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    Crítica | Neptune Frost

    Ornato afrofuturista

    Crítica ★★☆☆☆ de «Neptune Frost», de Saul Williams y Anisia Uzeyman.

    Ruanda, 2021. Título original: «Neptune Frost». Dirección: Saul Williams, Anisia Uzeyman. Guion: Saul Williams. Compañía productora: 5000 Broadway Productions, Carte Blanche, MartyrLoserKing, Redwire Pictures. Dirección de fotografía: Anisia Uzeyman. Música: Saul Williams. Montaje: Anisha Acharya. Producción: Maria Judice, Ezra Miller, Saul Williams. Intérpretes: Cheryl Isheja, Bertrand Ninteretse, Eliane Umuhire, Dorcy Rugamba, Rebecca Mucyo, Trésor Niyongabo, Eric Ngangare, Natacha Muziramakenga, Elvis Ngabo, Cécile Kayirebwa. Duración: 105 minutos.

    Apuntaba Saul Williams, codirector de Neptune Frost junto a Anisia Uzeyman, que con esta ópera prima trataba de «hallar la manera de hablar de todo de una vez sin llegar necesariamente a sermonear». El principal riesgo que corren pastiches holísticos como el suyo es terminar siendo un batiburrillo inagotable de temas que, lejos de asombrar al espectador, le dejan con la sensación de haber contemplado la nada durante más tiempo del que debiera. Aunque ciertas obras consiguen sortear la trampa y salir airosas —Julia Ducournau está cimentando su flamante carrera sobre esa lógica—, lo mismo no puede decirse de este ciber-musical afrofuturista de ciencia ficción sobre explotación extranjera, neopatrimonialismo, astrología chamánica, ultramagnetismo y no sabemos cuántas genialidades más.

    Por mucho que los firmantes de Neptune Frost se esfuercen en demostrar lo contrario, lo original de su premisa no le resta simpleza: Neptune, une hacker intersexual, se cruza en el camino de Matalusa, un minero de coltán dispuesto a liderar una revolución mundial por medio de Internet. Pero el diablo está en los detalles, y la obsesión verborrágica por componer una miríada de términos imposibles que necesitan de diccionario propio para su comprensión pulveriza cualquier conato de sentido narrativo. ¿Cómo es posible que, de entre todas las opciones que seguro se barajaron como forma de saludo de los personajes, «¡mina de oro unánime!» fuera la elegida? ¿Y por qué «aquel que sorbe un coco entero confía en su ano»? Es difícil saberlo. Sea como fuere, la acción se sitúa en la Ruanda postbélica. La coyuntura irenista de un país largo tiempo castigado por la guerra y el genocidio no ha evitado ni la deriva autoritaria del régimen en el poder ni la consiguiente reacción de los más jóvenes, que entonan el himno de la rebelión y alabanzas a Thomas Sankara. La tecnología juega aquí un rol ambivalente. Por un lado, se percibe como un instrumento clave en la lucha por la liberación; por otro, es una herramienta alienante a la que las élites recurren para acallar las protestas. El dúo protagonista, consciente del potencial digital, funda el «MartyrLoserKing», un colectivo clandestino de hackers que ha hecho de un vertedero de chatarra electrónica su base de operaciones. El avance tecnológico se sitúa en el corazón de la corriente afrofuturista de la que el filme participa. El germen del movimiento, que tiene a las diásporas africanas como impulsoras clave, brota de una fusión entre la tradición netamente afro y el progreso técnico. Su esencia es así la de un oxímoron: el modernismo atávico. Y duele decirlo, pero hasta Black Panther (Ryan Coogler, 2018) explota con mayor habilidad un filón tan atractivo y a la vez tan intransitado por el cine.

    Neptune Frost, Saul Williams y Anisia Uzeyman
    Retueyos del Festival de Gijón.

    «Por mucho que los firmantes de Neptune Frost se esfuercen en demostrar lo contrario, lo original de su premisa no le resta simpleza. […] Pero el diablo está en los detalles, y la obsesión verborrágica por componer una miríada de términos imposibles que necesitan de diccionario propio para su comprensión pulveriza cualquier conato de sentido narrativo».


    Cuando el interés argumental es tan reducido, no queda otra que entregarse a los placeres estéticos —y, hay que reconocerlo, en Neptune Frost abundan. El vestuario es particularmente apabullante. El artista multidisciplinar ruandés Cedric Mizero se las ingenia para integrar elementos avant-garde en el de por sí hermoso folklore local. Cuando las jitanjáforas y la facundia terminológica se pliegan a los sonidos de la selva, las imágenes nos transportan, ahora sí, a un mundo exótico y extraordinario del que no queremos regresar. Los atuendos de las mujeres están teñidos de colores que aún no dábamos por inventados; los milicianos se protegen con chalecos compuestos de chips y placas madre recicladas; los agentes de la Autoridad (el brazo represor del Estado) se ocultan bajo máscaras amenazantes; Neptune, adornade con un collar hecho a partir de conductores ópticos y ataviade con una suerte de jaula que le rodea el cráneo, recuerda a un pájaro que se detuvo un instante en tierra antes de volver a alzar el vuelo. Still I Rise, parece cantar. La procesión que desfila en pantalla es un festín para los sentidos, más propia de una pasarela milanesa que de una película que requirió de un Kickstarter para hacerse realidad. La fotografía, a cargo de la codirectora Anisia Uzeyman, no está exenta de escenas a cámara lenta y algún plano holandés poco justificados. Sin embargo, también hay momentos de arrebatadora belleza, como cuando Neptune, en un llamativo traje carmesí, llega a un convento mientras las hermanas, vestidas de blanco, cosechan en el huerto. El verde de las montañas, ligeramente cubiertas por la bruma diurna, es exuberante. Se diría que espíritus y hechizos antiguos dominan el lugar. La vista es hipnótica y por un segundo nos absorbe. El apartado sonoro, por su parte, está firmado por el músico, poeta y actor Saul Williams —quien asimismo codirige. Leal a la poesía slam, de la que él mismo es uno de los máximos exponentes, y al legado dejado por Funkadelic y la Universal Zulu Nation, ambos en la base del afrofuturismo, Williams levanta un ciber-musical imbuido de mensajes anticapitalistas recitados a coro y tambores tribales revestidos con cuero de vaca. Si bien las letras son tan pretenciosas como el metraje en sí, es innegable que varias de sus canciones tienen ritmo.

    Neptune Frost es, en realidad, el último eslabón de un ambicioso proyecto multimedia que incluye tres álbumes y una novela gráfica. A medida que los encantos visuales y auditivos cesan de satisfacer y el espectáculo comienza a desesperar, surge la inevitable pregunta: ¿por qué un largometraje y no una serie de videoclips? No solo porque se ajustaría más al tono adoptado por Williams y Uzeyman, sino también a la superficialidad con la que se abordan el expolio de África, la identidad de género y la revolución tecnológica, que habría cabido en una cinta de las dimensiones de un panfleto universitario. Con todo, se debe incentivar una mayor circulación del cine subsahariano en los festivales, y así se señaló en la introducción previa a la proyección en el Teatro Jovellanos. Las propuestas son copiosas y tan variadas como podría esperarse de tamaño territorio. Razón de más para no entender que, de entre todas ellas, este jarrón chino —vistoso por fuera y vacío por dentro— sea el que finalmente trascendió.


    Carlos Cruz Salido |
    © Revista EAM / 59ª edición del FICX


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