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    Cine Alemán Siglo XXI

    La casa en la sombra (1951)

    Cambio de luz

    Cineclub by BENQ: La casa en la sombra, de Nicholas Ray.

    Estados Unidos, 1951. 82 minutos. Título original: On Dangerous Ground. Director: Nicholas Ray. Guion: A. I. Bezzerides y Nicholas Ray, basado en la novela Mad with Much Heart de Gerald Butler. Fotografía: George E. Diskant. Música: Bernard Herrmann. Productores: John Houseman y Sid Rogell. Edición: Roland Gross. Intérpretes: Ida Lupino, Robert Ryan, Ward Bond, Charles Kemper, Anthony Ross, Ed Begley, Ian Wolfe, Sumner Williams, Gus Schilling, Frank Ferguson, Cleo Moore, Olive Carey, Richard Irving, Patricia Prest.

    «Es menester hacer que el mundo sea romántico. De esta forma, se podrá redescubrir su sentido original. La conversión romántica no es nada más que una comprensión cualitativa de potencial. Gracias a este procedimiento, el yo inferior se identifica con un yo superior; porque nosotros mismo somos una sucesión cualitativa de potencialidades cumplidas. Se trata de un procedimiento todavía bastante desconocido. En la medida en que le doy un significado más elevado a lo que es común, y una apariencia misteriosa a lo que es ordinario, así como la dignidad de lo desconocido a lo que se conoce –una apariencia de infinito a lo que es finito–, lo que estoy haciendo es volverlo todo romántico».

    De esta guisa definía Georg Philipp Friedrich von Hardenberg, más conocido por su pseudónimo «Novalis», en qué consistía la mirada del artista romántico. Conviene aludir a las fuentes en este ámbito, por culpa de la abyecta banalización que de dicho concepto (romántico) se ha producido en todas las manifestaciones de la cultura popular y de la industria del entretenimiento. Aunque causa hasta rubor tener que señalarlo, el creador romántico no escribe novelas rosas, no cree indefectiblemente en los finales felices y no tiene una visión superficial de las relaciones humanas en la que bobas bellas durmientes se encuentran con no menos bobos príncipes azules y comen juntos perdices felizmente. El verdadero romántico, enfrentado ante el horror de la muerte, pretende extraer el sentido de la existencia a través de exprimirla al máximo; de ahí su afán por las pasiones intensas, por lo absoluto, por poder experimentarlo todo en libertad, pues las cortapisas sociales impiden ese cumplimiento de la potencialidad del que habla Novalis. O como muy bien señala lord Byron en sus Diarios: «El gran objetivo es la sensación: sentir que existimos, incluso en el dolor. Es este “vacío anhelante” el que nos lleva a jugar, a guerrear, a viajar, al exceso… Pero no son más que búsquedas [existenciales] intensamente vividas, y cuyo principal atractivo reside en la agitación que indefectiblemente conlleva su realización».

    Teniendo esto claro, en consecuencia, cuando califico –y no soy la única– a Nicholas Ray como el gran cineasta romántico de su generación, se entenderá que no lo digo porque narre bonitas y autocomplacientes historias de «chico encuentra chica…», sino por su capacidad de emplear las emociones –y especialmente las dos más arrebatadoras de todas, el amor y el odio– para construir relatos que indagan sobre la compleja posición que ocupamos las personas en relación con nosotros mismos y con quienes nos rodean, con los constructos culturales y familiares que nos definen y coartan y aun con el sentido ulterior de la vida misma. De ahí que la mayoría de sus realizaciones practiquen una peculiar mezcla genérica, merced a la cual, partiendo del film noir, o el wéstern, o el cine bélico, o el histórico, o… devengan en el fondo melodramas sobre la grandeza y la miseria de la condición humana; o mejor dicho, sobre aspectos concretos de la misma. ¿No es Llamad a cualquier puerta (1949) una dolorosa reflexión sobre la responsabilidad colectiva de lo que consideramos «el mal»? ¿O En un lugar solitario (1950) la amarga constatación de nuestra intrínseca incapacidad de vencer la soledad? Por no mencionar Más poderoso que la vida (1956), oscuro descenso a los infiernos del subconsciente, a ese tenebroso doppelgänger que comparte nuestro cuerpo; o Los dientes del diablo (1960), elogio de una forma de vida tan ajena a los valores occidentales que termina por devenir una velada crítica hacia los mismos. De hecho, los ejemplos podrían seguir infinitamente dentro de la carrera del realizador norteamericano, pero, a fin de no extenderme, señalar en suma que este es uno de los principales motivos, junto con su estilo, de una elegancia y precisión pocas veces igualadas, por los que se trata de un autor tan fascinante y, sobre todo, tan moderno.

