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    Crítica | Acid

    Hijos de un pasado en llamas

    Crítica ★★★☆☆ de «Acid» de Aleksandr Gorchilin.

    Rusia, 2018. Título Original: «Kislota». Director: Aleksandr Gorchilin. Guion: Valery Pecheykin. Productora: Studio Slon, Truemen Pictures. Productores: Sabina Eremeeva, Natella Krapivina. Fotografía: Kseniya Sereda. Montaje: Vadim Krasnitsky. Reparto: Filipp Avdeev, Aleksandr Kuznetsov, Aleksandra Rebenok, Arina Shevtsova, Elena Morozova, Pyotr Skvortsov, Roza Khayrullina, Aleksey Agranovich. Duración: 97 minutos.

    Con un simple vistazo a la historia de Rusia, no resulta descabellado pensar que su sociedad entró en el siglo XXI a contrapié. De un modo u otro todas lo hicieron, pero con la caída de la Unión Soviética todavía reciente, una devastadora crisis herencia de Gorbachov cerrando industrias y el conflicto en Chechenia quemando puentes entre Yeltsin y Clinton, se podría decir que la desubicación y el desequilibrio era tal que el otrora gigante mundial se desplomó a ojos de Occidente. Los rusos, al igual que todas las sociedades europeas del siglo XX, vivieron durante décadas dentro de un contexto político marcado por la violencia, la opresión y el cambio. De Stalin a Jrushchov, de Brézhnev a Gorbachov. Circunstancias que se transformaron de generación en generación a la par del progreso, pero que siempre cargaron con un inexorable peso moral a todos aquellos que crecieron con ellas. Se forjaron así generaciones que se definieron por aquello que no tenían (libertad, igualdad, oportunidad), y que criaron a su vez a aquellas que se definen por tenerlo todo. Generaciones que han vivido en la tranquilidad de la comodidad y la estabilidad que sus padres, dispuestos a que nadie pasara por lo que tuvieron que sufrir ellos, trataron de garantizar en un nuevo siglo que se había convertido en el sinónimo del futuro. Los hijos de un pasado en llamas, condenados a la libertad de ese futuro sin límites. Pero Acid, la ópera prima del cineasta ruso Aleksandr Gorchilin, nunca necesita explicar todo esto.

    Centrada en torno a dos veinteañeros rusos, Petya (Alexandr Kuznetsov) y Sasha (Filipp Avdeev), la única mención a su historia tiene lugar en una escena en la que un artista, justo antes de comenzar una orgía en su estudio, explica cómo crea su arte: coge figuras de dirigentes del régimen que heredó de su padre escultor, y las sumerge en ácido perclórico. «No significa nada, pero alguien pagará dinero por ella», afirma mientras el yeso se corroe en sus manos. Esa escultura, que representa un pasado que se deshace de forma irresponsable en manos del presente, engloba para Petya y Sasha todo aquello con lo que son incapaces de conectar: sus padres, su pasado, su propia identidad. Y Gorchilin se aferra a esta idea, la de la imposibilidad de entablar un diálogo entre una generación cegada por su propio privilegio y el mundo que les rodea, y trata de explorarla desde distintos ángulos para buscar las raíces de ese vacío en un Moscú de contrastes. Estilizado y desierto, cruel e industrial, en el mundo de Sasha y Petya los cementerios se confunden con discotecas, la voluntad desaparece entre amigos que saltan al vacío sin pensarlo y la noche se separa del día por un abismo solo conectado en sus dos orillas a través de sus dos personajes.

    Alienados entre parajes de hormigón, sus vidas reflejan el frío que las rodea. Carecen del control y el afecto que unos padres, que nunca han sabido cómo querer a sus hijos, no han sabido proporcionarles. Prefieren trabajar en Bangkok, no coger el teléfono o desaparecer. El padre de Petya acusa a su hijo de no importarle salvo cuando necesita dinero, mientras que Petya lo acusa a él de desentenderse de su familia. Su madre, agotada, decide rendirse cuando se entera de que su hijo ha sido arrestado, incapaz de hacer el esfuerzo de querer en vano una vez más. Tan alejados entre sí que ninguno de los tres llega jamás a compartir escena. Pero lejos de dejarse caer en la monotonía de lugares comunes sobre padres incapaces de entender a sus hijos, Gorchilin crea una relación bidireccional. Los padres contraatacan. Sasha, un personaje incómodo por el constante debate respecto a su masculinidad, acusa a su madre de inculcarle su «educación femenina» y de arrebatarle su capacidad de voluntad. Pero su madre, lejos de ceder ante las acusaciones, se ríe y le responde clara: «Es muy sencillo. Solo necesitas una palabra: ‘no’. Simplemente ‘no’». En un mundo a menudo sin sentido que busca culpables, Gorchilin se atreve a establecer un equilibrio en el que nadie queda eximido.

    «Acid toma la agradecida decisión de representar a sus jóvenes como víctimas y verdugos de su propio dolor. El vacío que sienten y que llenan con noches de alcohol y drogas los convierte en víctimas de un sistema alienante que en ningún momento han tratado de superar. Adolescentes que se ahogan por el peso de su pasado, pero que al mismo tiempo se niegan a nadar para salvar su vida».


    «¿Sabes cuál es nuestro problema?», le pregunta Petya a Sasha en una escena que da comienzo al tercer acto. «El hecho de que no tenemos problemas. Nos lo dan absolutamente todo hecho y nosotros simplemente nos sentamos y pensamos ¿quién soy?, ¿de qué soy capaz?, ¿qué podemos darle al mundo más allá de las cargas de un iPhone». Y a pesar de que hacer tan explícito un mensaje nunca será tan poderoso como incluirlo de forma implícita en las acciones de sus personajes (de la misma forma que Gorchilin hace con el resto de conflictos que aparecen en la película), Acid toma la agradecida decisión de representar a sus jóvenes como víctimas y verdugos de su propio dolor. El vacío que sienten y que llenan con noches de alcohol y drogas los convierte en víctimas de un sistema alienante que en ningún momento han tratado de superar. Adolescentes que se ahogan por el peso de su pasado, pero que al mismo tiempo se niegan a nadar para salvar su vida. Y por reduccionista que pueda ser ese mensaje (a veces nadar no es tan sencillo, a veces no hace falta un «espabila» sino un psicólogo), es admirable cómo Gorchilin trata de dar sentido a su presente. Después del monólogo de Petya, en una de las decisiones de guion más radicales (y probablemente rusas) de la película, Sasha decide verter el mismo ácido perclórico que destruía las figuras de yeso de dirigentes rusos en una pila bautismal justo antes de un bautizo. Pero segundos antes de ver morir la inocencia de la promesa de un bebé, se arrepiente y la derrama por el suelo. Aun cegado por la ira destructora de la confusión, se niega a repetir la imagen que da sentido a la película y se lo quita a su mundo. Desde un punto de vista práctico no tiene el mismo valor que desde el metafórico, pero en la oscuridad del vacío a veces negarse a quedar disuelto como las esculturas de su pasado es suficiente | ★★★☆☆


    Aitor Salinas
    © Revista EAM / Pamplona


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