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    Cine Alemán Siglo XXI

    Excalibur (1981)

    «Tú serás la tierra, y la tierra serás tú»

    Cineclub powered by BenQ: Excalibur, de John Boorman.

    Reino Unido, 1981. 140 minutos. Título original: Excalibur. Director: John Boorman. Guion: Rospo Pallenberg y John Boorman, basado en el libro de Thomas Malory. Fotografía: Alex Thomson. Música: Trevor Jones. Productores: Edgar F. Gross, John Boorman, Michael Dryhurst y Robert A. Eisenstein. Diseño de producción: Anthony Pratt. Dirección artística: Tim Hutchinson. Edición: John Merritt. Intérpretes: Nigel Terry, Nicol Williamson, Cherie Lunghi, Nicholas Clay, Helen Mirren, Paul Geoffrey, Gabriel Byrne, Robert Addie, Clive Swift, Niall O'Brien, Corin Redgrave, Keith Buckley, Charley Boorman, Liam Neeson, Patrick Stewart, Ciarán Hinds.

    No es ningún secreto, para cualquier cinéfilo de pro, que el concepto «cine de autor» se gestó en Europa en torno a mediados del siglo XX, para acuñarse definitivamente desde las páginas de la revista Cahiers du Cinéma a manos de un puñado de críticos, algunos de los cuales no tardarían en convertirse en los principales cineastas de la Nouvelle Vague. Tampoco lo es que, a pesar de tratarse de un constructo crítico más o menos extendido, choca frontalmente con la indiscutible evidencia de que, si algo distingue al cine de otras manifestaciones artísticas, es el carácter coral del mismo, por lo que a menudo directores cuya producción no resiste un análisis minucioso bajo la lupa de la teoría d’auteur, sin embargo rubrican algunos de los clásicos del séptimo arte. Críticos y guionistas como Georges Sadoul o David Kipen han cuestionado desde diversos ángulos la perspectiva cahierista, incidiendo tanto en el carácter colaborativo de la creación de películas como en la importancia del fundamento de partida (muy a menudo, un libro), sin olvidar la reveladora circunstancia de que la política de los estudios en absoluto implica la visión unitaria y predominante de un individuo en el momento de llevar a cabo una pieza cinematográfica, lo que no es óbice para que de ellos hayan salido muchas obras maestras. Pauline Kael incluso llegó a sacudir los pilares sobre los que se asienta el autorismo: «La primera premisa de la teoría del autor es la competencia técnica de un director como criterio de valor. […] Pero este lugar común, aunque suena razonable y básico, se trata de una premisa inestable: a veces los mejores artistas de un medio transgreden o violan la competencia técnica más elemental del mismo, lo que resulta imprescindible para reinventarlo. Un artista que no sea un buen técnico puede crear nuevos estándares, porque los estándares de competencia técnica se basan en comparaciones con el trabajo ya realizado anteriormente. […] La segunda premisa de la teoría del autor es la personalidad reconocible del director como criterio de valor. El olor de una mofeta es más reconocible que el perfume de una rosa. ¿Eso lo hace mejor? […] A menudo, las obras en las que somos más conscientes de la personalidad del director son sus peores trabajos […]. Cuando un director famoso hace una buena película, vemos la película, no pensamos en la personalidad del director; pero cuando es un horror, notamos sus toques familiares porque no hay mucho más que ver. Es un insulto para un artista juzgar al mismo nivel sus obras deficientes y sus obras buenas [...]. La tercera y última premisa de la teoría del autor se refiere al significado interior, a la gloria última del cine en tanto arte. El significado interior se extrapola de la tensión entre la personalidad de un director y su material. El “significado interior” parece ser eso que saben los que saben. Es una mística y un error. […] Un melodrama vulgar con un ritmo acelerado puede ser mucho más emocionante –y más honesto, por cierto– que débiles y pretenciosos intentos de drama».

