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    Crítica | Quién lo impide

    Nostalgia de la euforia

    Crítica ★★★☆☆ de «Quién lo impide», de Jonás Trueba.

    España, 2021. Director: Jonás Trueba. Guion: Jonás Trueba. Productores: Javier Lafuente, Lorena Tudela. Compañía productora: Los Ilusos Films. Fotografía: Jonás Trueba. Música: Rafael Berrio, Pablo Gavira, Andrei Mazga, Alberto González. Montaje: Marta Velasco. Intérpretes: Candela Recio, Pablo Hoyos, Silvio Aguilar, Pablo Gavira, Claudia Navarro, Marta Casado, Rony-Michelle Pinzaru, Javier Sánchez. Duración: 220 minutos.

    En el origen hay un rostro avergonzado. El treintañero Olmo (Francesco Carril) se ríe incómodo de una carta de amor para Manuela (Itsaso Arana) que escribió con quince años y que acaba de recuperar. Hablo de una escena de La reconquista (2016), cuarto largo de Jonás Trueba, en la que la vergüenza de Olmo evoca una distancia muy sugerente entre lo que somos y lo que fuimos. O, en términos más concretos, entre la capacidad de reconocer el cliché y el momento en el que creímos inventarlo. En La reconquista, Trueba podría haberse limitado a evocar esa distancia desde el presente, pero quiso abordarla dando un salto al vacío en la tercera parte de la película. Mediante un simple corte sin marcas de montaje ni rótulos indicativos, la película retrocede quince años para situarse en los días de romance previos a la escritura de esa carta. A Manuela y Olmo los interpretan en su versión adolescente Candela Recio y Pablo Hoyos, dos actores no profesionales. El tono de esta tercera parte es marcadamente literario, con un punto buscado de afectación y cursilería. Trueba quiso poner imágenes cinematográficas a la vergüenza del Omo treintañero, pero imprimiéndoles una autoconciencia clara de que son una representación. Se adivina aquí el intento de esquivar un problema habitual del cine de adolescentes: que su universo personal está filtrado por la perspectiva adulta. Lo que no quita que el auge del coming of age nos haya dado excelentes ejemplos de cómo salvar esa brecha —Al filo de los diecisiete (Kelly Fremon Craig, 2016), por ejemplo, nos recuerda que el dramaqueenismo autoirónico es una creación puramente adolescente; o Moving On (Yoon Dan-bi, 2019) que la perspectiva adolescente es también una perspectiva muy particular del tiempo y el espacio—.

    Como sea, en La reconquista, Trueba terminaba por comentar los problemas de la representación adolescente exacerbando, precisamente, su carácter de representación. Cinco años después, Quién lo impide se desvela como una acometida frontal a estas cuestiones. Más aun si tenemos en cuenta que es una continuación directa del trabajo iniciado en La reconquista. Tal y como ha contado el cineasta, la finalización de aquel rodaje le generó una necesidad intuitiva de segur haciendo algo con Candela Recio y Pablo Hoyos, los dos actores protagonistas de su tercer segmento. La cosa empezó con grabaciones improvisadas personales, cámara al hombro, hasta que se fueron sumando amigos y visitas a institutos de Madrid para seguir conociendo adolescentes. Es, por tanto, una obra que fue tomando forma poco a poco y por impulso, y en la que se adivinan abundantes quebraderos de cabeza en la fase de montaje.

    Quién lo impide, Jonás Trueba.
    Concha de plata a la mejor interpretación de reparto en el Festival de San Sebastián.

    «En su tercera parte, Quién lo impide transmuta la apertura y la generosidad que constituyeron sus orígenes en ambición temática. Y aquí se desvelan algunas de sus limitaciones, sobre todo referentes a una glorificación de la adolescencia muy evidente en ciertos pasajes».


    Respecto al montaje, resulta muy llamativo que se haya elegido una linealidad temporal para su edición final, pero que esta solución en apariencia fácil confiera a la película una estructura en tres partes muy discernible —remarcada por los dos intermedios de la película— que es a la vez un desarrollo y la crónica de un desarrollo. La primera, una especie de documental sobre la representación adolescente según los propios adolescentes, y que testimonia las numerosas entrevistas que Trueba fue acumulando en la primera parte del proyecto. La segunda, una colección de pequeñas ficciones escritas y puestas en escena junto a algunos de esos adolescentes, y filmadas sobre un trasfondo igualmente documental —el viaje de estudios a Andalucía de una clase, las vacaciones de Semana Santa en un pueblo extremeño—. Encontramos en ella una forma de abordar la representación adolescente a partir del diálogo establecido en la primera parte, mediante un trabajo colaborativo que implica un enorme cambio de registro por parte de Trueba. Que él mismo ejerciera de operador de cámara testimonia una voluntad de acortar la distancia entre director e intérpretes que es la clave ética y estética de Quién lo impide. Por último, la tercera parte se orienta al futuro y vuelve a predominar una ontología más documental para reinventar la película en algo que, por esa metodología expansiva, se intuía que estaba gestándose: un manifiesto generacional.

    Dicho de otro modo, en su tercera parte Quién lo impide transmuta la apertura y la generosidad que constituyeron sus orígenes en ambición temática. Y aquí se desvelan algunas de sus limitaciones, sobre todo referentes a una glorificación de la adolescencia muy evidente en ciertos pasajes y que remite directamente a un fragmento de la carta del Olmo quinceañero en La reconquista: «Pero nosotros sabemos algo que los más mayores no pueden saber, ni siquiera nosotros mismos de mayores». ¿Qué es ese algo? Quién lo impide puede dejar en su cierre la sensación de haberlo aprehendido, sobre todo por el chute de euforia que documenta en una de sus últimas secuencias, el evento de fin de rodaje celebrado en Matadero Madrid. Pero lo que desvela es que ese algo tiene que ver precisamente con la euforia. Con que el vivir las cosas desde la novedad genera certezas antes que cuestionamientos, la necesidad de expresar antes que de saber qué es lo que estamos expresando. La adolescencia, dicho de otro modo, como el momento propicio para cantar «puta sociedad» a ritmo de punk. No deja de ser valioso, eso sí, que la película acoja la posibilidad de discutir su propia representatividad — de una generación o de una etapa vital—. Pero, aun así, su manera de desembocar en lo celebratorio me genera ciertas dudas —dudas que, seguramente, compartirán más aquellos que tampoco echen de menos su propia adolescencia—, y la idea de que hay una película más interesante en su segunda parte, en el punto donde mejor saben encontrarse el documental y la ficción, los actores y el cineasta, donde las certezas íntimas saben resultar conmovedoras ciñéndose a lo personal en lugar de lo generacional, si es que esto último existe. Porque, en el fondo, ese algo que no saben los adultos tiene más que ver con las sensaciones del primer amor que con las del primer voto, con lo que no puede abarcarse en palabras en lugar de lo que rebosa palabras al viento.


    Miguel Muñoz Garnica |
    © Revista EAM / Madrid


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