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    Crítica | Los muertos no mueren

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    Crítica ★★★☆☆ de «Los muertos no mueren», de Jim Jarmusch.

    Estados Unidos, 2016. Título original: The Dead Don’t Die. Director: Jim Jarmusch. Guion: Jim Jarmusch. Fotografía: Frederick Elmes. Duración: 103 minutos. Productora: Animal Kingdom. Distribuida por Focus Features. Montaje: Affonso Gonçalves. Diseño de producción: Alex DiGerlando. Diseño de vestuario: Catherine George. Intérpretes: Bill Murray, Adam Driver, Tilda Swinton, Chloë Sevigny, Steve Buscemi, Danny Glover, Caleb Landry Jones, Rosie Pérez, Iggy Pop, Sarah Driver, RZA, Selena Gomez, Carol Kane, Tom Waits, Austin Butler, Luka Sabbat, Sturgill Simpson, Alyssa Maria App, Sid O'Connell, Kevin McCormick, Justin Clarke, Vinnie Velez, Lorenzo Beronilla, Talha Khan, Mick Coleman. Presentación oficial: Festival de Cannes 2019.

    Hay quien se lamenta por la pérdida de espontaneidad en el cine de Jim Jarmusch argumentando que hace tiempo optó por la elaboración de un grosso fílmico mucho más mainstream de lo que nos planteó al comienzo de su carrera. Sin embargo, y lejos de afirmar que su última película, The Dead Don’t Die es tan independiente o siquiera extravagante como Extraños en el paraíso (Extranger than Paradise, 1984), sí es cierto que lo que ha cambiado principalmente en esos 35 años no son tanto las premisas del cine de Jarmusch como la percepción de lo independiente, y eso ha sido una consecuencia directa de la fidelidad del director a su apuesta artística. Desde sus inicios en el mundo del largometraje, el realizador ha ido valiéndose de lo nuevo y de lo vintage para otorgar a su obra ese aire de fascinación cool con el que se le asocia, generando así una democratización del cine independiente hasta el punto de que, recurriendo a los mismos esquemas cinematográficos de siempre y a su caótica semántica de lo transitorio y lo reflexivo, la apreciación y aceptación de cada una de sus películas ha dado un salto de un extremo al otro en la interpretación valorativa de su estética. El único cambio ha sido el aprovechamiento de sus colaboradores habituales, si bien lo que antes resultaba novedoso, como las incendiarias letras de Wu Tang Clan, la apatía de Bill Murray o el glamour decadente de Iggy Pop, ahora es usado como icono vintage y, por lo tanto, lo nuevo ha de ser reconducido hacia emblemáticos actores modernos como Adan Driver o Selena Gómez. En cuanto a la temática, Jarmusch continúa satirizando sobre lo que considera un producto de fácil consumo y aceptación multitudinaria, como ocurre en el filme actual: el resurgimiento de las películas de zombis.

    El director presenta un entorno pre-apocalíptico dominado por el resurgimiento de los muertos, una epidemia zombi que viene a mostrar a los humanos como seres irracionales movidos por obsesiones, hasta el punto de llegar a esa idiotización que, de manera tan evidente, se denuncia en esta cinta. De nuevo, como suele ser habitual en su cine, encontramos un principio constante de metarreferencialidad, lo que permite que la narrativa no quede supeditada exclusivamente a aspectos unidireccionales, sino que se abra la posibilidad de una cadena de eslabones semióticos de toda índole y sentido. Sin lugar a dudas, esta película podría interpretarse mediante un canon deleuzano de conectividad, dado que en ella podemos encontrar la constante reaparición de una suerte de elementos y recursos ya conocidos en su previa filmografía. Este juego retórico alcanza su punto paradigmático en el desenlace, mediante la narración en off de una voz “pos-todo” que proporciona ese aire roquero de inapelable desencanto hacia la sociedad, con frases sentenciosas dichas en un susurro pesimista que nos obligan a desconectar del completo delirio anterior y centrarnos por un momento en el presente desolador porque, nuevamente, Jarmusch ha vuelto a crear un filme fundamentado en los espacios transitorios, en ese pequeño e insignificante instante dramático, ignorado hasta ahora, que nos lleva de la forzada utopía a la cruel realidad. La referencia a Deleuze no se queda en el simple terreno denotativo, sino que a través de la perspectiva múltiple de la película y la confrontación dialéctica de los escasos diálogos, encontramos la connotación implícita en los cambios de estilo, género, forma y, finalmente, mensaje. Todo se conjura como una elaborada broma para convencernos de que lo ficticio ideal no deja de alimentarse de la exterioridad, del mundo natural y la presencia interactiva de las personas, “un encadenamiento interrumpido de afectos, con velocidades variables”. De ahí que cada personaje acepte el apocalipsis de una manera muy diferente: resignación, pánico, excitación, condescendencia, odio o penitencia.