    Sea como fuere, atribuir el mérito –o el demérito– de una película a su realizador tiene sentido cuando se trata de figuras que ejercen un férreo control sobre el trabajo de todos los implicados en el proyecto, de forma que, más que supervisar su tarea para asegurarse de su adecuación a unos estándares, se inmiscuyen sistemáticamente en la misma, hasta el extremo de modificar cualquier nota que les parezca mínimamente discordante con su concepción personal de cuál ha de ser el resultado último (el emblemático caso de Stanley Kubrick). Pero cuando hablamos de directores más o menos integrados en la creación industrial, quienes a menudo, o bien se limitan a implementar ideas ajenas, o bien han de aceptar la imposición de determinadas temáticas o de determinados colaboradores en algunos de los cometidos específicos, el cómputo global del filme depende en muchos casos de factores que poco o nada tienen que ver con su actuación individual. La incomodidad que para los defensores de la autoría del director suponen aquellas grandes cintas que han sido hechas bajo la batuta de alguien que no actúa como un artista, es decir, que no emplea el cine como un medio en el que verter sus recurrentes inquietudes intelectuales, sociales, existenciales y/o espirituales, hizo surgir una nueva etiqueta para distinguir del «autor de verdad» y del «funcionario que dirige» a quienes poseen no solo técnica y dominio del oficio, sino amor y respeto hacia el mismo, y, en un momento dado, con la alineación óptima con productores, actores, directores de las instancias artísticas, etc., son capaces de legar auténticas joyas a la posteridad, con independencia de que sean muy dispares entre ellas, e incluso de que se traten de casos aislados dentro de su carrera. Me refiero, por supuesto, al concepto de «artesano». En realidad, muchos de los realizadores del Hollywood dorado pueden responder a semejante etiqueta (Michael Curtiz, Mervyn Le Roy, Victor Flemming…), y no pocos de los más eficientes contemporáneos (Sydney Pollack, Ridley Scott, Ron Howard…), sin olvidar, por supuesto, que, como cualquier otra etiqueta, tiene matices y es muy discutible.


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    «En las creaciones de Boorman hay, de un lado, una tendencia a la explicitud visual y, del otro, subyace una crítica sobre la especie humana y sobre sus complejas relaciones consigo misma y con el entorno en el que vive, de ahí que a menudo sus imágenes basculen entre la exaltación preciosista y el verismo descarnado, como bien demuestran algunos de sus mejores trabajos, léase Deliverance (1972) o La selva esmeralda (1985)».


    Con esta digresión inicial, mi intención ha sido presentar al responsable último de la película que nos ocupa, Excalibur (1981), el británico John Boorman, cuyo nombre, aunque merecidamente nunca figurará en el Olimpo de los mejores directores de la historia del cine, firma un inteligente quehacer que ya quisieran para sí muchos de mayor fama o prestigio. En puridad, la filmografía de Boorman no deja traslucir rasgos autorales que puedan etiquetarlo como tal, pero sí una serie de constantes que dibujan una visión determinada de la existencia y que, por tanto, hacen colisionar los resbaladizos términos de «autor» y «artesano». A grandes rasgos, en sus creaciones hay, de un lado, una tendencia a la explicitud visual y, del otro, subyace una crítica sobre la especie humana y sobre sus complejas relaciones consigo misma y con el entorno en el que vive, de ahí que a menudo sus imágenes basculen entre la exaltación preciosista y el verismo descarnado, como bien demuestran algunos de sus mejores trabajos, léase Deliverance (1972) o La selva esmeralda (1985). Sin embargo, lo que denota la pericia del realizador inglés, y que asimismo impregna su trayectoria de honestidad y solidez, es su capacidad de darle al discurso de sus filmes la forma más adecuada en virtud del argumento que narren, por lo que suelen tratarse de producciones en las que el guion tiene una marcada importancia en tanto cimiento sobre el que perfilar el estilo ulterior de la obra. No es un despropósito, por consiguiente, calificar a Boorman de «cuentacuentos», en el sentido de que ejerce el rol de transmisor, con la máxima excelencia posible, de un relato concreto a una audiencia concreta; algo que implica, pues, no perder nunca de vista al público, dado que es vital saberlo seducir, en primera instancia a través del elemento emocional, para, a partir del mismo, producir sobre él una serie de «efectos secundarios» de mayor calado. Lo que también explicaría, por otra parte, su incursión en el género fantástico. O en las palabras mucho más reveladoras de Tzvetan Todorov, aplicadas al relato literario pero fáciles de extrapolar al fílmico: «Existe una curiosa coincidencia entre los autores que cultivan lo sobrenatural y aquellos que, en la obra, conceden especial importancia al desarrollo de la acción, o, si se prefiere, que tratan, en primer término, de relatar historias. El cuento de hadas nos da la forma primera, y también la más estable del relato: ahora bien, es precisamente en ese cuento donde se encuentran ante todo elementos sobrenaturales. La Odisea, el Decamerón, Don Quijote poseen, en grados diferentes, por cierto, elementos maravillosos; son, al mismo tiempo, los mayores relatos del pasado. En la época moderna, la situación no ha variado: los que escriben cuentos fantásticos son los narradores».

