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    Disney de noche [Capítulo I]

    Disney de noche (I)

    Un ensayo de José Amador Pérez Andújar

    Disney no se crea ni se destruye, solo se transforma.

    Estamos acostumbrados a relacionar la palabra Disney con la luminosidad antes que con las tinieblas. Nos imaginamos la efigie de Walt Disney (1901-1966) siendo bañada por una luz diurna y nunca con una nocturna. Oímos el nombre del productor y enseguida la línea de la boca se corva hacia arriba, acompasada por una melodía pegadiza, en vez de hacia abajo oyendo en sottovoce. La alegría nos inunda tanto que parece ahogarnos con dibujos animados de cualquier forma y color, trasladando nuestros recuerdos al único bote salvavidas que tenemos, la nostalgia, pero sin embargo… Disney de noche pretende convertirse en una introducción desmitificadora de todo eso, una postura que bien podría ser representada por ese meteorito que fue la tercer producción animada de la compañía, Fantasía (1940), conformando una especie de máquina del tiempo que nos aproximará a una productora, Walt Disney Pictures, y a un contexto determinado, su neblinosa década de los años ochenta del siglo pasado.

    Empecemos en la actualidad y hagámoslo con el cuarto poder. No está mal establecer un punto de partida comenzando con el presente más inmediato, entre otras cosas, para olvidarse de él cuanto antes, aunque como leerán no será tarea fácil. Por tanto, intentaré una vez arrancado este trasto que no haya vuelta atrás, una vez que nos pongamos en camino ya no habrá posibilidad de retroceso. Las coordenadas quedan establecidas. La noticia me golpeó, súbitamente, cuando estaba explorando la web pensando en cómo enfrentarme a mi próximo desafío. Internet tiene estas cosas, suele deslumbrarte en cuestión de microsegundos. El tabloide argentino Clarín posteó en su edición digital internacional, el pasado catorce de mayo, Hallazgo y misterio. Discovery Island, el parque abandonado que Disney quiere esconder. Era imposible resistirse. La crónica, por cómo estaba hecha me enseñaba por dónde no tenía que ir formalmente, y además hablaba de Disney, mi excusa perfecta. Se podía leer lo siguiente: «Hace 20 años DisneyWorld se muestra como un lugar de maravilla, emoción y magia. Pero hay un lado secreto de Disney que intenta no mostrar. La compañía tuvo una vez un parque temático separado en una isla privada llamado Discovery Island que se centró en las aves y la fauna. Cerró en 1999».


    El juego de Geri (Geri’s Game, Jan Pinkava, 1997).

    Como ven, hasta hoy día Disney genera cierta suspicacia pero también una suerte de atracción. Atracción y Parque, quédense con estas palabras porque el entente que conforman retumbará a lo largo y ancho de toda nuestra travesía. Bien, el encabezado de la noticia prometía. La utopía como parque temático pero enseguida nos recordaba su “lado oscuro”. Sin presentar ninguna prueba el autor lo sabía. ¿Cómo? No nos lo decía y créanme, no lo hizo en todo el artículo. Solamente sabía que se ubicó en una isla privada que se llamarían Discovery Island y que se especializaría en aves y fauna. Un perfecto ejemplo de “reportero Tribulete”. Anécdotas aparte, y sin menospreciarlas, se podía vislumbrar la punta del iceberg. “Isla privada” “secreto” y “cerró”. Sustantivos, un adjetivo y un verbo son suficientes para confeccionar una trama. La imaginación se encargará del resto, de crear al héroe y al villano, a las pruebas que tendrá que afrontar el primero y a las que se hará cargo el segundo para que fracase. Una teoría conspiratoria no vendría mal y qué tal unos dinosaurios. ¿Por qué no simplemente contar que Discovery Island tuvo que cerrar por la creación de Animal Kingdom, justamente al lado? O dicho de otro modo, ¿por qué no contar la realidad de una recolocación de atracciones y animales, dejando atrás el ataque especulador y abrazando la rigurosidad de la noticia? Estamos tan acostumbrados a que la realidad nos golpee que cuando no lo hace, la ficción toma la delantera. Es algo parecido a lo que le decía el periodista Maxwell Scott (Carleton Young) al senador Stoddard (James Stewart) en El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Balance, John Ford, USA, 1962): «Esto es el Oeste, señor. Cuando la leyenda se convierte en hecho, se imprime la leyenda».


