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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Flux Gourmet

    La gran cagalera

    Crítica ★★★★☆ de «Flux Gourmet», de Peter Strickland.

    Estados Unidos, Reino Unido, 2022. Título original: «Flux Gourmet». Dirección: Peter Strickland. Guion: Peter Strickland. Compañías productoras: Bankside Films, Head Gear Films, IFC Films, Lunapark Pictures, Metrol Technology, Red Breast Productions. Distribuidora en EE.UU.: IFC Films. Presentación oficial: Berlinale 2022 (Encounters). Dirección de fotografía: Tim Sidell. Intérpretes: Asa Butterfield, Gwendoline Christie, Ariane Labed, Richard Bremmer, Leo Bill, Fatma Mohamed, Efthymis Papadimitriou. Duración: 111 minutos.

    En una suntuosa mansión ubicada en el corazón de un prado que no parece real, sino pintado por una mano muy inspirada, se está a punto de producir un evento que, tal vez, cambiará para siempre el curso de la historia del arte. Tres jóvenes talentos han logrado entrar en una de las residencias más privilegiadas del mundo; en un programa que puede hacer todos sus sueños realidad. Estamos, no hay dudas al respecto, en una de las cimas de la civilización: una construcción formidable, que alberga a algunas de las mentes más visionarias del planeta, dedicadas todas ellas… a expandir las fronteras de lo inútil. Se tiene que decir una vez más, y las que haga falta: el arte es básicamente esto, dedicar tu tiempo y tus energías a algo que, al final del día, no te habrá asegurado los mínimos nutrientes como para que tu estómago no se vaya a dormir rugiendo. Un cuadro, una canción, una película… una crítica de cine, tal vez. El arte también es, ni falta hace recordarlo, conseguir que otras personas dediquen su tiempo y sus energías a ver, escuchar, leer o degustar aquello en lo que tanto te has esmerado. Y aquí estamos, en Berlín, en una de las mejores salas de proyección del mundo. Somos cuatro gatos: porque el presente pandémico no da para más, y porque algunos no lo han visto claro. Total, que los que al final sí hemos entrado, somos los mismos de siempre.

    Y empieza la película, y al poco rato, por muy delirante que esta pueda llegar a ser (y desde luego, lo es), cuesta separar la ficción —cinematográfica— de la realidad en la que ahora mismo estamos instalados. La pantalla, como ya se ha dicho, nos presenta la actuación de tres fenómenos que se han propuesto resolver ese misterio que nadie nunca se había planteado: «¿A qué suena la sopa de tomate?». Literal. Y como su curiosidad es infinita, repiten el experimento con otras muchas frutas y hortalizas, y combinan un sonido con el otro, y los fraccionan, y los vuelven a juntar pero ahora cambiándoles el orden… y se dejan llevar por los flujos que mágicamente emanan de su loca creación, adentrándose en esa dimensión tan poco visitada por la mayoría de los mortales: la de sentirse realizado haciendo el ridículo. Este es el set mental (casi espiritual) en el que Peter Strickland sitúa su nueva película, una propuesta que se acaba de entender teniendo en cuenta el escenario y el contexto donde ha sido presentada: la sección secundaria de un gran certamen cinematográfico, punto de salida de un recorrido que presumiblemente morirá en el mismo circuito festivalero. Y de nuevo, el pez se muerde la cola, porque Flux Gourmet habla precisamente de esto. De esa vanguardia encantada de estar en una posición tan avanzada, ya solo por el éxtasis que le produce el darse la vuelta y descubrir que detrás no queda absolutamente nadie.