    Sin saberlo, y si se me permite la boutade –porque creo firmemente que no existe el “proto-” nada–, contenido bajo un aparente clasicismo, Ray esbozaba una mirada posmoderna avant la lettre sobre la narración, al remitir sin complejos al corpus fílmico, tanto anterior como contemporáneo, de su práctica como cineasta, y al hacerlo, asimismo, con la voluntad sutilmente subversiva de distorsionar sus elementos preceptivos en aras de esa libertad romántica mencionada: la que faculta a los artistas para llegar a la inmanencia subyacente de lo aparencial. No es de extrañar, en consecuencia, que los exégetas de la Nouvelle Vague lo idolatraran, hasta el punto de que Jean-Luc Godard llegase a escribir, con motivo del estreno de Victoria amarga (1957): «Había el teatro (Griffith), la poesía (Murnau), la pintura (Rossellini), la danza (Eisenstein), la música (Renoir). Pero desde ahora hay el cine. Y el cine es Nicholas Ray». Como tampoco debe sorprender a nadie familiarizado con la filmografía del director estadounidense que en la obra que nos ocupa haya secuencias tan ajenas al estándar del Hollywood de la época como lo son una frenética persecución a pie rodada cámara en hombro desde el punto de vista del perseguidor, de forma que cuanto vislumbramos confusamente es la espalda del que huye, o un accidente de coche narrado mediante el volteo de la imagen y concluido con el plano desenfocado y oblicuo de lo que se atisba a través de la ventanilla, lo que coloca la mirada del espectador explícitamente en el interior del vehículo siniestrado. Ello prueba, por tanto, que La casa en la sombra no es una excepción en cuanto a esa voz refinadamente transgresora de Ray; es más, es posible que se trate de la película donde más nítidamente se aprecia esa amalgama genérica llevada a cabo con maestría por el autor americano, que en este caso en concreto va depurando paulatinamente el discurso del filme hasta dotarlo de una cualidad abstracta y lírica con el propósito de resaltar núcleo temático del mismo: la fuerza redentora del amor.

    «Nicholas Ray es el gran cineasta romántico de su generación, por su capacidad de emplear las emociones –y especialmente las dos más arrebatadoras de todas, el amor y el odio– para construir relatos que indagan sobre la compleja posición que ocupamos las personas en relación con nosotros mismos y con quienes nos rodean, con los constructos culturales y familiares que nos definen y coartan y aun con el sentido ulterior de la vida misma».


    Para empezar, argumentalmente hablando atesora tres historias que bien podrían haber servido de hilo conductor de tres cintas independientes. Por un lado, tenemos la que atañe al periplo urbano de Jim Wilson (soberbio, como siempre, Robert Ryan), un policía que, a fuerza de relacionarse estrechamente con lo peor de la sociedad, se comporta igual que aquellos a los que combate, por lo que es egoísta, cruel y violento. Por otro, se dibuja someramente la cotidianeidad dentro de una remota comunidad rural, marcada por el aislamiento y la ignorancia; un entorno opresivo pero tan amoral como la naturaleza en el que se inserta, que influye negativamente en algunas personas, bien sea por culpa de una debilidad de carácter innata, como la del joven Danny Malden (Summer Williams), bien por amplificar las pasiones y la sensación de desamparo e injusticia, como le sucede a Walter Brent (Ward Bond). Y, en último lugar, hallamos el drama humano de Mary Malden (Ida Lupino, también espléndida), una mujer enfrentada a la indefensión, dada su condición de persona humilde, huérfana y ciega, y que sin embargo no cede al rencor o a la apatía y está cargada de compasión y bondad; o dicho de otro modo: su invidencia le permite, paradójicamente, ser capaz de trascender las apariencias y comprender que, incluso bajo el acto más inhumano, se esconde algo que a veces dista mucho de la maldad, y que a menudo es un grito de ayuda o de desesperación.