    El abismo negro (1979).

    Una productora, y no una cualquiera, y una década, y no una cualquiera, nos esperan más allá del horizonte de sucesos. Como verán no es baladí la elección de El abismo negro (The Black Hole, Gary Nelson, 1979). Fue el primer filme en recibir una certificación PG por la Motion Pictures Association of America. Significaba que era la primera vez que le decían a la Disney que quien fuera a ver su película abordaría un material que no era apto para niños, pudiéndose encontrar violencia leve o imágenes intensas. El propio término de PG significa Guía Paternal sugerida ¿a la Disney? ¿Qué audacia? Hablar hoy de la compañía es sinónimo, como poco, de éxito. De un triunfo descomunal que da sensación de succionarlo todo a su paso, como si se tratase de un agujero negro. Hoy más que nunca la Disney es la DISNEY. Una compañía que tiene bajo su regazo a entidades como Pixar, Marvel, Lucasfilm o 20th Century Fox. Y dentro de ellas subdivisiones de franquicias, series de televisión, prensa y publicidad. El penúltimo CEO de la compañía, Bob Iger, no ha perdido su tiempo; ya veremos lo que hará el nuevo, Bob Chapek. Citar a los directores generales o ejecutivos no es como nombrar de memoria la lista de los reyes godos, aquí nos pueden ayudar a escenificar una interesante trama paralela, que en algunos casos beneficiará la comprensión de las opciones que tomaron, mostrándonos una mayor claridad en la creación de los proyectos cinematográficos.

    Tomemos un ejemplo de la rabiosa actualidad. Se oye un ronroneo cada vez más cerca que puede ayudarnos a comprender mejor hasta qué punto la elección o sustitución de un alto cargo es importante en el organigrama de una empresa como la Disney. La productora de Lucasfilm, desde su venta a Disney el 30 de octubre de 2013, Kathleen Kennedy está en peligro. Su cargo finalizará el próximo año y la compañía parece buscarla un sustituto en la figura de Jon Favreau. Contra ella, las duras críticas recibidas a la reciente trilogía de Star Wars (Episodios VII, VIII y IX) y frente a ella, el deslumbrante éxito del show The Mandalorian (2020) en Disney Plus. Esto que parece una lucha por el “trono de hierro” nos dice más cosas y nos posiciona en un mundo nuevo donde los “media” han sustituido al Cine. El éxito en streaming de la serie nos sitúa en una finísima frontera, donde el triunfo y el fracaso son las dos caras de una misma moneda y, por esa razón, hoy más que ayer, la Disney se ha vuelto mucho más conservadora que antes. El regreso a sus (re)adaptaciones de sus clásicos, transformándolos en imagen digital “realista”, es un buen ejemplo de por dónde va la compañía en estos días. El desafío está subestimado en la casa del ratón y el riesgo, como cualquier productora cinematográfica, se mide en la primera semana de caja. Pero no siempre fue así.

    La década prodigiosa de los años ochenta del siglo pasado en la ficción norteamericana representa el siguiente nivel es su paradigma. Es un tiempo crucial en Hollywood ya que fue el que albergó la consolidación del blockbuster, pero curiosamente no fue muy bueno para la cinematografía disneyana, por ejemplo, en su bastión inexpugnable, la animación. Película tras película parecía que el público daba la espalda a la compañía. Algunos han llamado a esta época la era oscura. Ni tanto ni tampoco. Si bien es cierto que coincidieron una serie de títulos, tanto en la división animada como en la de cine “real” (siempre odiaré esa dicotomía), en poseer un cierto cariz tenebroso en sus propuestas narrativas y estéticas, quizá no dejaba de ser un intento, por parte de sus creadores, de dejar atrás la idea que se tenía de relacionar a Disney con la infancia. Tal vez tendríamos que desplazarnos a otra geografía creativa para poder comprender mejor la razón de dicho cambio.


    ▲ Dibujo-mapa de la Walt Disney Productions en 1957.