    Resulta que en este paraíso donde se amplían hasta el infinito las barreras de lo imaginable, huele a cerrado. Resulta que algunos de sus hijos predilectos han logrado dicho estatus simplemente por estar alineados con los vientos y las corrientes del momento. Resulta que donde deberían haber debates intelectuales solo hay ridículos choques de egos. Resulta que algunos solo han venido a hablar de su libro, de sus locuras, vaya. Resulta que otros, atraídos por las extrañas energías sexuales que flotan en el ambiente, han venido a follar, única y exclusivamente. Y como sucedía con la performance de antes, los discursos y los sonidos se solapan: estoy hablando de Flux Gourmet y a la vez de la Berlinale, básicamente, porque estoy convencido de que la película puede leerse en clave de caballo de Troya plantado en medio de su programación. Como sucedió, aunque de forma mucho más tangencial, con la Langosta de Yorgos Lanthimos (¿o no era la subtrama entre Colin Farrell y Angeliki Papoulia una más-que-probable parodia de la relación que Thierry Frémaux, director artístico del Festival de Cannes durante las últimas décadas, ha mantenido con el nuevo cine de la crueldad?), estamos ante una película con la lucidez o, al contrario, la insensatez suficiente para morder la mano que la alimenta. Y sí, el extrañamiento y enajenación tan característicos del cineasta griego, se notan en esta película (y no solo por la presencia de Ariane Labed), pero dicho acto de rebeldía se puede achacar a que Strickland no debe creer en una de las normas de conducta más básicas: en la mesa no se juega con la comida.

    Flux Gourmet, Peter Strickland.
    Sección Encounters de la Berlinale 2022.

    «Flux Gourmet (es) seguramente la receta definitiva del «unfuckable cinema»: una película incomestible (pero milagrosamente digerible), que se resiste a que la ataquemos con el tenedor y el cuchillo. Una vianda que se niega a salir del privilegiado plato en el que ha sido servida, a lo mejor porque sabe que no le queda otra que pudrirse en él».


    Flux Gourmet se dedica a explorar las inescrutables propiedades sensoriales de esta, embarcándose en un alucinante viaje a ninguna parte. Las imágenes activan las papilas gustativas y los sonidos crean la ilusión de las tres dimensiones, en un frenesí sinestésico en el que se levantan y se destruyen puentes entre los distintos sentidos. Si en Irreversible Gaspar Noé y Thomas Bangalter se adentraron en las posibilidades —tóxicas— de las frecuencias subaudibles, aquí Strickland trastea con los estímulos que el cine le brinda, para crear así una desazón mucho más perceptible. Aquí sí vemos y oímos lo que nos está atacando, pero la hostilidad es tan omnipresente, que no hay defensa posible: es el reflujo gástrico como acto reflejo; la exquisitez (en la técnica, en el lenguaje) convertida en pura náusea. Porque por lo visto, es posible poner El festín de Babette de Gabriel Axel y La gran comilona de Marco Ferreri en el mismo menú degustación. A todo esto, Richard Bremmer, quien claramente es el Max Schreck del universo Peter Strickland, clava sus afilados ojos en su nueva víctima, atosigándola con pomposas referencias helenísticas; al otro lado de su escritorio está Efthymis Papadimitriou, quien teme morir en cualquier momento por combustión espontánea. El pobre hombre, siente que la única manera de escapar a su funesto destino pasa por aflojar el esfínter y evacuar todos los residuos acumulados en su interior. La situación tiene un potencial de gag recurrente tan clamoroso, que evidentemente no es desperdiciado. Cada vez que el nivel de la conversación se eleva demasiado, una ventosidad nos devuelve a la apestosa realidad. Porque en el fondo, son y somos todos unos pedorros. Les enfants d’Isadora, la de momento última película de Damien Manivel, empezaba perdida en las páginas de un manual de danza incomprensible a los ojos nada entrenados del espectador medio, pero a medida que la historia iba avanzando, el arte saltaba de aquellas páginas a todo cuerpo de todas las edades y condiciones, y a sí se humanizaba; se reivindicaba como patrimonio universal. Con Peter Strickland, el arte, ahora en posesión de seres vampirescos, se niega a salir de su mamotrética burbuja. Por esto, Flux Gourmet sea seguramente la receta definitiva del «unfuckable cinema»: una película incomestible (pero milagrosamente digerible), que se resiste a que la ataquemos con el tenedor y el cuchillo. Una vianda que se niega a salir del privilegiado plato en el que ha sido servida, a lo mejor porque sabe que no le queda otra que pudrirse en él.


    Víctor Esquirol Molinas |
    © Revista EAM / 72ª edición de la Berlinale


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