    La primera historia es puro cine negro: la oscura y expresionista fotografía de George E. Diskant, los diálogos cargados de dobles sentidos y cinismo, la exposición de actos violentos y criminales, la omnipresencia de una sexualidad malsana, la masa humana –sea esta lumpen o ciudadano de a pie– que habita la ciudad como un enemigo invisible pero siempre acechante, la soledad ontológica del antiheroico protagonista, etc., son elementos recurrentes en el film noir que aquí hacen acto de presencia en todo su esplendor y, lo que es más encomiable, de una manera tan sucinta como impecable. No en balde, tras unos títulos de crédito dignos de una propuesta pulp –una calle nocturna vista desde el interior de un coche en movimiento–, la primera imagen de la pieza es el plano detalle de una pistola. Con ello se nos anticipa el espíritu que recorre este segmento inicial del relato, un descenso a los demonios internos de Wilson, prácticamente convertido en todo aquello que dice detestar. Es revelador al respecto que, cuando su amigo policía Pop (Charles Kemper) se queje de dolor de hombro –sabremos luego que producido por una mala postura plantando rosas en el jardín de su casa–, Wilson no vacile en asumir que su lesión se deba a haber zurrado con demasiada fuerza a un tipo. A lo que se añade el juicio de su otro compañero de patrulla, Pete (Anthony Ross), al ver cómo ha utilizado canallescamente a una mujer: «A ti no te importa nada la gente, ¿verdad?».

    En cuanto a la segunda línea argumental de La casa en la sombra, lo más fácil habría sido caer en la tentación de establecer la tradicional dualidad de positivo/negativo entre la ciudad y el campo, que consiste en insistir en la alienación e incomunicación de la primera y en el sentido de vida auténtica y de comunidad del segundo, como se aprecia, por ejemplo, en clásicos del género como El último refugio (1941) de Raoul Walsh o La jungla de asfalto (1950) de John Huston. Aunque no hay duda de que Jim, parafraseando a Mary, se siente más solo al estar siempre rodeado de gente, lo cierto es que la visión que se ofrece de la población de Westham no tiene nada de idílica ni de bucólica. Por el contrario, estamos ante un agreste paisaje de carreteras resbaladizas, pedregales escarpados, bosques helados y valles y sembrados cubiertos de nieve, donde, además, la distancia entre las casas –y, por tanto, entre las personas que las habitan– es considerable, de forma que la soledad también hace acto de presencia aquí, aunque tenga una inflexión más espiritual que sociológica, de lucha trascendente contra los elementos y no contra las bajas pulsiones propias o de nuestros semejantes. De ahí que resulte doblemente chocante que, en ese contexto, lo primero con lo que se encuentre Jim es con una despiadada cacería humana que lidera el personaje más obsesivamente implacable de todos, Brent. Bien es verdad que tiene excusa para su monomanía (han asesinado a su hija), pero su comportamiento es tan agresivo, tan encarnizado, que se vuelve una versión oscura del propio Wilson, quien por su parte a punto está de dejarse arrastrar por su locura vengativa, véase el momento en el que, igual que el asesino, roban –«requisan»– otro coche ante las protestas de sus dueños. No obstante, las palabras de extrañeza de ese padre cegado por las ansias de venganza, que no entiende por qué ese policía foráneo afirma que le interesa tanto como a él capturar al fugado, cuando no es su hija la que ha muerto, hacen reflexionar a Jim y le permiten ir distanciándose cada vez más de ese yo inferior (seguimos con Novalis). Ello explica, por otra parte, que el asesino sea un pobre enfermo mental, para más señas con los rasgos nobles y aniñados de un adolescente, con lo que ese detective al borde de la misantropía, extraído de su medio será capaz de ver cómo el odio nubla la percepción de las personas e invierte los roles de víctima y verdugo.