    Hablar de los parques temáticos nos ayudará a comprender mejor lo que pasaba en la compañía en aquella época, otorgándonos una cierta perspectiva. (Ver esquema de arriba) Para ello tendremos que retroceder unos años atrás. El excelente documental de seis capítulos The Imagineering Story (Leslie Iwerks, 2019) aporta algunas claves. En el trabajo de la nieta de uno de los co-creadores de Mickey Mouse y extraordinario animador, Ub Iwerks, se dice en su segundo capítulo, What Would Walt Do?, que los años setenta del siglo pasado fueron, cuando menos, tambaleantes en la dirección de la empresa. Walt Disney murió en 1966 y su hermano Roy O. Disney en 1971. Ya no existían sus fundadores y parecía que cualquier proyecto al que aferrarse era medido por la duda y el recelo. Lo anuncia el compositor Richard Sherman (junto a su hermano Robert ayudaron a crear las melodías más paradigmáticas del Universo Disney) en la entradilla del capítulo: «Cuando Walt muere fue un golpe terrible para todos los que usaban su entusiasmo para motivarse. Ahora teníamos que motivarnos solos, cosa muy diferente. Había una junta de directores que no tenían muy claro a donde ir y siempre decían: qué haría Walt en lugar de qué harían ellos. Fue una época frustrante para muchos creativos porque muchas grandes ideas y proyectos murieron ahí».

    El timonel o los timoneles habían dejado el barco y la tripulación no sabía muy bien por dónde seguir navegando. Como reflejo de esa incomodidad, la sociedad norteamericana tampoco estaba pasando por el mejor momento de sus vidas. A comienzos de la década, justo en 1972 les estalla en la cara el caso Watergate, que acabó con la destitución de su presidente en 1974, y también habría que resaltar la crisis del petróleo un año antes donde la economía fue cayendo y la inflación subió exponencialmente, sin olvidarnos que fueron testigos de los últimos, y quizá más brutales, coletazos de la guerra de Vietnam en 1975. Y todo eso en la mitad de la década. Normal que el desaliento poblase muchas mentes y el desánimo muchos corazones en el norteamericano medio pero ¿qué pasaba con sus adolescentes? Un potencial target que en la década siguiente sería de vital importancia y formación para consolidar su poderío. ¿Qué podría hacer la Disney al respecto? Las noticias no eran muy halagüeñas en los parques temáticos. La mayoría de los adolescentes veían en los ecosistemas disneyanos la herencia de la infancia más dulzona. ¿Qué podían hacer para poder capturar su atención?


    Space Mountain. Magic Kingdom Park. Walt Disney World. Florida. 1975.

    Solamente lo supieron los Imagineers, estos “Imaginadores”, mezcla de soñadores e ingenieros, cambiaron la dinámica de los parques temáticos, y con su impulso algo más en la compañía. ¿Qué era lo único que necesitaban para hacer regresar a la comunidad adolescente al redil? Solamente una palabra les bastó: peligro.

    «Lo principal que refuerza la sensación de seguridad es que piensen que van mucho más rápido. Sobre todo los jóvenes sienten esa emoción de pasar por una experiencia peligrosa, aunque sea una simulada, y se sientan mucho más vivos».

    John Hench. Vicepresidente de Walt Disney Imagineering.

    La rebeldía es la energía del adolescente, romper aquello que estaba establecido ya fuera a nivel social o particular, en cada casa, en cada familia. Lo que tenían que buscar los “Imaginadores” era una sensación de peligro, la excitación del riesgo, la génesis de un estrés. Eddie Soto, diseñador conceptual e Imaginador (1986-1999), lo explica muy bien cuando habla de la atracción Space Mountain, inaugurada en el tormentoso 1975: «Lo principal de una montaña rusa es la subida, es la inquietud, ¿he cometido un error al subirme aquí? Nuestro objetivo es crear expectativas y cuando sobrevives sobre la confianza y sales de allí como superviviente […]. Es miedo menos muerte igual a diversión». Parece que lo consiguieron: la primera montaña rusa cubierta del mundo y la primera atracción controlada por una computadora atrajo a los adolescentes y a los no tan adolescentes, y sobre todo, a sus inquietudes como por ejemplo la fascinación por el cosmos y ese fue el camino a seguir para el CEO del momento, Cardon Walker, discípulo de Disney, insistiendo en un antiguo sueño de su maestro creando el nuevo parque temático EPCOT. Uno diferente al resto de los creados por la compañía. Alejado de los personajes disneyanos y quizá más centrado en el aprendizaje que en el entretenimiento. En 1982 soltó lo siguiente: «Hace más de doce años, Walt Disney resumió su creencia de que los problemas críticos del mundo pueden y serán resueltos por personas creativas o soñadores y emprendedores». Muchos de ellos pasaron a formar las filas de la división cinematográfica de la compañía y actualmente todavía siguen conformando su vanguardia. De hecho, el próximo año se presentará Jungle Cruise dirigida por un conocido en nuestros lares, Jaume Collet-Serra, otra película basada en una atracción, concretamente la que se puede disfrutar en Aventureland, igual que ya lo hiciera la serie de Piratas del Caribe; y no tenemos que olvidarnos de Tomorrowland. El mundo del mañana (Tomorrowland, Brad Bird, 2015, USA), el homenaje de EPCOT por parte de uno de los hombres fuertes de Pixar.

