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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | En la oscuridad (In the Dusk)

    Crecer en el dolor

    Crítica ★★★☆☆ de «En la oscuridad (In the Dusk)», de Šarūnas Bartas.

    Lituania, 2020. Título original: Sutemose. Dirección: Šarūnas Bartas. Guion: Šarūnas Bartas, Ausra Giedraitytė. Compañías productoras: Studija Kinema, Kinoelektron, Sirena Film, Biberche Productions, Terratreme Filmes, Mistrus Media. Fotografía: Eitvydas Doskus. Montaje: Simon Birman. Música: Jakub Rataj. Reparto: Arvydas Dapsys, Marius Povilas, Elijas Martinenko, Alina Žaliukaitė-Ramanauskienė, Salvijus Trepulis, Valdas Virgailis, Rytis Saladžius, Saulius Šestavickas. Duración: 128 minutos.

    Un lugar, una fecha, un paisaje. En la oscuridad se abre con un rótulo que nos informa sucintamente de que estamos en 1948, en una Lituania devastada por la guerra que se desangra ahora en las luchas internas entre partisanos y tropas de ocupación soviéticas. Después, una cámara contrapicada se abre hacia las copas de los árboles de un bosque y registra la caída de la nieve que lo cubre todo. Puestos en relación el rótulo y el plano de apertura, descubrimos que Bartas está filmando el paisaje como si filmase la política. Como si el conflicto lituano cayese, igual que la nieve, sobre todas las cosas hasta sepultarlas. La narrativa se focaliza en unos pocos milicianos del bando nacional que resisten en un enclave rural y se teje en torno a Unte, un adolescente adoptado por un granjero acaudalado de la zona. No es difícil seguir las resonancias metafóricas. Unte, huérfano y supuesto bastardo, protagoniza un relato de crecimiento condicionado por el efecto más íntimo de la política: la vida que avanza apresada entre bandos, paranoias y traiciones. Una nación como Lituania, tan manoseada por falsos padres, tan apisonada por derivas geoestratégicas de magnitud mucho más vasta que su territorio, no puede separar su crecimiento de su sufrimiento. Lo mismo que ocurre con un protagonista como Unte. Bartas cuenta algo tan áspero como el hacerse adulto —hablemos de un país o de un muchacho— por la vía del dolor.

    En la oscuridad, tal y como suena, es una película sombría, trágica y casi desesperanzada. Pero dos cuestiones hacen que esquive el ejercicio de riguroso pesimismo auteurista. La primera, que resulta imposible imaginarla contada de otro modo. La segunda, el «casi» de hace dos frases. Si atendemos a su plano de cierre en relación al de apertura, encontramos que Bartas regresa al paisaje para volver a contrapicar la cámara hacia el cielo. La escena final nos ha mostrado a Unte ya roto por el sufrimiento y la pérdida. Pero entre las sombras del sótano en el que está encerrado, un ventanuco a ras de tierra, desde lo alto del plano y la estancia, se abre a la luz. Por la abertura vemos a dos garzas que atraviesan el cielo, y Bartas corta entonces al mentado plano de cierre: la cámara que sigue el recorrido de las aves. El encuadre elimina la parte terrenal, el sótano que queda muy abajo del vuelo, y se ciñe al cielo cubierto de un blanco neblinoso, atento solo al movimiento de los pájaros. Un concepto asalta enseguida la mente: libertad.

    Sutemose, Šarūnas Bartas.
    Presentada en la sección oficial del festival de San Sebastián.

    «La libertad evocada, aunque no exista en el entorno físico-político, hay que buscarla en la presencia de cada hombre o mujer sobre el que las tomas se posan. En este sentido, el dispositivo formal de En la oscuridad reitera tres recursos definitorios: los primeros planos de rostros, los planos detalle de manos y los planos generales de la naturaleza».


    La cuestión es que esta imagen de las garzas no es una mera fuga de una película asfixiada por los padecimientos de sus personajes, sino un movimiento de cierre que nos recuerda que la mirada de Bartas se ha posado en otra parte. Que la libertad evocada, aunque no exista en el entorno físico-político, hay que buscarla en la presencia de cada hombre o mujer sobre el que las tomas se posan. En este sentido, el dispositivo formal de En la oscuridad reitera tres recursos definitorios: los primeros planos de rostros, los planos detalle de manos y los planos generales de la naturaleza. Frente a ellos, la irrupción de la violencia —que inevitablemente la hay— resulta menos poderosa y Bartas le dedica mucho menos tiempo. En esos rostros apenas bañados por la luz crepuscular que evoca el título y en esas manos que vemos preparar gachas o vendar heridas hay una afirmación constante de su dignidad. Una afirmación rotunda por su fisicidad, por la manera en que la expresan las arrugas del semblante o la tierra entre las uñas a las que Bartas nos acerca sin énfasis. Esta dignidad hecha cuerpo(s) se entrelaza con el relato de crecimiento en el dolor que encarna Unte. Asimismo, las repeticiones de planos paisajísticos, como el primero o el último de la película ya citados, parecen buscar una imagen precisa de toda la magnitud del concepto de dignidad que hay en esos rostros y manos.

    Por lo demás, Bartas parece poco interesado en las respuestas políticas. El conflicto entre soviéticos y partisanos —por extensión, el sino trágico de Lituania— parece más que nada un fenómeno tan inevitable como la nieve. Mientras que las contradicciones ideológicas de los personajes nunca anulan su humanidad. El granjero que ha adoptado a Unte, por ejemplo, evidencia los vicios del terrateniente, pero también el afecto de una paternidad sentida en sus diálogos con el hijo. La tendencia al recital algo literario del guion, de nuevo un riesgo de excesivo rigor autoral, se equilibra con la honestidad irreductible de su semblante iluminado y sostenido ante la cámara. Y, abundando en la coherencia del dispositivo formal, este diálogo encontrará su continuidad en la escena final. Antes de abrir el cuadro al ventanuco, la luz y las garzas, un plano detalle nos ha mostrado las manos de Unte acariciando las heridas de su padre adoptivo, una respuesta directa al anterior diálogo. La sangre está ahí, pero importa menos que la conjunción de rostros, gestos y paisaje que la envuelve. | ★★★☆☆


    Miguel Muñoz Garnica |
    © Revista EAM / 68º Festival de San Sebastián


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