    «Había el teatro (Griffith), la poesía (Murnau), la pintura (Rossellini), la danza (Eisenstein), la música (Renoir). Pero desde ahora hay el cine. Y el cine es Nicholas Ray». (Jean-Luc Godard)


    Finalmente, la tercera historia dota a La casa en la sombra de una cualidad emotiva y poética difícil de explicar con palabras. El porte humilde y a la vez mayestático de Mary; el temor de perder lo único que le queda –su hermano– tras haberlo perdido ya prácticamente todo –sus padres, su vista–; el valor con el que, pese a todo, se enfrenta a los dos desconocidos que acuden a su puerta; su grandeza de carácter al comprender tanto a Brent –que está tratando de asesinar a su hermano– como a Jim –en apariencia un distante policía que solamente piensa en resolver un caso–; la sagacidad con la que detecta la humanidad escondida de Wilson y la honestidad con la que apela a ella; el estoicismo con el que se despide del cadáver de Danny –un bellísimo plano desde abajo, en el que la profundidad de campo establece un contraste entre la solemnidad del momento y la vida que, impertérrita, sigue fuera de la vivienda–… todo ello condensa en el personaje interpretado por Lupino las mejores cualidades de las que es capaz de hacer gala la humanidad, sin que por ello sea un ser angelical, pues miente y manipula y siente miedo y rabia. Pero es obvio que Mary, atrapada por sus complicadas circunstancias vitales, ha aprendido a afrontar los reveses de la vida con la única arma que tiene: la empatía. Así, al preguntarle a Jim cómo es ser policía, este responde lacónicamente que «termina uno por no confiar en nadie», a lo que ella replica, de manera completamente inesperada: «Es usted afortunado. Puede no confiar en nadie. Yo, en cambio, no tengo más remedio que confiar en todo el mundo».

    Según lo expuesto, gran parte de la fuerza de La casa en la sombra radica en una serie de contrastes que se establecen en el plano argumental y visual. El primero de todos, y a buen seguro el más evidente, es el que atañe a los dos principales protagonistas. Así, Jim es una versión bastante más siniestra de los prototípicos investigadores del género negro; y es que, si bien comparte con ellos una descreída visión de la humanidad que raya en el nihilismo, carece de un perdido sustrato idealista, y el único background psicológico que conoceremos de él es el hecho de que se vio apartado de su verdadera pasión, el rugby, por lo que trabajar de policía no es nada vocacional. Asimismo, en la casi fantasmagórica escena, de tan expresionista como es (imagen en claroscuros, brusco contrapicado, dislocación del eje de la cámara…), del apalizamiento de Bernie Tucker (Richard Irving), le veremos disfrutar oscura y sádicamente de infligir dolor a otra persona, mientras que resulta obvio que asocia el sexo a la violenta dominación de las mujeres, como lo prueba su fugaz encuentro con Myrna Bowers (Cleo Moore) o, de manera incluso más reveladora, la excitación que le produce advertir que Mary –por quien se ha sentido inmediatamente atraído– le está mintiendo. Ello contrasta con su reacción, como la de un niño al que acaban de castigar, cuando Hazel (Joan Taylor), vieja conocida con la que coquetea recurrentemente, se ríe ante la idea siquiera de salir con un policía. No es casualidad que esté convencido, en sus propias palabras, de que «los polis no le gustan a nadie», y que, lógicamente, un sentimiento de injusticia y rencor se apodere de su ánimo. Por lo que respecta a la protagonista femenina, Mary a priori parecería encajar en el prototipo «maternal», esto es, de buena y bella damisela en apuros, a la espera de ser rescatada por el héroe para poder, así, cumplir su destino de esposa, madre y ama de casa: pero nada más lejos de la realidad. Gracias en buena medida a los rasgos y la presencia de Ida Lupino –quien incluso llegaría a rodar escenas de la película–, la configuración psicológica de Mary va más allá de la típica oposición Eva/Ave. Ello ya queda claro en la espectacular presentación que se hace del personaje, a través de un falso –como no tardaremos en saber– plano subjetivo, en el que solamente oiremos su voz y veremos lo que ella «ve» (los rostros de Ryan y Bond). Con ello, Mary se convierte en el gran enigma a descifrar de la historia, en vez de la trama de asesinato, por lo demás muy simple y despojada de giros sorpresivos. ¿Por qué es esa mujer menuda y callada el misterio central del filme? Pues es muy sencillo: porque resulta un misterio para Jim, que había llegado al convencimiento de que las personas como ella no existían. Y es que, a pesar de compartir con la mayoría de féminas con las que se ha relacionado el ser bella y mentirosa, está ciega –y es la primera persona ciega que Jim conoce–, vive de manera autosuficiente, es valiente, serena y firme, cuida de alguien más desvalido que ella y odia depender de la compasión ajena. En realidad, su aparente minusvalía no es tal en comparación a la sequedad de corazón que aqueja a Jim; Mary fue una vez vidente pero, al perder la facultad de ver por culpa de una enfermedad, su mundo se transformó, e irónicamente, la reducción de su perspectiva física implicó un aumento de su perspectiva mental, de su capacidad de ahondar en el alma ajena. Solamente prestando atención a lo que dice y hace –y a lo que calla y no hace– Jim, pronto dibuja un acertado retrato de su temperamento. No en vano, será Mary quien, en un giro feminista bastante inédito en el Hollywood de la época, rechace la ayuda del protagonista y acabe de esta manera salvándolo a él, y no a la inversa. El bellísimo momento de su reencuentro, centrado en el plano detalle de sus manos iluminadas y buscándose a tientas –igual que el amor es una fuerza que nos guía en medio de las oscuras miserias de la vida– está tomado de tal forma que recuerda a «La creación de Adán» (1511) de Miguel Ángel, con Mary ejerciendo el papel de Dios.