    Con este statu quo interno de la empresa llegamos a 1979, la fecha del estreno de El abismo negro, pero ¿y el clima exterior? El contexto nos sitúa, concretamente, en el 21 de diciembre de un año que agradecerán los fans de la ciencia ficción cinematográfica y televisiva. El 8 del mismo mes se estrenaría Star Trek (Robert Wise), la primera adaptación cinematográfica de la popular serie de los sesenta creada por Gene Roddenberry, y que ha llegado hasta nuestros días en forma de innumerables películas y series, expandiendo el fandom trekkie. Tampoco tendríamos que olvidar que el 22 de junio, de ese mismo año, se estrenaría Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott) y un año antes, el 17 de septiembre de 1978, se produce un pequeño fenómeno en la televisión: se estrena Galáctica, estrella de combate (Battlestar Galactica, Glen A. Larson). Como hemos dicho anteriormente, el espacio empezaba a despertar la curiosidad y si no hiciésemos caso a la estela de Superman (Richard Donner) en ese mismo año, y siguiésemos retrocediendo llegaríamos hasta 1977 siendo testigos de otro agujero negro que empezaría a engullirlo todo a su paso. Es el año de La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas). No nos dejaremos influenciar tan fácilmente e iremos un año atrás, a 1976 que verá la luz de La fuga de Logan (Logan’s run, Michael Anderson) y retrocediendo un poquito más llegaremos a 1972 donde se estrenó Naves silenciosas (Silent Running, Douglas Trumbull). El autor de esta obra de culto será el encargado de los efectos especiales fotográficos no sólo de la citada Star Trek, sino de Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, Steven Spielberg, 1977) y del monolito que golpeó la Tierra el 12 de mayo de 1968, 2001: Una odisea en el espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick). Recordemos que el hombre pisa la Luna un 20 de julio de 1969. Antes que la realidad, la ficción vuelve a adelantarse. Como han comprobado, lo que sucede alrededor de una película puede expandir sus propósitos y la climatología circundante, tanto interior como exterior, pueden alumbrarnos en la oscuridad, aunque sean con pequeñas ráfagas provenientes de una linterna.



    El abismo negro (1979).

    ¡Dios mío parece surgido del infierno de Dante!
    Harry Booth. (Ernest Borgnine) en El abismo negro (1979).

    Finis terrae. La construcción de un parque… cinematográfico. Notas sobre El abismo negro.


    El mecánico de la Palomino ejercita su imaginación elaborando una comparación interesante. En el futuro, sus habitantes, a millones de kilómetros de distancia en el espacio, todavía regresan a los clásicos literarios para acercarse al empirismo. Algo parecido hizo Scott con Alien pero algunos de sus astronautas parecían más camioneros que científicos. No nos tiene que coger por sorpresa, nos encontramos en el territorio de la ficción. Y es de ahí de donde tenemos que partir… Seguramente que si un astronauta estuviesen en el horizonte de sucesos contemplaría el fin del mundo a sus pies. Un finis terrae donde solamente se puede esperar, por no saber, por no tenerlo bajo control, lo inesperado, aquello ignoto para el ser humano. El abismo negro, bajo ese aspecto, puede ser visto como un viaje al fin del mundo (el eslogan de la película que figura en su cartelera de la época nos hablaba de «Un viaje que empieza donde todo acaba»), algo que ya anticipaba el tramo final de 2001: Una odisea en el espacio. Tendríamos que mirar a otro sitio, valorar otras cosas, antes que esperar a que esta película nos epate por su originalidad. El propio Gary Nelson, el 13 de diciembre del año pasado, en la web The Hollywood Reporter, zanjó el asunto: «las expectativas estaban verdaderamente altas […]. Todos pensábamos que seríamos el próximo Star Wars pero no fue así».


