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    Crítica | El día de la bandera

    Adicción a los sueños

    Crítica ★★★☆☆ de «El día de la bandera», de Sean Penn.

    Estados Unidos-Reino Unido, 2021. Título original: Flag Day. Director: Sean Penn. Guion: Jez Butterworth. Productores: Mary Aloe, Max Arvelaiz, Michael Cho, Christelle Conan, William Horberg, Gillian Hormel, Jon Kilik, Lawrence M. Kopeikin, Phyllis Laing, Tim Lee, Mark Montague, Dana Mulligan, John Ira Palmer, Matt Palmieri, Joseph Sacks, Thorsten Schumacher, Fernando Sulichin, Peter Touche, Devan Towers, John Wildermuth, Katheryn Winnick. Productoras: Wonderful Films, Conqueror Productions, Olive Hill Media. Fotografía: Daniel Moder. Música: Joseph Vitarelli. Montaje: Michelle Tesoro, Valdís Óskarsdóttir. Reparto: Sean Penn, Dylan Penn, Miles Teller, Josh Brolin, Hopper Penn, Katheryn Winnick, Dale Dickey, Eddie Marsan, Norbert Leo Butz, Bailey Noble, Megan Best, Adam Hurtig, Billy Smith, Gabriel Daniels, Jadyn Rylee, Morgan Easton-Fitzgerald, Steve Pacaud, Beckam Crawford, Alicia Johnston, Bradley Sawatzky, Addison Tymec, Cameron Patterson, Destini Boldt, Cindy Myskiw, Hannah Krostewitz, Cliff Sumter, Crystal Magian, Scott Cloney, Blake Taylor, William Whyte, Olatunbosun Amao, Jim Kirby, Lorrie Papadopoulos.

    El cine indie estadounidense es un terreno fértil para la exploración de lo adolescente. Numerosos son los coming of age que adoptan un tono y unas estéticas que se han convertido en el estándar de este tipo de cine, hasta el punto de que otras cinematografías llegan a adoptarlos a la hora de filmar historias similares. En ese sentido, resulta del todo sintomática la cinta lituana Motherland (2019), donde el debutante en el largometraje Tomas Vengris narra la historia de un joven de ascendencia lituana pero nacido y criado en Estados Unidos que, tras la caída de la Unión Soviética, vuelve con su madre al país báltico. El viaje sirve como catalizador de la ruptura con la idealización de lo que se identifica como hogar —la vuelta a casa de la población emigrante lituana, una idea recurrente de esa cultura que el cine de esta nación tantas veces ha representado—. El joven protagonista sufre un encuentro con lo real al descubrir las diferencias entre lo imaginado y lo observado, entre el ideal y la realidad, algo que no solo afecta a la idea de Lituania, sino a la imagen de su madre, un pilar en su vida que comienza a resquebrajarse. Todo ello filmado a partir del preciosismo de vocación poética que se ha convertido en seña de identidad de lo que se conoce como cine indie estadounidense, donde una fotografía de tonos contrastados aspira a extraer la visceralidad propia de una etapa vital donde todo se vive a flor de piel, pero casi nunca trasciende lo cosmético.

    A primera vista, se podrían sacar conclusiones muy parecidas de El día de la bandera, la nueva obra como director de Sean Penn. El actor, que también ejerce labores de coprotagonista, adapta a la pantalla el libro Flim-Flam Man: The True Story of My Father's Counterfeit Life. Escrito por Jennifer Vogel, el texto narra la historia real de la turbulenta relación de la autora con su padre, un mentiroso compulsivo alérgico a tomar responsabilidad que prefiere delinquir a conseguir un trabajo. Penn se encarga de dar vida al susodicho, mientras que es su hija en la vida real, Dylan Penn, quien ejerce dicho rol en la ficción. Lo primero que llama la atención del filme es la aproximación estética de su autor. Intensas, arrebatadas y preciosistas, las imágenes parecen seguir el modelo indie a rajatabla. Sin embargo, pronto se descubre que la propuesta no se va a quedar en lo cosmético, en el simulacro arty. Igual de caótico y visceral que su protagonista, Penn prefiere perderlo todo en el intento que conformarse con la normalidad. En ese sentido, probablemente El día de la bandera sea una cinta excesiva, empalagosa, indigesta por momentos, pero desde luego no es una obra convencional, tan agradable como intrascendente. Para bien o para mal, lo nuevo de Penn no es algo que se olvide a la salida del cine.