    «En su consciente y estudiada hibridación, el director se atreve a maquillar los códigos estéticos de lo posmoderno, y para ello actúa como si todo le importara un bledo. Saltos de guion delirantes, roturas de la verosimilitud dentro de la propia ficción, desconexión de varias subtramas de la historia principal, incluso la cuarta pared no puede ser vulnerada puesto que no ha existido desde el comienzo».


    Como una enorme bola de nieve que rueda descontrolada por una ladera, la película se alimenta con el incesante abastecimiento de conceptos de la cultura popular, la literatura, el arte y, por supuesto, el cine. La única forma de que esa poderosa masa crítica de avance destructivo no termine por desviarse de su camino es gracias a la intervención providencial de todo el reparto, comenzando desde los magníficos agentes de policía que tratarán de defender su ciudad hasta que se den cuenta de que no pueden ni defenderse a sí mismos, liderados por un siempre memorable Bill Murray, hasta una enterradora y maquilladora de cadáveres que, como si de la misma “novia” de Kill Bill se tratara, demuestra un conocimiento impecable de las artes marciales y el manejo de la catana, por supuesto, sin olvidarnos del vecino cascarrabias de extrema derecha que prefiere tomarse la justicia por su mano cada vez que algo interfiere en su solitaria rutina. No existe una sola película de Jarmusch que pueda categorizarse de manera taxativa, y The Dead Don’t Die no es una excepción. En su consciente y estudiada hibridación, el director se atreve a maquillar los códigos estéticos de lo posmoderno, y para ello actúa como si todo le importara un bledo. Saltos de guion delirantes, roturas de la verosimilitud dentro de la propia ficción, desconexión de varias subtramas de la historia principal, incluso la cuarta pared no puede ser vulnerada puesto que no ha existido desde el comienzo. El director abandona uno de los puntos más fuertes de su trabajo: las conversaciones rápidas y de ácida ironía con las que marcó un punto de referencia en el cine dialógico, en beneficio de un montaje más dinámico, menos sustentado en el guion y más en la potencia actoral y la autorreferencialidad. No es de extrañar que la aparición de un gag cómico sea la forma predilecta para terminar cada escena. El peso del diálogo no recae, en esta ocasión, tanto en la retórica como en la parodia. El director ha logrado reírse de todo, comenzando por él mismo, y terminando por cada uno de los clichés sociales, fanáticos o culturetas a los que nos enfrentamos a diario. Al final, todos somos zombis, todos, a excepción del Bob el ermitaño, ese conocido medio asalvajado que vive en una realidad y a una velocidad diferente al resto de la sociedad, acudimos en estado letárgico ¬(o litúrgico) hacia fuentes de inspiración y pleitesía: tanto si se pertenece al grupo de lo nuevo, incansables perseguidores de la tendencia, la controversia y la popularidad, como si ya encarnamos a las viejas glorias que se resisten, cómo no, a morir en el anonimato, acudiendo en manada a su parroquia habitual en busca de una buena dosis de nostalgia, café y cigarrillos | ★★★☆☆ [65|100]


    Alberto Sáez Villarino |
    © Revista EAM / 72ª edición del Festival de Cannes


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