SOBRE SERPIENTES Y LÁTIGOS
«Indiana Jones y la última cruzada» (II)
Recordarán los lectores que en la última entrega nos habíamos detenido, aproximadamente, aquí:
Un primer plano de un héroe que todavía no lo es, pero del que la enunciación había afirmado algo: que tenía un saber. Esto es, que daba valor a esa cosa tan aparentemente denostada como que los objetos históricos puedan estar en un museo, a la disposición de la mirada de cualquiera que quiera interrogarse por ellos, y no en el salón de un particular. Sin embargo, la figura que se presenta en contraposición con esa voluntad suya de hacer justicia por medio del saber —el ladrón de tumbas—será la que, paradójicamente, acabará configurando su propia imago en el futuro.
Extraña fórmula con la que se abre Indiana Jones y la última cruzada: que acabamos siendo como nuestros antagonistas, que nos convertimos en aquello que más odiamos en la adolescencia, que el futuro nos devuelve, queramos o no, aquello que habíamos combatido con mayor o menor fortuna mientras intentábamos ser héroes o heroínas.
SERPIENTES Y CUERNOS
Nada más aterrador para un adolescente, por ejemplo, que sugerirle que acabará convertido en algo bien similar a su padre. Y el verbo que ahora uso —aterrar— tiene que ver, sin duda, con el segundo matiz que incorpora Spielberg en escena: la serpiente.
Por lo demás, extraño lugar —pero también centro de los miedos— en el que aparece por primera vez una serpiente en la película: en la zona genital de su compañero. «No te preocupes, es únicamente una serpiente», afirma Indiana Jones, al que su juventud, su aire seductor e incluso la indudable chispa de maldad que la luz dibuja irónicamente en su rostro le garantiza un aparente control sobre la situación —sobre su propia serpiente, y ya puestos, sobre su propio miedo. La serpiente de su orondo compañero, por ridícula, por fláccida, no es motivo de preocupación.
Ahora bien, la serpiente tiene sin duda algo que ver con el mal —ya dijimos en la última entrega que la película de Spielberg debe ser leída en clave necesariamente teológica—, pero también con la sexualidad, o con el deseo, o con el pecado, o con toda esa amalgama de densos tejidos sexuales que se anudan en la pantalla.
Pensemos en el pobre colega de Indy: está llamado al desprecio: se asusta de la pequeña serpiente que trepa por sus pantalones, no puede apenas recordar la tarea encomendada, esto es, apesta a fracaso. Como bien vimos, comenzaba la cinta cayéndose del caballo —incapaz de mantener la postura marcial que se exige a los jóvenes aspirantes a exploradores—, aunque la película pronto se apropiará de ese gesto para mostrar que, pese a la impostada seguridad y al saber de propio Indiana, nuestro chico no es, ni mucho menos, todavía un héroe.
En esta dirección, la acumulación de gags del prólogo no hace sino mostrar, precisamente, que no resulta tan fácil refinarse en el noble arte de la aventura. Tomemos dos ejemplos que son, además, dos caídas. La primera —no puede sorprendernos— es, propiamente, la caída de un caballo…
…a la que poco después seguirá una segunda caída. Esta vez, cómo no, en una cubeta llena de serpientes.
Y si se fijan con atención en estos dos fotogramas, se darán cuenta de un gesto capital: es allí, entre las serpientes, precisamente donde Indiana Jones pierde su primer sombrero. El tocado del viejo uniforme scout –esto es, del territorio de la infancia— quedará para siempre sepultado en ese extraño conjunto de cuerpos sinuosos, malvados, excitantes, que se despliegan por todo su cuerpo y que pasan ser una simple anécdota a un peligro eminentemente real — y, ya de paso, permítasenos apuntar aquí una cierta hipótesis que la película probablemente confirmará en su tramo final: que lo que en la infancia es detectado como juego y deseo suele retornar, pasados los años, como una fuerza brutal y aniquiladora.
Porque, por decirlo de manera rápida, todos nuestros lectores estarán de acuerdo en una simple fórmula: después del primer contacto con aquello que nos aterra con respecto al cuerpo, esto es, una vez que dejamos atrás (el sombrero de) la infancia, resulta imposible negar que algo bien distinto habitará nuestro interior para siempre. Algo que tiene que ver con el goce y con el mal. Algo, digamos, como una serpiente.
