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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | La mujer de Tchaikovsky

    || Críticas | Cannes 2022 | ★★★☆☆ ½
    La mujer de Tchaikovsky
    Kiril Serebrennikov
    La otra cara del desamor


    Víctor Esquirol Molinas
    75ª Festival de Cannes |

    ficha técnica:
    Rusia, Francia, Suiza. Título original: «Zhena Chaikovskogo​/Жена Чайковского». Director: Kiril Serebrennikov. Guion: Kiril Serebrennikov. Productor: Ilya Stewart. Compañías: Hype Film, Charade Productions, Logical Pictures, Charade Films, Bord Cadre Films, arte France Cinéma. Fotografía: Vladislav Opelyants. Música: Daniil Orlov. Montaje: Yuriy Karikh. Reparto: Alyona Mikhailova, Odin Lund Biron, Miron Fedorov, Nikita Elenev, Ekaterina Ermishina, Filipp Avdeev, Andrey Burkovskiy. Duración: 143 minutos.


    anexo| Cobertura del Festival de Cannes

    No sorprende lo más mínimo la condición de «director fijo» que Kirill Serebrennikov se ha ganado dentro de la esfera de los festivales de cine. De la decena de largometrajes que ha dirigido, la mayoría absoluta ha sido presentada en los principales escaparates de Roma, Venecia o, por supuesto, Cannes. Aquí mismo, desde hará ya ocho años (en los que ha empalmado cuatro participaciones, primero en Un Certain Regard; después ya como inamovible en la Competición por la Palma de Oro) el hombre se encarna en una de las figuras que más sentido da a cierta línea de programación (imperante): la que está en permanente búsqueda de películas narrativamente extremas (estatus refrendado en su incapacidad total de pasar la «prueba del algodón» con respecto a despertar el interés y mantener la atención del espectador medio), vistosas en la puesta en escena y alineadas con los valores de occidente. Esto último, sobre todo, en un contexto de guerra (también cultural) abierta en contra del régimen de Vladimir Putin, convierte a cada una de sus propuestas en piezas irrenunciables dentro de esas selecciones de filmes que se auto-imponen la misión de construir y reforzar relatos artísticos y políticos. En este sentido, y si tomamos como referencia el momento histórico marcado por la caída en desgracia de Boris Yeltsin (con todo lo que esto implicó), conviene recordar que Kirill Serebrennikov fue una de las primeras voces rusas en alzarse en contra de la radicalización y el fanatismo de ciertos estratos de su sociedad, una denuncia que ha mantenido a la hora de retratar tanto el presente como un pasado al que, visto lo visto, cabe interpretar en clave de «huevo de la serpiente». Y con el autor de Leto (2018), ya se sabe, la recreación histórica puede estar hermanada con rituales de brujería o, por qué no, con videoclips apuntalados con la visceralidad de la danza moderna.

    En cualquier caso, aquí estamos, recuperándonos aún de los efectos de Petrov’s Flu (2021), la gripe con la que Serebrennikov se relacionó, el año pasado, con un país (el suyo) que literalmente le hace enfermar, y toser, y estornudar, y sudar sobremanera… y delirar hasta convertir la realidad en el aire irrespirable de un sueño febril. En comparación con este punto del que partimos, Tchaikovsky's Wife ni se acerca a aquella radicalidad (al fin y al cabo, ¿cuántas películas lo hacen?), pero igualmente ostenta una actitud y se apoya en unos mecanismos que evidentemente pretenden causar por lo menos incomodidad. Para entendernos: estamos ante otro torpedo directamente lanzado a la línea de flotación del espíritu (nacionalista, se entiende) de Rusia; en esta ocasión, la carga explosiva corre a cargo de la irreverencia iconoclasta. En las manos de Kirill Serebrennikov, como cabía esperar, la figura de Chaikovski se usa para revertir el sentimiento colectivo de orgullo en una indignidad que se materializa en situaciones, imágenes y sonidos de, efectivamente, muy difícil digestión. La película, de hecho, arranca con la peor noticia posible: la del anuncio de que la esposa del título ha pasado a ser viuda. El célebre compositor ha fallecido, y ella, terriblemente enamorada, no encuentra las palabras para despedirse de él; para plasmar el dolor que asfixia un corazón… que ya llevaba años acumulando heridas incurables. El negro se apodera de cada prenda de ropa, y el blanco lívido marca el tono de piel de los protagonistas.

