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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | The Line (La ligne)

    Reírse con el ceño fruncido

    Crítica ★★★☆☆ ½ de «The Line», de Ursula Meier.

    Suiza, Francia, Bélgica, 2022. Título original: «La ligne». Dirección: Ursula Meier. Guion: Stéphanie Blanchoud, Antoine Jaccoud, Ursula Meier. Compañías productoras: Bandita Films, Les Films de Pierre, Les Films du Fleuve, arte France Cinéma. Presentación oficial: Sección oficial de la Berlinale. Dirección de fotografía: Agnès Godard. Música: Jean-François Assy, Stéphanie Blanchoud, Benjamin Biolay. Intérpretes: Stéphanie Blanchoud, Valeria Bruni Tedeschi, Elli Spagnolo, Dali Benssalah, India Hair, Benjamin Biolay, Eric Ruf, Thomas Wiesel, Jean-François Stévenin, Louis Gence. Duración: 101 minutos.

    Lo más importante a la hora de aproximarse a la comedia como género —aplicable, tal vez, casi a cualquier otro género cinematográfico o literario— es mantener una muy sencilla regla interna: nosotros, el público, podemos presenciar cómo los personajes se defenestran con una cáscara de plátano, se emborrachan y confunden a su pareja con un desconocido o se equivocan de dirección conduciendo un coche fúnebre. No necesita haber un límite de malentendidos y actividades ridículas en las que estos participan. Ahora bien, quien esté detrás de la cámara debe mantener una posición cuando menos equidistante hacia sus personajes, aunque entre ellos mismos se humillen, se pongan la zancadilla unos a otros y se pasen la cara por el barro. El respeto de su creador/a parece ser el elemento clave que produce buenas o malas comedias —claro está: pocas cosas son más subjetivas que la risa. No se tomen demasiado en serio esta exhibición de dogmatismo.

    The line, nuevo filme de Ursula Meier, pertenece a la primera categoría: vemos a sus personajes equivocarse, deambular por las consecuencias de sus malas decisiones, darse puñetazos con mucha seriedad y llorar de rabia y, sin embargo, es el planteamiento de las situaciones el que nos sugiere ciertas emociones y no otras. Margaret —una Stéphanie Blanchoud de mirada penetrante y animalidad expresiva—, la mayor de tres hermanas, acaba a bofetones contra su madre, Christina (Valeria Bruni Tedeschi), con los ojos inyectados en sangre y un apetito que solo se puede definir como asesino. Todo entre gritos y correrías que se acercan al slapstick de dibujos animados; además a cámara lenta y enfocado con cierta vocación de lo paródico, acentuando los rostros deformados de Margaret, zafándose de los brazos de sus hermanas, y la expresión exagerada de su madre al golpearse el lateral de la cabeza contra el piano, que emite un conjunto de notas discordantes. Incluso la música imbuye a esta primera escena y al resto del filme de una solemnidad que contrasta con los sutiles episodios humorísticos, que se construyen lentamente y se basan puramente en la interpretación. Los efectos de esta discusión resultan en algo más que una cicatriz en la frente. El juez decreta a Margaret una orden de alejamiento de cien metros de la casa familiar (y su madre) durante tres meses; medida que ella intenta transgredir una y otra vez para ofrecer atropelladas explicaciones disfrazadas de reproches y mostrar su preocupación o su velada culpa de la única manera que sabe.

    Pronto se hace evidente que esta actitud de furia constante es todo menos inesperada, ya que le ha labrado una reputación de conflictiva en la pequeña comunidad suiza con la que convive. Y esta última es una de tantas peleas que parece haber entorpecido su interacción con el resto del mundo. De hecho, la línea que da título a la película no es (solamente) metafórica: Marion (Elli Spagnolo), su hermana menor, decide medir ella misma los cien metros y marca, manchando con pintura azul el césped y el asfalto, el límite que su hermana está obligada a no traspasar. Esta frontera se convierte paulatinamente en una zona neutral, en un punto de encuentro en el que, con el pretexto de ayudarla con sus clases de canto para la primera comunión —sin saltarse la orden de alejamiento—, Margaret forjará una relación más estrecha con Marion, mientras la madre, al otro lado de la línea, sufre intensos cambios de humor, aquejada de una sordera, secuela del bofetón, que pronto se revela como un episodio más de una serie de constantes decepciones que Margaret y sus dos hermanas le han causado, empezando por el hecho de haber nacido. Christina se lamenta de manera afectada de cómo sus tres hijas le robaron su prometedora carrera como pianista, su juventud y su figura, y ahora, su oído, en un derroche de histriónico y divertido rencor.

    La ligne, Ursula Meier.
    Competición de la Berlinale 2022.

    «The line no cae en la tentación de balancearse hacia la caricatura, hacia el esperpento. Este equilibrio, digno de mención, permite un resultado contenido, en el que ni la hilaridad, ni el dramatismo, que están presentes en su justa medida, pesan demasiado como para anularse el uno al otro».


    Es en este espacio, una suerte de tierra de nadie o mínimo reducto de neutralidad, donde cada uno de los personajes aprende lentamente a demostrar compasión, arrepentimiento o gratitud, incluso a pesar de sí mismos. De manera análoga a la herida en la frente de Margaret, que va cerrando y cicatrizando progresivamente, todo parece ir, poco a poco, acomodándose en su lugar. El catalizador es la música: las clases de canto que Margaret imparte a su hermana, que demuestran cariño y preocupación; la decisión de Christina de vender el piano familiar de una vez por todas, como un símbolo de aceptación implícita de sus limitaciones, su sordera parcial y su condición profesional, digamos, crepuscular; la preparación y los ensayos para un pequeño concierto de Margaret, otrora talento del pop independiente, cuya carrera, afectada por su mal genio y la separación de su expareja —interpretado por el cantante Benjamin Biolay—, parece querer retomar, intentando abrazar el presente y perdonar los las críticas y desaires de su madre durante años y años, y tender nuevamente lazos afectivos, en un arco de redención bastante predecible que, sin embargo, nos devuelve a lo cómico en su última escena, con un primer plano que sugiere un explosivo posdesenlace tras el fundido a negro, fuera de imagen.

    La atención a la sencilla norma mencionada más arriba es un asunto que Meier, quien escribe el guion junto a Stéphanie Blanchoud y Antoine Jaccoud, se ha tomado muy al pie de la letra, y esta es la razón del acierto de la composición como conjunto. Esta es una comedia ligera, a pesar o precisamente por causa del dramático trasfondo (la disfuncionalidad familiar), en la que cada uno de sus elementos funciona exactamente como debería, sin producir apenas disonancias en el hilo discursivo. Sus protagonistas, Margaret y Christina, están dibujadas exactamente hasta donde el filme lo necesita, en detrimento de los demás personajes, cuya importancia, francamente, es más bien secundaria. Aunque no nos tomemos demasiado en serio cada colisión entre la violenta y desobediente hija y su madre, embelesada de glamour marchito, The line no cae en la tentación de balancearse hacia la caricatura, hacia el esperpento. Este equilibrio, digno de mención, permite un resultado contenido, en el que ni la hilaridad, ni el dramatismo, que están presentes en su justa medida, pesan demasiado como para anularse el uno al otro.


    Luis Enrique Forero Varela |
    © Revista EAM / 72ª edición de la Berlinale


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