Esa extraña relación con el deseo que estaba latente dentro de nosotros y que de pronto emerge como un mandato total —recuerden cómo dominaba su propio cuerpo y sus afectos en los años de la adolescencia— es, sin duda, una serpiente como la que trepa por el interior de la ropa de Jones. Ahora bien, este es el gran problema del héroe, y a la postre, el gran problema que todos debemos encarar en un momento determinado: ¿Qué hacemos con esa explosión pulsional que, por encima de nuestras fuerzas y nuestra voluntad, nos lleva al camino del miedo, el placer y la aventura?
Quizá alguno de ustedes pueda pensar que estoy forzando la lectura de la película, pero si lo hago… ¿cómo podría explicarse este juego de planos entre el joven Indiana y el rinoceronte?
Ciertamente, no es de extrañar que Indiana Jones venza a este rivalucho de poca monta gracias al despiste de ese cuerno fálico que aparece en el momento más indicado. Un cuerno que podría matar, sin duda, pero que en su momento justo y con la contundencia necesaria, permite que el joven héroe siga poniendo pies en polvorosa.
Por lo menos, claro, hasta que aparezca el verdadero antagonista, el rival, aquel que fascina con su apariencia y que pone en negro sobre blanco lo que ya sabemos: «Come on, Kid. There is no way out of this».
VER LO QUE UNO LLEGARÁ A VER
Ciertamente, Indiana todavía es un chico (Kid). Parece claro por la manera en la que avanza la escena. Tras una nueva caída salvadora en el vagón de turno, Spielberg realizará un corte de montaje sobre el plano más cercano que hasta el momento hemos visto del protagonista. Ahora bien, se trata de un plano extrañísimo: completamente desmelenado, con los pelos ocupando su rostro, la cámara se detiene en el gesto de sorpresa ante lo que acontece fuera de plano.
Extraña estrella la que se proyecta a su espalda, elemento circense que rima de alguna manera con la propia chapa scout que lleva en la solapa. Extraña —¡y excitante!— también la decisión de montaje de dejarnos permanecer unos segundos junto a ese rostro, expectantes ante la próxima e inminente amenaza. Y a la vez, estamos ante un maravilloso cortocircuito de los mecanismos de identificación cinematográfica: queremos ver y no ver, saber y no saber, estar en el punto de vista de Indiana —estremecernos ante lo que habita el fuera de campo, sea lo que sea—, pero al mismo tiempo imaginando la manera en la que el protagonista escapará de su destino. Apartarnos el velo de la mirada —esa es, después de todo, la promesa misma del cinema— con la posibilidad de estremecernos sin morir o sin quedar ciegos.
Cosa que Indiana conseguirá, lo que resulta extraordinario, con un látigo. Ahí lo tienen:
Aunque, por lo demás, estarán de acuerdo conmigo en que la cosa tiene cierta ironía. El látigo no es, en cierto modo, sino una traducción más o menos manejable de la serpiente. Quedarse simplemente ante la idea de que Indy “descubre” el que será su arma favorita durante la saga es no ahondar lo suficiente en el profundo valor del operador textual, al menos, por dos motivos. El primero –ya lo hemos esbozado- es esa estremecedora idea de que nuestro gran miedo y nuestra gran herramienta ante la vida están, en el fondo, íntimamente conectadas. El segundo es que Spielberg tiene mucho cuidado en mostrar que aprender a usar lo que habrá de salvarnos —aprender a hacer lo que, en nuestra más propia esencia, hay que hacer—, exige siempre un sufrimiento concreto.
Ya que, por un lado, fíjense qué montaje más esforzado entre ambos planos: estamos, sin duda, rozando el salto de eje óptico. Lo importante —la cámara se aproxima para subrayarlo— es que ese látigo hiere, es capaz de hacer sangrar, exige una disciplina muy concreta en su uso. Por mucho que la banda sonora introduzca aquí una primera referencia al tema del protagonista, lo que por el momento nos interesa es saber que en el camino de la construcción del héroe, no hay atajos que permitan escapar del concreto dolor sobre el cuerpo. Un látigo puede servir para amansar a las fieras, pero también puede servir para ascender —por primera vez, después de la interminable colección de caídas que hemos visto— hacia un cielo en el que se intuya pasajeramente una salvación. Aunque para llegar a esa salvación es necesario, sin duda, rendir pleitesía —arrodillarse frente a la bestia— para recoger el icono concreto de lo sagrado. Esa será, recordemos, una de las pruebas básicas del final de la cinta: únicamente el que se arrodilla, el que hace penitencia, pasará.