    El abismo negro (1979).

    Pero eso no significa que no pueda interesarnos por otros asuntos. No cabe la menor duda al respecto que el sello Disney aquí se convierte en lastre más que en motor. Aminora más que propulsa y ese sería el primer inconveniente al que se tendría que enfrentar el propio filme. Nos encontramos con una historia donde todos sus personajes mueren o son destruidos, por tanto la empatía del espectador fenece con ellos. Eso es importante dentro de la geografía disneyana donde es poco común esta osadía, es más, a partir de El abismo negro se harán más comunes en sus películas este tipo de temeridades. Hasta ese momento siempre, o casi siempre, se había valorado esa relación cordial entre la historia y el espectador, a través de ese cordón umbilical representado en la figura del héroe(s) o de la heroína(s), trasunto de su punto de vista. Este desafío puede ayudarnos a entender un poco mejor el final de El abismo negro en un curioso ejercicio paradójico: solamente al morir es cuando la vida cobra su verdadero significado. Sánchez Dragó lo resume mejor: «El hecho más importante de la vida es la muerte». E incluso un personaje maravilloso como el de Stel Caine de un cómic fascinante Low (Image Comics. Rick Remender, guion, y Greg Tocchini, dibujo) llega a descubrir en su número 10 que: «Cuando dejamos de sentir placer en la simple experiencia de estar vivo, poco a poco perdemos todo lo que hace que la vida valga la pena». (Volumen dos en la edición española de Norma Editorial). Si nos alejamos del orbe existencialista y lo trasladásemos al espectro del entretenimiento, podemos llegar a constatar desde lo lúdico, heredado del parque temático, que solamente cuando la función ha acabado, solamente cuando la atracción ha terminado, queda su relato, se construye el storytelling. No obstante no tenemos que dejarnos engañar, aunque parezcan actos de rebeldía narrativos, estos arrebatos simplemente se han quedado instalados en la película como elementos desestabilizadores, cámaras estanco, dentro de una narración bastante clásica.

    Entonces ¿merece la pena este viaje? Solamente por asistir a un contexto, hipotéticamente revolucionario como puede ser el de la ciencia ficción, pero al mismo tiempo que hunde sus raíces, como nos lo ha hecho ver Harry Booth, en nuestro pasado lo merece. La clave del futuro descansa en nuestro pretérito.


    El purgatorio. Paul Gustave Doré. (C.1868). 

    ¿Qué es si no ese espacio a donde va a parar el Doctor Hans Reinhardt “maximilianizado” (Maximilian Schell) al final de la película, que un infierno evocándonos la frase del señor Booth, recordándonos La divina comedia (Dante Alighieri) al principio del relato?


    El abismo negro (1979).

    Principio y final nunca han estado más juntos en una ficción. El agujero negro convertido en purgatorio, donde las almas puras irán al paraíso, en nuestro caso guiadas por un ángel hacia la luz, o las impuras al infierno. Pero también se podría mirar el final de la película con una actitud más científica y esto nos haría retroceder en el tiempo, una vez más, a una pregunta que pudiera parecer estúpida pero esconde una genialidad teórica: relacionar dos conceptos antitéticos, la gravedad con la mecánica cuántica. ¿Qué pasa cuando lanzas un elefante al interior de un agujero negro? El 28 de octubre de 2006 Amanda Gefter publicó en la revista New Scientist un artículo llamado El elefante y el horizonte de sucesos (The elephant and the event horizon). En él se hacía eco de una inquietud que tenía Leonard Susskind, uno de los creadores de la cuestionada Teoría de cuerdas (2003), cuando se hacía esa pregunta. Después de intentar salvarlo durante décadas, llegó a una conclusión: «el elefante debe estar en más de un sitio al mismo tiempo». Para Susskind ese elefante sería el ejemplo de representar la gravedad, que tiene que ver con lo más grande y lo más pesado del mundo. Sí, alguno pensará que un elefante no es la representación máxima de una gran masa pero es quizá la más absurda. La hipótesis hubiera sido completamente diferente si el profesor hubiese utilizado la lógica en su pregunta, hubiese dejado de serlo para encaminarse hacia una tesis. ¿Y el interior de ese agujero negro que sería? Información pura y dura almacenada en tamaños microscópicos, insignificantes. La mecánica cuántica tiene que ver mucho con eso. ¿Y si eso mismo lo trasladásemos a un dispositivo que guarece la información y la administra a su antojo con una finalidad lúdica? Ya no estaríamos hablando de agujeros negros pero sí de películas.