    «El filme llega a tal grado de minimalismo y abstracción que recuerda a los paisajes de invierno de las pinturas de Pieter Bruegel El Viejo, especialmente a Cazadores en la nieve (1556), dadas las concomitancias temáticas que guarda con este cuadro».


    Conviene aquí hacer un alto para precisar que otra de las características de la filmografía de Ray es que sus personajes femeninos, lejos de ser figuras por excelencia de la otredad, son a menudo las verdaderas protagonistas del relato; mujeres fuertes, maduras e inteligentes, nada subyugadas a los hombres, como la mítica Viena (Joan Crawford) de Johnny Guitar (1954) o la descreída Vicki Gaye (Cyd Charisse) de Chicago, años 30 (1958). Como miembro de un colectivo tantas veces reducido a estereotipos, cuando no a las fantasías onanistas de muchos o a la soterrada misoginia de otros pocos, y que en el mejor de los casos suele ser retratado con benevolencia o incluso admiración desde una mirada ajena y, por tanto, en el fondo paternalista y condescendiente, que en el Hollywood dorado nos hallemos con modelos femeninos de la talla de los citados, me confirma algo que siempre he creído: que el auténtico creador romántico, con independencia de su sexo o su género, sabe que el verdadero amor solamente se puede producir entre iguales.

    Aprovechemos la pausa para hacer aquí otro inciso y señalar cómo la biografía de Nicholas Ray, al igual que las de otros tantos autores románticos (Shelly, Byron, Keats, Larra…), fue azarosa y más bien desafortunada. Me remito a las palabras que John Houseman, productor de La casa en la sombra, le dedicaría en sus memorias:

    «[…] en su vida personal fue víctima de impulsos irresistibles que, finalmente, dejaron su carrera y sus relaciones personales en ruinas. Criado durante la Gran Depresión […], se le había enseñado a considerar las penurias y la pobreza como una virtud, y la riqueza y el poder como algo malo. Cuando le llegó el éxito de esa forma repentina y abrumadora propia de Hollywood, se encontró, casi de la noche a la mañana, viviendo entre los ricos y poderosos con unos ingresos de seis cifras, lo que le produjo un desgarrador sentimiento de culpa, por lo que su obsesión compulsiva e idiota por el juego pudo haber sido un modo neurótico de expiación».

    Ludopatía a la que también habría que sumar el alcoholismo, la drogadicción y los problemas sentimentales amplificados a la enésima potencia por sus brotes depresivos, su condición de bisexual y su temperamento inestable y volcánico, todos ellos factores que, junto con su ideología de izquierdas, terminaron por minar su salud y condenarlo al ostracismo dentro de la industria. Casi parece que estemos hablando de Dixon Steele, Jim Stark, Jeff McCloud, Ed Avery, el capitán Leith… o del propio Jim Wilson; y es que muchos de los protagonistas masculinos de Ray no dejan de ser trasuntos estilizados de sí mismo.