Y, por cierto, ¿recuerdan dónde escribía su nombre el propio director de la película?
En efecto, en una cuerda que cumplía la misma función que parece aquí jugar el doble significante látigo/serpiente. Ya que ese es el centro del significante textual: que en esa resbaladiza tensión entre caer y levantarse, entre alzarse con el triunfo o ser derrotado —línea básica del héroe—, hay que saber manejarse, ante todo, con el mal que sale de dentro. Y si no me creen, fíjense en cómo escapa Indy de su siguiente emboscada:
En efecto, gracias a una serpiente que emerge de su interior y, enroscándose en la cruz, penetra en su enemigo hasta provocar su pánico. Ciertamente, el texto repite una y otra vez la misma idea, por mucho que nosotros como espectadores —eso es, después de todo, el funcionamiento de nuestro inconsciente— hagamos lo imposible para no verla.
Ahora bien, avanzando algo más en el relato, lo más descorazonador de este prólogo es que, al menos en su esencia, nos ofrecerá una valiosa lección: que descubrir la propia lucha no significa, ni muchísimo menos, ganarla.
EL PADRE
No sé si han parado alguna vez a pensar en cómo es la casa en la que creció Indiana Jones. La pregunta puede parecer absurda, pero desde luego, en un análisis como el nuestro no lo es. Máxime cuando se presenta mediante un plano en ruleta que se cierra sobre el rudimentario buzón de madera de la entrada.
Desde fuera, la casa parece poco menos que ruinosa. El jardín está lleno de maleza, de malas hierbas, las ventanas acusan con sus pálidos verdes el efecto del sol y el calor sobre la pintura, el porche es pequeño y humilde. Se diría —y en breve veremos que se trata de un detalle capital— que a sus habitantes no les interesa mucho el mundo exterior. O al menos, lo que el mundo exterior exige de ellos.
El centro de la casa es, sin duda, el despacho del padre. Un padre que, al igual que ocurría con el propio antagonista al comienzo del prólogo, no tendrá rostro.
No tiene rostro pero tiene, en el fondo, dos cosas igualmente importantes: una voz —para exigir paciencia, para marcar el tiempo que hay que esperar antes de interrumpir— y unas manos delicadamente retratadas por el director. Son manos que escriben. Luego del padre de Indiana Jones podemos decir —y créanme, no es poca cosa— que está configurado como voz, como palabra y, en cierta medida, como tiempo. Indiana debe esperar, y debe contar en griego, por lo que quizá ya podemos intuir que, incluso contra su voluntad, Indiana Jones ha heredado el amor por el saber de su padre.
Y es que sin duda merece la pena detenerse en ese extraordinario plano en el que las manos del padre, sin nombre y sin rostro, dibujan a un caballero cruzado mientras recitan una suerte de oración: “Que aquel que ha iluminado esto, me ilumine”.
Hermosa petición, sin duda, máxime cuando es contrastada con el delicado cuidado con el que el padre, en su diario personal —y de esto habrá tiempo de hablar en el futuro— recoge los resultados primorosos de su encuentro con el pasado.
Dejaremos por el momento este detalle y nos centraremos, ahora sí, en el último gesto que nos convoca en esta entrega. Sin duda, algo no funciona del todo con respecto a la ley en este universo inicial de la película —no puede hacerlo ya que, ¿para qué quieren héroes la sociedades en las que las leyes, mejor que peor, rigen justamente la vida de sus habitantes?—, ya que por un lado el padre no puede escuchar a su hijo, por otro el sheriff del pueblo le entrega la cruz a los malvados y, en fin, el pobre Indiana Junior —palabra dolorosísima, cargada aquí de importancia— se queda compuesto, sin látigo y sin serpiente.
Pero, sin embargo, gana dos cosas, por lo demás, fundamentales: un sombrero y una frase: «Has perdido hoy, chico. Pero eso no significa que deba gustarte». Y únicamente desde aquí puede entenderse la maravillosa, extraordinaria elipsis con la que Spielberg sutura la llegada, ahora sí, del tiempo del héroe.
Pero de esta elipsis –y sus implicaciones- hablaremos en la próxima entrega.
Aarón Rodríguez Serrano
© Revista EAM / Profesor de la Universitat Jaume I de Castellón