada revolucionaria tenemos que localizarla en el capítulo cuarto, cuando Jonah Breakspear (Arty Froushan) se reencuentra con su padre, el Chancellor del Bergue, Absalom Breakspear (Jared Harris). Alguien lo ha mantenido secuestrado y por fin lo han rescatado y mientras se reconforta con su padre, viéndolo y sabiendo que por fin está en su casa, a sus espaldas algo lo perturba. Es un sonido de botas desplazándose por el suelo de su mansión. El rostro de Jonah se petrifica mientras el sonido lo va cercando, es una repetitiva melodía macabra que le trae malos augurios pues suena igual que las botas que oía todos los días en su cautiverio. Una figura se aproxima al joven, que, paralizado mentalmente, no puede huir. Pareciese un ente fantasmal ya que la cámara lo mantiene en suspense hasta el último segundo, desenfocado, pero una vez que el foco perfila su rostro comprobamos algo que ya sabíamos, su madre ha sido su captora durante todo este tiempo. Y Piety Breakspear conduce el teatrillo hasta sus últimas consecuencias, termina abrazándose a su hijo ante la feliz mirada de su marido, que por fin ve a su hijo con vida.Jonah hasta ahora había sido, o se habría comportado como un mero inocente, un pelele de su madre y quizá también de su padre, pero será en ese momento de iluminación donde el personaje llegue a despertar. No resultará gratuito ese contundente ejercicio de anagnórisis en el desarrollo de la trama, circunspecto en su ecuador narrativo, Jonah empezará a ejercer su verdadero papel en el interior de Carnival Row, un elocuente huevo de la serpiente incubado narrativamente, de ahí lo de revolucionario. El joven dejará a un lado sus travesuras y roces sexuales empezando a relacionarse con otros actantes como Sophie Longerbane (Caroline Ford), que le irán abriendo los ojos a medida que él vaya ganando poder, desembocándolo en la sucesión de la figura del regidor del Bergue, su padre.

    Su mirada perdida, oblicua, hacia la izquierda del plano frente a la proximidad de la sonrisa frontal de su madre, apunta hacia una incertidumbre, proclama la ambigüedad misma del Fantástico como género indescifrable, como metáfora visual de una, de las muchas características, no ya de un género sino de una forma de aproximarse al ser humano escorando hacia lo desconocido. Su mirada en fuga, fuera de campo, nos posiciona en una disyunción: y si resulta que el ángel y el demonio no se encuentran tan separados uno del otro, y si seguimos deleitándonos con nuestro propio reflejo distorsionado más que con la realidad que nos rodea, y si nos convertimos en nuestros propios seres extraños, es decir, si somos el otro y el yo al mismo tiempo. En definitiva, Carnival Row no deja de ser un espectáculo circense, aderezado con secuencias de acción y algún que otro momento gore, pero que nos posiciona delante de su propia estructura narrativa para hacernos ver en su interior que por mucho que veamos una relación zoofilica-feérica entre un fauno y una humana, podamos ir más allá del cliché y veamos una lucha de clases generada desde las más remotas profundidades del subconsciente y sustentada desde una mirada inclinada. ⁜

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