Invierno sereno
Crítica ★★★★★ de El hotel a orillas del río de Hong Sang-soo.
Corea del Sur, 2018. Título original: 강변호텔 [Gangbyun Hotel]. Dirección: Hong Sang-soo. Guion: Hong Sang-soo. Producción: Hong Sang-soo. Productoras: Jeonwonsa Film. Música: Dalpalan. Fotografía: Kim Hyung-koo. Montaje: Son Yeon-ji. Reparto: Ki Joo-bong, Kim Min-hee, Song Seon-mi, Kwon Hae-hyo, Yu Jun-sang. Duración: 95 minutos.
Nos cuesta, y más según crece su filmografía, decidirnos por «la mejor película de Hong Sang-soo». Uno cree llegar a tal distinción a veces, pero su siguiente título o una revisión de alguno de los anteriores lo echan por tierra. Hong no es, y aventuramos que nunca lo será, el tipo de director que va entrenando sus virtudes película a película hasta entregar esa obra maestra incontestable. Sobre todo porque cada vez es más difícil enfrentarse sus títulos de forma autónoma. Hong es quizá el director actual que más demanda valorar su obra como un todo entremezclado, más que como una simple sucesión de historias cerradas que dejan entrever ciertas constantes autorales. Por una parte, interviene una cuestión de vagas continuidades. Por ejemplo, el personaje de Kim Min-hee en El hotel a orillas del río tiene muchas características en común con los que Hong ha ideado para ella de Ahora sí, antes no (2015) en adelante. Pero también hay marcas de una evolución vital. Del enamoramiento en aquella al desengaño aún abierto en canal en En la playa sola de noche (2017), pasamos a la madurez serena que ya mostraba en The Day After (2017). De hecho, observamos aquí una relación muy bella de amistad entre su personaje y el de la actriz Song Seon-mi que ya estaba prefigurada en En la playa sola de noche. «Deshagámonos de los hombres y amémonos», se proponían en aquella en plena euforia etílica. Pues bien, eso es exactamente lo que hacen en El hotel a orillas del río. Ayudarse mutuamente a superar sus malas experiencias (que quedan muy indeterminadas) con los hombres y darse mutuamente calidez y compañía. Eso, al fin y al cabo, es un tipo de amor.
Por otra parte, esa forma de enfrentarse a la obra de Hong como un bloque en continuo crecimiento imperfecto tiene que ver con la manera en la que el cineasta nos empuja a limpiar la mirada. En una época en la que el cine y las series tienden a abigarrar los recursos visuales, a exhibir catálogos completos de tipos de planos, movimientos de cámara y continuos cortes, Hong ha avanzado en la dirección contraria. Hasta llegar a tal nivel depuración que no necesita siquiera sus conocidos juegos de variaciones dentro de la película. En Grass (2018), lo que ponía en abismo las imágenes ya no eran los juegos de ambigüedades narrativas, sino que cada corte era capaz de enunciar la creación de una nueva realidad, aún dentro de una misma unidad de espacio y tiempo. Si uno ha sabido educar su mirada junto a la de Hong, sabe que las pocas veces que hay un corte o un movimiento de cámara en su cine, algo está pasando. Sucede que, precisamente, en El hotel a orillas del río la cámara se vuelve especialmente móvil. Es más, es la inquietud de la cámara la que deja perfectamente establecidas las bases del filme en su plano de apertura.
Lo primero que vemos es un plano medio de Young-hwan (Ki Joo-bong), el poeta protagonista. La imagen trepida levemente mientras el hombre se levanta y mira hacia la luz del exterior. La cámara, entonces, sigue al movimiento del personaje hacia la ventana que abre. «Hoy volverá a hacer frío». Ya tenemos establecidas las coordenadas espaciotemporales. La nieve invernal que crea un exterior depurado de formas, la calidez del interior del hotel en el que se alojan todos los personajes. Tenemos, también, una primera sugerencia del estado espiritual del personaje. Un hombre más bien anciano que, en la distancia objetiva que le da ese refugio, mira con serenidad su pasado, el final de su vida al que sus pasiones le han conducido. La cámara recoge así una trepidación interior, que no puede ser más que sutil al estar filtrada por la madurez y el recuerdo. Con el siguiente movimiento de cámara, el plano ya no se justifica por seguir al personaje, sino que se adelanta al objeto de su mirada. La imagen baja para capturar, al fondo, la figura de A-reum, el personaje de Kim Min-hee que camina sobre la nieve. La cámara, pues, se separa del actor para establecer una mirada propia: la esperanza del encuentro.