    Más allá de la radicalidad de la propuesta visual —se podría argumentar, con motivos de peso, que en realidad es más extrema que verdaderamente radical—, en la que se pueden leer los ecos del Terrence Malick de sus inicios —especialmente, Malas tierras (1973)—, destaca la compleja relación paternofilial que se establece. Igual que ocurría en Motherland, la obra sigue una de las líneas maestras del cine indie, el mencionado encuentro con lo real de base familiar. La joven Jennifer, como ella misma explica en el prólogo, siente una conexión brutal con su padre, a quien es capaz de perdonarle todo, por muy mal progenitor que este sea. Esto se refleja en una de las primeras decepciones que narra el filme: la adolescente le pide a su madre irse a vivir con su padre, pues esta, alcohólica, es incapaz de hacerse cargo de ella y de su hermano pequeño. Tras pasar una temporada de ensueño con el padre, el verano acaba y toca volver a clase, momento en el que el adulto decide desentenderse de los pequeños, enviándolos, excusas mediante, de nuevo con su madre. La protagonista ya es suficientemente mayor como para darse cuenta de lo que está ocurriendo, de ahí que sufra una gran decepción, pero lo más sugerente del relato consiste en la manera en que, a pesar de todo, la joven prefiere perdonarle, incapaz de asimilar la idea de vivir sin un padre en quien confiar.

    Flag Day, Sean Penn
    Sección oficial del Festival de Cannes.

    «Probablemente El día de la bandera sea una cinta excesiva, empalagosa, indigesta por momentos, pero desde luego no es una obra convencional, tan agradable como intrascendente. Para bien o para mal, lo nuevo de Penn no es algo que se olvide a la salida del cine».


    El complejo, problemático y trágico vínculo entre estos dos personajes es, en última instancia, el centro del relato, y el mayor acierto de Penn consiste en explorarlo hasta las últimas consecuencias. Esto, sumado a la militante actitud de Penn de no dejarse nada en el tintero, permite descubrir una tóxica relación de dependencia, donde ambos personajes son retratados como adictos. Por un lado, el padre está enganchado a la idea del sueño americano, a la promesa de éxito por la vía rápida, lo que lo lleva a una eterna sensación de fracaso y decepción, de sueños rotos, pues siente que la vida le debe algo que no le ha concedido. Esta incapacidad para hacer frente a la realidad se traduce en un personaje que se engaña a sí mismo constantemente, y con él a aquellos que tiene a su alrededor, a través de la invención de historias que sirven de excusa y autoengaño. Como buen adicto, promete que va a cambiar, miente y manipula todo lo que haga falta. Ella, por su parte, se muestra adicta a la visión idealizada que tiene de su padre, aunque, en su caso, se encuentra más pegada a la realidad, lo que le permite poner en cuestión sus ideas y vivir en conflicto con ellas. Ella es consciente de la situación, y quizás eso sea precisamente lo más estimulante del personaje: a pesar de saber cómo es su padre, simplemente no puede cortar los lazos que los unen. Y esto es así, precisamente, por la personalidad del padre. Aunque finalmente falsa, su personalidad le permite soñar con otra realidad, le da alas a su propia fantasía de lo que le gustaría que fuera su vida. De este conflicto irresoluble nace el melodrama trágico del relato, que no escatima en gestos arrebatados, propios de dicho género —la resolución de la relación paternofilial a través de un monitor de televisión es de un mal gusto exquisito— llegando a, en cierta manera, celebrar la muerte como única salida a este laberinto.


    Yago Paris |
    © Revista EAM / Budapest


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