    ▲ Imagen del artículo The elephant and the event horizon por Amanda Gefter, revista New Scientist (2006).

    La clave residiría en la palabra información. Los físicos a menudo hablan más de ella que de materia, equivaliéndolas a ambas. Para ellos es casi igual de fundamental la explicación del estado de una partícula que la propia partícula. Esa información tiene que estar sujeta a un canal donde en un extremo se encuentra el emisor y en el otro, el receptor. Este esquema bosqueja el destino de Dumbo en el agujero negro. ¿Está dentro o está fuera? ¿Dónde está? Pensemos en el horizonte de sucesos no como un muro sino como un punto lejano. Hay un elefante que está dentro, por tanto vive, en el agujero negro y el otro muere, afuera aproximándose. La respuesta descansa en quién la pregunta, la importancia de la información reside en quién lo observa. ¿Quién ayuda a construir una película? Su espectador, que en el caso de El abismo negro se convertirá en el único punto de vista posible del destino de sus personajes. Quizá la parte final de la película sea la más obvia para contrastar esto mismo, pero existe otro momento donde sucede lo contrario, es decir, en vez de dar fe del final de lo actantes, y por tanto convertirse en garante de sus destinos, se operará su contrario, el nacimiento del punto de vista. Esto ocurre en la protonarración de la película, en su secuencia de títulos de crédito iniciales. Regresamos al comienzo.


    El abismo negro (1979).

    Una fanfarria nos invita a quedarnos sentados en la oscuridad de la pantalla. Pertenece a la obertura de la banda sonora original del filme compuesta por John Barry. Son dos minutos y veinte segundos en los que la pantalla permanece en negro y solamente se oye la composición. Como si alguien estuviera pulsándolos, unos dígitos rojos van invadiendo la pantalla de izquierda a derecha. Cada letra va apareciendo formando el nombre de la distribuidora Buena Vista. Lo más parecido a algo moderno, a algo que tuviese una relación temática directa con la película, una adscripción al género de la ciencia ficción, serían esos títulos de crédito porque la música de la obertura, anuncia lo contrario. Una paradoja de índole musical. La música pareciera remontar el tiempo mismo a otra época y, curiosamente, a otro género. La fanfarria que suena nos retrotrae casi a un tiempo decimonónico, una pieza corta y de gran fuerza basada en instrumentos de metal acompañados de los de percusión que nos aleja de la película produciéndonos un distanciamiento. La sensación que uno tiene al oír esa parte es que sus expectativas están puestas en duda, aunque una vez que vayan apareciendo los títulos de crédito, ese recelo se irá disipando, la banda sonora se replegará al condicionante genérico. Durante unos minutos hemos vivido en el desconcierto, el espectador ha dudado en su butaca. Podríamos rescatar aquí las palabras de un Imaginador, Eddie Soto, cuando se preguntaba al subir a una atracción: «¿He cometido un error al subirme aquí?» El recelo está instalado mucho antes de que El abismo negro haya comenzado, es como estar subiendo a la cumbre para después dejarnos caer al abismo. El instrumento de cuerda suena montándose sobre la imagen, el basto espacio y una vez que aparece el nombre de la productora, Wat Disney Productions, es encarcelado en una rejilla, enmarcando no sólo el nombre sino la geografía del plano, la inmensidad oscura. Lo que se despliega enfrente del espectador, a continuación, es un cuadrante, una coordenada, una invitación para adentrarse en el futuro. La música reacciona al mismo tiempo. Una serie de violines empiezan a sonar acompañados por unas trompas, mientras la imagen muta en videojuego de axis y ejes conformando la descripción de un agujero negro con su horizonte de sucesos y el fulgor verdoso de una potente radiación que parece atraernos. La melodía, repitiéndose en una serie musical, acompasa la imagen de un vértigo al final de la secuencia de títulos: la imagen gira en círculos concéntricos de 360 grados sobre un agujero y la música va clonándose en bucle. Los violines y las trompas empiezan y acaban regresando a su origen, una y otra vez, regalándonos un momento arrebatadoramente inmersivo. El punto de vista del espectador ha evolucionado, del descreimiento a la creencia. No es un paso tan trascendental como el del mito al logos pero se observa un cambio.