    En la línea de títulos como Miss Marx, de Susanna Nicchiarelli (con el primer plano ocupado por Eleanor, hija de Karl Marx) o Camille Claudel 1915, de Bruno Dumont (donde se ponía el foco en la célebre artista del título, alumna y amante de Auguste Rodin), Tchaikovsky's Wife busca el reverso femenino de un gran nombre masculino para alejarse así del discurso histórico oficial y, por supuesto, ver lo que se esconde detrás de este. En el plano visual, dicha voluntad se ejecuta a través del uso recurrente del plano secuencia; largas coreografías en las que la ausencia —aparente— de montaje provoca una desasosegante sensación de irrealidad, al romperse constantemente las nociones más básicas de espacio y tiempo. Alyona Mikhailova, imponente en la piel de Antonina Miliukova (la mujer incapaz de consumar o de reafirmar su matrimonio con Chaikovski), no puede aferrarse a nada, en parte, por la terrible sensación de soledad que siempre va con ella. Incluso cuando comparte plano con otra persona, queda claro que la única compañía con la que podrá contar, va a ser la de su propio reflejo en los espejos que casi siempre están en escena. La mujer sufre una y otra vez (durante casi dos horas y media de metraje) los devastadores efectos de vivir en un mundo que se derrumba, pues nada en él parece tener sentido. Son los efectos secundarios de la peor versión del «amour fou», un romance que, a efectos prácticos, no puede llegar a dicha consideración, pero que igualmente infecta la mente y el espíritu de quien lo padece. De fondo, por cierto, también es frecuente el engorroso sonido del zumbido de una mosca, recordatorio poco sutil (¿cuándo lo ha sido, Serebrennikov?) de que en este gran escenario, hay algo podrido.

    Y en efecto, algunos interiores parecen directamente el producto expresionista de una psique desquiciada; otros, donde sí se mantiene la compostura, se erigen en híper-ilustrativos testigos de los derroches grotescos de unas élites que en ningún momento demuestran por qué deberían ser dignas del regalo divino de la música de Chaikovski. Cuando esta suena, es correspondida, con coros poco afinados, con bailes nada agraciados y con los ladridos molestos de unos perros tan domesticados, que no podrían sobrevivir ni cinco minutos en las calles de unas ciudades (la Moscú y el San Petersburgo de finales del siglo XIX) que parecen más bien junglas. Vías adoquinadas infectas, pestilentes, plagadas por los componentes más desfavorecidos de una plebe condenada a la subsistencia vergonzosa de la limosna. La cámara, como no podía ser de otra manera (y como ya marcaba la hoja de ruta de Dumont), se regodea en las malformaciones físicas de estos desgraciados, frívolos recordatorios, a lo mejor, de las implacables vueltas que traza la rueda de la fortuna. Pero hay más: a rebufo de Alexey German (e hijo), Kirill Serebrennikov convierte determinados diálogos en una marea confusa de voces en off; en un ruido ambiente molesto, que, en vez de poner orden en la historia, no hace más que alimentar el caos en el que esta, no cabe duda, se va asentando. Este es el panorama: la vergüenza no está en la homosexualidad del músico (por mucho que por el camino nos topemos con una escena de cama insoportablemente traumática), algo en lo que por cierto ya incidió Ken Russell en La pasión de vivir (La otra cara del amor) (1970); la indignidad está en cómo el peso del secreto se carga-a y se ceba-con el eslabón más débil de esta perversa cadena. La sociedad (rusa) como máquina deshumanizada y deshumanizadora. Como generadora primero de apariencias que no pueden sostenerse de ninguna manera, y luego de despojos a los que en algún momento se les ocurrió la osadía de soñar con una vida decente. ⁜


    Жена Чайковского, Kirill Serebrennikov
    Selección oficial (Competición) del 75º Festival de Cannes.

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