    Volviendo, en cualquier caso, a La casa en la sombra, si bien, como se ha visto, desde un punto de vista existencial, ciudad y pueblo no se hayan tan alejados como podría creerse, en cambio sí son retratados de dos modos completamente opuestos, ya que es el paso de un ambiente al otro lo que cambiará la actitud de Wilson, es decir, lo que paradójicamente –por ser de la mano de una ciega– le «abrirá los ojos». Así, en la inidentificada metrópolis en la que vive Jim, las imágenes destacan por los tonos grises, la oscuridad y los expresionistas claroscuros, mientras que la población a la que viaja ese policía desencantado para colaborar en una investigación de asesinato viene siempre marcada por la inmensidad y la rudeza del paisaje, especialmente la desnudez, casi molesta por la idea de inmensidad que encarna, de la nieve. Igualmente, el montaje de Roland Gross establece una relación antitética entre ambas zonas; de esta guisa, en la ciudad todo es precipitación, movimiento, ruido, por lo que predomina una transición abrupta y corta entre los planos, por otro lado tendentes a retratar espacios saturados de objetos y/o de personas; pienso, por ejemplo, en el que recoge la marcha de Pop de la patrulla, repleto hasta el milímetro por las luces de neón, su reflejo en el coche, el coche mismo –que divide diagonalmente el encuadre– y los tres personajes que lo pueblan. En el campo, por el contrario, el tempo del relato se dilata, los encuadres tienden al estatismo y abundan los planos generales en cuyo interior los personajes ocupan una posición secundaria en relación con el cielo hibernal, el bosque y las llanuras nevadas, mientras que la blancura de la nieve, la quietud y la soledad enmarcan un paisaje inhóspito en el que la vida humana no florece con facilidad. En realidad, se llega a tal grado de minimalismo y abstracción que recuerda a los paisajes de invierno de las pinturas de Pieter Bruegel El Viejo, especialmente a Cazadores en la nieve (1556), dadas las concomitancias temáticas que guarda con este cuadro; aunque también es fácil rastrear la influencia de la esencialidad espacial de Frank Lloyd Wright, de quien Nicholas Ray fue alumno y aprendiz cuando estudió arquitectura. La delectación en la belleza sobrecogedora e inhumana del entorno hace que la parte que transcurre íntegramente en la ciudad condense varios días de la intriga en treinta minutos, mientras que la que tiene lugar en el campo, pese a durar el doble, no llegue a 24 horas. Ello también explica que se produzcan largos intervalos sin apenas diálogo, lo que permite a la partitura de Bernard Herrmann expandirse en toda su plenitud y dotar de un hálito dramático y misterioso a las imágenes.


    «La casa en la sombra atesora una serie de subtextos visuales que no solo perfilan a los personajes, sino que también marcan el desarrollo de los hechos; pensemos que no solamente es Mary la reflejada por su vivienda, sino que también el minúsculo y estéril apartamento de Wilson traduce a su dueño, ya que la única impronta personal que hay en su interior son los trofeos de rugby y las fotografías que se acumulan sobre un chifonier: el pasado es lo único que vincula al personaje con su humanidad».