Las mismas connotaciones tiene un plano que Hong emplea poco después. Dispuesta frente al pasillo del hotel, la cámara registra a Young-hwan saliendo de su habitación y panea 90 grados para seguir su desplazamiento hasta la escalera. Baja levemente hasta que el poeta desaparece al fondo y, en ese momento, vuelve a panear otro cuarto para buscar, al lado opuesto del pasillo a A-reum mirando por la ventana, ante la puerta de su habitación. De nuevo, tenemos dos movimientos de cámara, uno justificado por la acción del personaje y el otro por la mirada propia del filme, que dejan configuradas las dos fuerzas «espirituales» que intervienen. En la diégesis, personajes enfrentados al invierno del desengaño o el final del camino vital. O, cada uno a su manera, a la resaca del amor. En el dispositivo, una mirada que se empeña en registrar la calidez del contacto humano, la esperanza de su posibilidad —volviendo a los personajes de Kim Min-hee y Song Seon-mi, se entiende que la imagen de las dos mujeres durmiendo abrazadas frente a frente resulte tan bella sobre ese trasfondo—. Es llamativo, además, que invierta en cierta medida los términos con Grass, la cinta anterior de Hong. Aquella terminaba con un plano que juntaba al personaje de Kim con todos los personajes a los que ella observaba en el café e imaginaba sus historias. Es decir, la alegría del encuentro era su punto de confluencia, y en El hotel a orillas del río es el de partida. Lo que, por cierto, refuerza nuestra teoría de que Kim da cuerpo en el cine de Hong a una especie de personaje transversal que aprende y crece de una película a otra.
Resulta tentador, asimismo, extrapolar estas lecturas a la figura del cineasta. En la playa sola de noche se entendió, entre buena parte de la crítica, inspirada en el affaire entre el cineasta y Kim Min-hee, que surgió durante el rodaje de Ahora sí, antes no, una de sus películas más centradas en el nacimiento del romance. Aquí, Young-hwan, que tiene un pálpito sobre su muerte, se enfrenta a su pasado marcado, precisamente, por un romance que le costó el divorcio y la separación de sus dos hijos, con los que se reencuentra en la película. Él y A-reum conforman los dos polos del relato, las dos fuerzas sobre las que gravita y cuyo encuentro busca, entre otras cosas porque ambos comparten una misma actitud vital. Una mirada serena a las pasiones a las que se han entregado, sin arrepentimientos pese a la derrota, y con una ternura agradecida que son capaces de trasladar al mundo que los rodea. Si hay una imagen sublime en El hotel a orillas del río, esa es la de A-reum y su amiga (Song Seon-mi), en plano general, embutidas en sus abrigos negros sobre un fondo blanco de nieve y niebla, junto a un arbusto pelado. Hong no solo inserta la imagen sublime, sino que traslada su propia mirada a la del poeta. Tras ese plano, Young-hwan se acerca a las dos mujeres y les agradece que hayan estado ahí para brindarle lo que él llama, justamente, «una pintura sublime». Esto es, Hong no solo se preocupa de recoger la belleza sino su verbalización, trasladando una idea muy bella sobre la naturaleza del poeta: que su forma de observar con amor a las cosas bebe de la forma que ha tenido de amar en el pasado. Que el amor romántico, pese a su inevitable falibilidad, nos enseña a mirar el mundo.
¡Atención, spoilers en este párrafo!. Todo esto explica que haya dos maneras posibles de ver El hotel a orillas del río. En realidad, eso ocurre a distintos niveles. Por una parte, hay una pirueta narrativa típica de Hong que nos impulsa a cuestionarnos la linealidad de las escenas. Después de la secuencia nocturna en el restaurante, una terapia familiar bañada en soju entre Young-hwan y sus hijos, Hong inserta un plano de estos dos últimos despertando de una siesta en la cafetería del hotel, de día. Suben a despedirse de su padre y lo encuentran fallecido en la habitación. Lo natural es pensar que los dos hermanos han despertado con la resaca de la noche anterior. Pero el espacio de la cafetería y el plano repiten la misma disposición de escenas del día anterior, previas a la noche. Conociendo a Hong, sabemos que existe la posibilidad de que hayamos vuelto a ese día y lo ocurrido por la noche no haya sido más que un sueño. Lo que significaría que el momento final de acercamiento y transmisión paternofilial no ha ocurrido. Las lágrimas y sollozos de los hijos ante el cadáver, asimismo, trazan un final traumático, un remate del clima melancólico creado por el invierno y la senectud. Vista así, El hotel a orillas del río es una película triste. Pero con Hong tales calificativos nunca son fáciles. El último plano no es el del padre y poeta muerto, sino el de A-reum y su amiga durmiendo juntas. A-reum, que parece escuchar los sollozos de los hermanos, reacciona a la muerte de Young-hwan dejando caer en su duermevela una lágrima que, con el suave desenfoque final, apenas se distingue. Esta imagen, de algún modo, desdice la tragedia de la anterior y parece más justa con la sensibilidad del poeta, que al fin y al cabo ya esperaba su muerte. No hay desgarro sino serenidad ante el final de la vida, una serenidad que se aferra a la belleza de la amistad que también existe en el plano y que hemos visto antes en las imágenes, celebradas precisamente por el poeta. Y aquí sí que existe una transmisión, o una continuidad de sensibilidades entre Young-hwan y A-reum, que ninguna ambigüedad narrativa puede trastocar | ★★★★★
Miguel Muñoz Garnica
© Revista EAM / Universidad de Navarra