    El abismo negro (1979).

    Unos años más tarde veremos que esta secuencia prologará a toda una película en cuanto a efectos especiales hechos por ordenador se refiere. Tron de Steven Lisberger se estrenará en 1982, y curiosamente seguirá el mismo recorrido que El abismo negro acabando en las estanterías de los videoclubs de todo el mundo, convirtiéndose en obra de culto en la actualidad.

    Volvamos a ese astronauta que ha llegado a su finis terrae. ¿Qué le pasa a nuestro observador? Se ha convertido en un privilegiado, ha sido testigo del derrumbamiento de su mundo para ver formarse otro nuevo encima. Se encuentra en la antesala de la tecnología del videojuego, como nos lo ha hecho ver la secuencia de créditos, con sus esquemáticos gráficos por ordenador, tan simples y tan complejos a un mismo tiempo, preparándonos para sentir el vértigo de contemplar lo que significa ir más allá del espacio y del tiempo, vivir una experiencia, algo así como montar en una atracción de feria que bien podría ser la Space Mountain, entre otras muchas. La técnica en su arranque nos llevará a mundos maravillosos alimentando nuestra curiosidad y empujando a la máquina a dar un paso más en la evolución interactiva, cada vez más enfocada a otro concepto lúdico, la inmersión. Cada vez nos encontramos con más películas que quieren que nos hundamos en sus geografías (efecto estereoscópico) o descubrimos videojuegos que nos sumergen, tocando sus espacios (la realidad virtual). La capacidad de habitar la diégesis de El abismo negro se podrá comprobar en la secuencia siguiente a la de títulos, donde aparecerá un elemento de suma importancia en el espacio, y que vemos pocas veces en las películas del género mencionadas antes. La mejor, sin duda alguna, es la aportación kubrickiana pero la secuencia de presentación de los personajes levitando hacia la sala de control de la Palomino es un buen ejemplo de la presencia de la gravedad.


    ▲ Imagen de archivo del rodaje de El abismo negro (1979).

    El set de rodaje como atracción de feria para los actores a la hora de recrear ese espacio sin gravedad resulta, cuanto menos, curioso. No estamos muy lejos de la Space Mountain. Ese comienzo ayuda a una mejor inmersión en la historia que paulatinamente se irá escorando a la fantasía. Lo que tendremos a partir del momento en el que los integrantes de la Palomino suban a bordo de la misteriosa nave naufragada en las inmediaciones del agujero negro, será una concatenación de secuencias donde lo inverosímil se irá poniendo en evidencia. Un ejemplo claro es la presencia de la inteligencia artificial en la relación telepática entre Vincent, el robot de abordo, y la doctora Kate McCrane (Yvette Mimieux), una reciprocidad ridícula pero funcional en el relato de la película. Si se hace correctamente no molesta, no rompe sus intenciones, no cerca su credibilidad. Para eso la ficción tiene el amarre perfecto, el suspense narrativo, todo el misterio que rodea a la U.S.S. Cignus y a su, no menos, enigmático capitán ayudan a construirlo y al final de lo que se trata, precisamente, es de una construcción en la cabeza del espectador. El público tiene una responsabilidad, contemplar la información que se le va suministrando, asimilarla y después también relatarla, expandirla, creando una especie de agujero negro infinito donde todo cabe en él. El abismo negro fue una película fallida pero dejó una interesante hoja de ruta en la Disney para las películas que vendrían, y si es cierto que casi todas fueron despeñándose al vacío, lo hicieron con una dignidad narrativa escalofriante, regalándonos momentos fantásticos, sorprendentemente inmersivos, intentando clonar esa experiencia de la atracción de parque temático que un día alguien pensó.

    Una película es una cosa que una vez que la envuelves y la transformas en Tecnicolor, tu trabajo está terminado. Para mí Blancaneves ya es cosa del pasado. Quiero algo que esté vivo, algo que crezca, algo que pueda beneficiar con ideas. El parque es eso. No sólo puedo añadir cosas, incluso los árboles siguen creciendo. Cada año será más bonito. No puedo cambiar una película así que es por eso que he querido hacer un parque.

    Walt Disney.


    José Amador Pérez Andújar |
    © Revista EAM / Madrid


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