    En medio de ambos extremos (oscuridad, precipitación y superpoblación de la metrópolis, y luz, lentitud y aislamiento del pueblo), se halla un espacio realmente único: la casa de Mary. La increíble puesta en escena de Ralph Berger, Albert S. D'Agostino, Harley Miller y Darrell Silver, junto con la exquisita realización de Ray, dotan a esta vivienda de un aire acogedor y delicado, a la vez telúrico y etéreo, donde la decoración es una mezcla de naturaleza (el árbol tallado que sirve de asidero a Mary, las hojas de la enredadera), de calidez hogareña (la chimenea, las sillas forradas) y de creatividad (el busto de cerámica sobre la mesita, el móvil de techo encima de la puerta, el cuadro de la pared). No en balde, Jim y Brent descubren la vivienda de la mujer tras sufrir un accidente y salir a pie, desorientados, del bosque, cual si se tratara de la escondida y mágica casa típica de los cuentos de hadas. Además, se ubica en medio de la nada, erguida en solitario sobre un valle nevado, totalmente a oscuras salvo por una luz que brilla en una de sus ventanas, con la carga simbólica que tal detalle atesora de guía en la penumbra, de destino tras un largo vagar: de regreso al hogar. La excepcionalidad de esta construcción es lo que propicia, de hecho, el cambio del potente y metafórico título original, «En un terreno peligroso» (referido tanto a la decadencia moral del protagonista como al duro paisaje de Westham), por La casa en la sombra. Aunque no puedo alabar traducciones libres de este tipo, esto es, no causadas por la imposibilidad de una versión literal fiel, sin embargo es revelador que se ponga el foco en la vivienda de Mary, puesto que es al traspasar el umbral de la misma cuando entramos, en compañía de Jim, en un mundo nuevo: el mundo del perdón, de la redención, de la generosidad, del amor. En unos pocos minutos, las antítesis blanco/negro, pureza/corrupción, luz/oscuridad se exponen con sutileza e inteligencia ante el público. El techo bajo el que vive Mary está tan sumido en las tinieblas como sus ojos y, sin embargo, tiene linternas y candiles desperdigados a lo largo de las estancias (no olvida las necesidades ajenas), mientras que el fuego de la chimenea es un perpetuo punto de luz. Por eso, pese a su tenebrismo, ni ella ni su casa poseen rasgo alguno tétrico o amenazador; es más, la mera presencia de la mujer se convierte en un faro, primero, para Dann y, después, para Jim (al fin y al cabo, dos «enfermos» de diferente clase). Es sintomático, por consiguiente, que esa casa estructurada hasta el más mínimo detalle (para facilitar la movilidad de Mary) se vea alterada y desordenada por la presencia de Wilson. Porque el microcosmos en el que habita la joven es un correlato de su persona. Y en puridad, aunque ella haya aceptado su soledad, dado que es el único modo que tiene de poder seguir viviendo independientemente (no es el resultado de odiarse a sí mismo y a los que le rodean como le acontece a Wilson), Mary también anhela afecto y compañía, es decir, a alguien que la vea como algo más que una pobre ciega; y ese alguien será, por supuesto, Jim.

    En esta línea, La casa en la sombra atesora una serie de subtextos visuales que no solo perfilan a los personajes, sino que también marcan el desarrollo de los hechos; pensemos que no solamente es Mary la reflejada por su vivienda, sino que también el minúsculo y estéril apartamento de Wilson traduce a su dueño, ya que la única impronta personal que hay en su interior son los trofeos de rugby y las fotografías que se acumulan sobre un chifonier: el pasado es lo único que vincula al personaje con su humanidad. En el presente, lo que el protagonista hace, de manera recurrente, aparte de hablar con soplones o dar palizas a maleantes, es ir en coche: ya sea en el del trabajo, en el suyo propio o en la camioneta de Brent. La alegoría de transitoriedad, de deambular errante en búsqueda de una meta final en la que detenerse, es más que evidente, sobre todo si tenemos en cuenta que a menudo no está él al volante, puesto que son las circunstancias, y no su propia voluntad, lo que le ha conducido a ese estado de perpetua precariedad. La risa breve e irónica que emite el detective de policía cuando Brent le comenta que, para hacer un trabajo como el suyo en la gran ciudad, seguramente ha de ser un hombre muy duro, condesa la absurdidad de su existencia; y es que Jim sabe que no es la fortaleza, sino la amargura, lo que le ha conducido a ese estado de insensibilidad que lo hace tan buen investigador. No es baladí que el protagonista recupere su fe en la humanidad –y, lo que es más importante, en sí mismo– tras pasar por un proceso de «purificación», al interactuar con dos personas movidas por los dos extremos del espectro de la pasión: Brent y Mary. La presencia de la nieve, que, según Miguel de Unamuno, «borra esquinas y borra sombras, pues hasta de noche la nieve alumbra», tan solo es un símbolo de dicha transformación del héroe, que reconecta con su lado espiritual (v. gr. la alta montaña, el valle nevado, la omnipresencia del cielo…) y descubre que todavía puede ofrecer algo sincero al mundo, tal y como le había aconsejado acaloradamente Pop a fin de lidiar con uno de sus estallidos de rabia y violencia: «Para sacar algo de esta vida hay que poner algo en ella desde el corazón».


    «La belleza de lo ausente, la vastedad de lo trascendental, se impone a lo largo del metraje, precisamente, por esta voluntad de hacernos mirar con los ojos de Mary, de «ver por dentro»; en definitiva, de hacernos creer, sin ingenuidad, sin trucos forzados, en el siempre renovado e inagotable milagro del amor».


