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    Crítica | La crónica francesa

    Extranjeros que nunca existimos

    Crítica ★★★★☆ de «La crónica francesa (del Liberty, Kansas Evening Sun)», de Wes Anderson.

    Estados Unidos, 2021. Título original: The French Dispatch (of the Liberty Kansas Evening Sun). Director: Wes Anderson. Guion: Wes Anderson. Productores: Wes Anderson, Jeremy Dawson, Steven Rales. Compañías productoras: American Empirical Pictures, Indian Paintbrush, Studio Babelsberg. Fotografía: Robert D. Yeoman. Música: Alexandre Desplat. Montaje: Andrew Weisblum. Diseño de producción: Adam Stockhausen. Intérpretes: Benicio del Toro, Frances McDormand, Jeffrey Wright, Adrien Brody, Tilda Swinton, Timothée Chalamet, Léa Seydoux, Owen Wilson, Mathieu Amalric, Lyna Khoudri, Steve Park, Bill Murray, Saoirse Ronan, Willem Dafoe, Alex Lawther, Cécile De France, Henry Winkler, Elisabeth Moss, Christoph Waltz, Rupert Friend, Jason Schwartzman, Fisher Stevens, Sam Haygarth, Denis Menochet, Bob Balaban, Lois Smith, Tony Revolori, Larry Pine, Morgane Polanski, Félix Moati, Nicolas Avinée, Guillaume Gallienne, Liev Schreiber, Edward Norton, Tom Hudson. Duración: 108 minutos.

    Si ya de por sí el cine de Wes Anderson funciona como una Thermomix de imaginarios culturales pasados por su estética de decorador de casa de muñecas, ¿qué sucede cuando ese estilo de por sí rococó se vuelve manierista sobre sí mismo? Pues bien, la respuesta a esa pregunta la tenemos en La crónica francesa. En esencia, Anderson trabaja aquí con dos pilares: el homenaje al periodismo del New Yorker y la retahíla de tópicos de la France —entiéndase esto último en sentido positivo: qué sería de Anderson sin sus buenas dosis de apropiación cultural—. Apenas en los primeros cinco minutos ya tenemos dos citas aceleradas a Jacques Tati con el icónico plano de la fachada de Mon oncle y a Rouben Mamoulian con la escena de apertura de Love Me Tonight. La Thermomix a máxima velocidad, ya sea para procesar referencias, palabras, composiciones o tramas. A diferencia, pongamos, de El Gran Hotel Budapest, los travellings laterales y los paneos cuarteados marca de la casa no son movimientos hacia un sentido circular que desenvuelvan y reenvuelvan un relato en el núcleo, sino que avanzan siempre hacia otra cosa. O casi siempre —y en las implicaciones de ese casi, veremos un poco más adelante, está la razón de ser de esta velocidad—. Ahora un artista moderno descubierto en el manicomio, ahora una trama de revueltas estudiantiles reminiscente del mayo del 68, ahora un reportaje gastronómico que se convierte en la crónica de un secuestro y que es en sí misma una representación de una representación dentro de la representación…

    Suena, y puede serlo, exhaustivo. Sin su habitual manera de recrearse en sus escenografías, el cineasta estadounidense ensaya una nueva aproximación a su estilo. Sobre una ciudad ficticia rodada en parte en las calles de Angulema y nombrada genialmente Ennui-sur-Blasé —algo así como «aburrimiento sobre hastío»—, el texano diseña un microcosmos de la Francia de segunda mitad del siglo XX donde cabe la versión andersonista de cualquier efeméride. El tratamiento del espacio, entonces, es consecuencia de la destilación viñeteada del tiempo histórico. Tenemos un buen ejemplo en varios planos que sustituyen un posible montaje alterno entre escenas simultáneas con una sucesión sin cortes —aparentes, al menos— de dichas escenas mediante travellings laterales que las hacen desfilar en una continuidad de escenarios teatrales. En tal dispersión espacial puede perderse parte del «encanto Anderson», pero da pie a una identificación más sustentada que nunca en el imaginario popular al que apela el cineasta. Un imaginario mental —llamémoslo Francia— que sustituye al referente real y del que gozosamente nos descubrimos partícipes cuando se concreta en imágenes figurativas. Y que, y aquí radica la particularidad de La crónica francesa, se despliega por una acumulación que armoniza el impecable sentido del ritmo de Anderson. La viñeta parece la figura más adecuada para entender la concepción del plano que subyace, y probablemente tenga mucho que ver la estética del New Yorker a la que el cineasta rinde tributo, pero ese sentido del ritmo le confiere su parte puramente cinematográfica.