    En resumidas cuentas, La casa en la sombra es una conmovedora historia de redención, rebozada parcialmente con los ropajes de una película de cine negro, pero que pronto abandona dicha estética para sumirse en un universo de mínimos, deconstruido; y no empleo este término aleatoriamente, ya que la carretera que conduce al protagonista a un viaje espacial pero también anímico se halla en construcción, y es una excavadora la que parece apartar a Wilson de la «civilización» de la que procedía. En semejante contexto, lo abstracto, lo inmaterial, lo absoluto –lo metafísico– es empleado en pos del sentido ulterior de la existencia, que no es nada más, y nada menos, que amar y ser amado. De esta suerte, el atormentado protagonista de la cinta –un hombre intenso y sensible, cuya hondura emocional resulta compleja en el mundo mezquino en el que vive y lo está condenando a precipitarse al vacío– recoge el testigo de los héroes románticos fatalmente enfrentados con su realidad por motivos diversos, y por ello obligados a aislarse de ella, a suicidarse o a atacarla frontalmente. Si como nos recuerda Goethe en su Fausto, «un hombre ve en el mundo lo que lleva en su corazón», el de Jim está lleno de sueños rotos, de rabia y repulsión, de soledad. Parece inevitable, pues, que, al conocer a otra persona tan solitaria como él en una sociedad tan gregaria como la norteamericana, sienta curiosidad hacia ella (o como dice Mary: «las personas solitarias suelen preguntarse por la soledad»). El aislamiento de la mujer responde, empero, a razones diferentes, impuesto como se halla por los prejuicios y el desconocimiento de su condición en ese tiempo y en ese lugar, ya que, en el fondo, como el Jorge Arial de «Cambio de luz» en El Señor y lo demás son cuentos (1893) de Leopoldo Alas «Clarín», más que otorgarle una deficiencia, su ceguera lo que le ha dado es otra perspectiva, no por marginal menos auténtica. Contrariamente, su punto de (no) vista, libre de engañosas impresiones visuales, es más profundo, más completo. Mary ha experimentado un cambio de luz que, por ósmosis amatoria, pronto experimentará Jim. «Cuando volvió en sí, se sintió en su lecho. Le rodeaban su mujer, sus hijos, su médico. No los veía; no veía nada. Faltaba el tormento mayor; tendría que decirles: no veo», describe Clarín el momento en el que Jorge pierde para siempre la visión. Y continúa: «Pero ya tenía valor para todo […]. Antes que la pena de contar su desgracia a los suyos sintió la ternura infinita de la piedad cierta, segura, tranquila, sosegada, agradecida. Lloró sin duelo […]. “¿Cómo decirles que no veo... si en rigor sí veo? Veo de otra manera; veo las cosas por dentro; veo la verdad; veo el amor. Ellos sí que no me verán a mí...” […] Más valía dejar al tiempo el trabajo de persuadir […] a aquella madre, a aquellos hijos, de que el amo de la casa no padecería tanto como ellos pensaban por haber perdido la luz; porque había descubierto otra. Ahora veía por dentro.». La belleza de lo ausente, la vastedad de lo trascendental, se impone a lo largo del metraje, precisamente, por esta voluntad de hacernos mirar con los ojos de Mary, de «ver por dentro»; en definitiva, de hacernos creer, sin ingenuidad, sin trucos forzados, en el siempre renovado e inagotable milagro del amor.

    Sexta entrega de esta antología dedicada a grandes clásicos del cine apoyada y patrocinada por BenQ, empresa líder en el sector audiovisual, informático y de comunicaciones.


    Elisenda N. Frisach
    © Revista EAM / Barcelona


    Bibliografía
    ▪ Alas, Leopoldo. «Cambio de luz» de El señor y lo demás son cuentos, Ed. Alianza, 2011.
    ▪ Novalis. «Fragmentos l: Sobre el poeta y la poesía» en Escritos escogidos, Ed. Visor, 1984.
    ▪ Rosembaun, Jonathan. «Looking for Nick Ray», en www.jonathanrosenbaum.net, junio de 2018.
    ▪ Thompson, David. «The poet of nightfall», The guardian, versión digital, diciembre de 2003.
    ▪ Unamuno, Miguel. San Manuel Bueno, mártir. Ed. Cátedra, 1996.

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