    The French Dispatch (of the Liberty Kansas Evening Sun), Wes Anderson.
    Presentada en la seccion oficial del 74º Festival de Cannes.

    «Cuando las soledades de sus respectivos escritores se cuelan entre oración y oración, deteniendo el curso de las historias prodigiosas a las que están dando forma, cala una idea mucho más determinante. Que la creación es un acto contra la nostalgia y a la vez un acto de nostalgia».


    Esta prevalencia del ritmo sobre la escenografía también puede explicarse por lo que aporta el otro pilar referencial de la película: la edad de oro del periodismo literario. Anderson la hila como si de un número de la revista que le da título se tratara, con un artículo descriptivo breve sobre Ennui-sur-Blasé, tres reportajes largos y un obituario final. Resulta obvio que esto determina la estructura general de La crónica francesa, pero lo interesante es cómo la manera de desplegar cada una de las narraciones que la componen se amolda al estilo de cada artículo, que cada escritor recita en off sobre la mayoría de los planos. Aunque todos los escritores participen en sus respectivas historias, es su voz la que configura ya no solo su desarrollo, sino su perspectiva y su escenificación. Sus golpes de ironía, sus autocuestionamientos o sus arranques confesionales intervienen como si fueran las tijeras del montador. Hablaba antes de que la apelación al imaginario popular hace que descubramos las imágenes figurativas de La crónica francesa como la concreción de unas imágenes mentales que ya conocíamos. Pues bien, su relación tan particular con la palabra escrita hace que también las experimentemos como creaciones simultáneas. Esto es, que el verbo de los escritores crea imágenes mentales a la par que la puesta en escena las vuelve figurativas. De esta manera, asistimos a un universo imaginario que ya estaba inventado y que a la vez se inventa continuamente ante nuestros ojos y oídos —no sería descabellado postular La crónica francesa como la gran película de Anderson sobre la palabra—.

    También, por supuesto, asistimos a un universo imaginario que jamás fue una realidad. En el cine de Anderson es habitual la nostalgia por un mundo que nunca existió, y el filme que nos ocupa no es una excepción. En su gusto habitual por la circularidad, el cineasta abre y cierra el metraje con la noticia del deceso de Arthur Howitzer Jr. (Bill Murray), el editor de la revista que debía morir con él según su última voluntad. Por lo tanto, sabemos desde el principio que el número que estructura la película y que desemboca en el obituario de Howitzer es también un obituario de sí mismo. La elegía de un periodismo que nunca existió: aunque el referente del New Yorker sea obvio, a Anderson no le interesa lo más mínimo la realidad de las redacciones sino las cualidades míticas que pueden obtenerse de ellas. Este espacio mitificado le sirve, sobre todo, como punto de encuentro entre los escritores, un puñado de expatriados americanos que mitigan sus respectivas soledades, más que juntándose en Ennui-sur-Blasé o en la redacción, juntando palabras sobre las páginas en blanco. Dicho de otro modo, el papel de revista como espacio afectivo... al borde de la desaparición. De ahí que estos escritores puedan ser extranjeros en un país que nunca existió, pero que sus palabras y las imágenes que invocan creen un país literario que podemos habitar. Aunque sea habitarlo fugazmente, viendo cómo su desfile de viñetas se nos escapa continuamente de las manos. Porque en ese frenetismo está el corazón de La crónica francesa. La nostalgia por un periodismo que nunca existió y que muere con Howitzer puede sernos anunciada desde el principio, pero el desarrollo de la película, su inventiva desatada de historias y viñetas, tiene el efecto de hacerla desaparecer. Podemos olvidar que estamos ante un obituario pero, cuando las soledades de sus respectivos escritores se cuelan entre oración y oración, deteniendo el curso de las historias prodigiosas a las que están dando forma, cala una idea mucho más determinante. Que la creación es un acto contra la nostalgia y a la vez un acto de nostalgia, en cuanto que el creador se zambulle en las palabras para combatir su extranjería, pero con ellas crea una patria a la que regresar. Una patria, claro, que nunca existió.


    Miguel Muñoz Garnica |
    © Revista EAM / 74º Festival de Cannes


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