    Excalibur es, en esta línea, el ejemplo perfecto tanto de los dotes de storyteller de Boorman como emblema del carácter de creación omnímoda y total del séptimo arte; y es que, dado el perfecto acoplamiento metafórico de cada una de sus instancias discursivas, se trata, no solo de la mejor adaptación fílmica del ciclo artúrico realizada hasta la fecha, sino de una de las mejores películas de fantasía épica de la historia junto con la trilogía de El señor de los anillos (2001-2003) de Peter Jackson. Para empezar, contamos con un cimiento narrativo muy bien articulado, el guion de Rospo Pallenberg y el propio Boorman, que se inspira en el libro La muerte de Arturo (1485) de Thomas Malory. Siendo esta obra en sí misma una especie de compendio ordenado y resumido del enrevesado y abundante corpus literario que ya existía en la fecha de su publicación sobre el rey Arturo y sus caballeros, tomarla como punto de partida no pudo haber sido más inteligente de cara a contar con un armazón narrativo coherente sobre la que construir la cinta. Si a ello le añadimos que el estilo de Malory es dinámico y sucinto, y da más importancia a los actos y a los diálogos que a la descripción de ambientes, resulta un material idóneo para ser traducido cinematográficamente. Además, gracias a dicha circunstancia, Pallenberg y Boorman pudieron omitir, transformar y fundir cuanto les interesaba del original, destinando al ámbito de lo que «realmente» pertenece al cine –el de las imágenes– la creación de atmósferas. Y si bien resulta mucho más placentero para el lector moderno leer los versos, repletos de belleza, tensión, misterio y sensualidad, de Chrétien de Troyes, que las páginas casi acumulativas de Malory, el tempo sostenido y prácticamente sinfónico de Excalibur responde al carácter ameno y fluido de La muerte de Arturo; aunque, sin duda, la factura visual de la propuesta se halle enriquecida con la imaginería de las aproximaciones posteriores al mito: W. B. Yeats, William Morris, John Berryman…

    En este sentido, uno de los más grandes aciertos de la película es la espléndida fotografía de Alex Thomson, responsable asimismo de la de filmes tan «vistosos» como Legend (1985) de Ridley Scott o Hamlet (1996) de Kenneth Branagh. No es solo que dicha fotografía resulte muy bella y llamativa debido a su alta saturación –que evoca la colorista paleta y el sensualismo lánguido y primario de los cuadros prerrafaelitas, tan afectos a la saga artúrica–, sino que su escala cromática actúa con un valor claramente simbólico. Por eso, cuatro son las tonalidades básicas que predominan a lo largo de todo el metraje: las ocres, las verdes, las plateadas y las doradas. De buenas a primeras, entre estos cuatro colores hay una clara división en dos: al reino natural responden verdes y ocres, y al mundo humano, los obtenidos a través de la forja. Por otro lado, la plata se asocia a la orden de caballería y a sus valores: plateadas son las armaduras de los caballeros y sus espadas, mientras que Camelot es representado como un rutilante castillo de torres argénteas en lo alto de una colina. En cambio, el oro simboliza el poder y el lujo: las joyas de las damas de la corte, el distintivo real de Arturo, las copas de la mesa redonda, las estatuas que adornan las estancias… Todo es de oro. No es casualidad, pues, que la armadura de Mordred (Robert Addie), indigno vástago de su progenitor, sea la única dorada a lo largo de la trama, ya que su reivindicación no atañe a nada más que al del poder del trono. En cuanto al cromatismo vinculado con la naturaleza, los ocres corresponden al lado salvaje de la misma, a la lucha y a la guerra (al elemento ígneo), mientras que los verdes a su lado creador, maternal (a los elementos agua y tierra). De ahí que el plano de abertura de la película sea un suave contrapicado en el que las negras siluetas de unos jinetes se recortan sobre un brillante fondo marrón claro, en clara alusión a la larga batalla que vienen combatiendo. En cambio, la presencia de la Dama del Lago (Hilary Joyalle), que trae Excalibur –la esperanza– a los mortales, siempre es anunciada con una intensa irisación esmeralda. En realidad, tanto un color como el otro devienen, a la postre, la manera en la que se insinúa el anima mundi, esto es, el Dragón al que Arturo debe enfrentarse, pero también abrazar, «domesticar», si desea convertirse en un buen rey. ¿De qué color son, sino, las llamas que salen de sus fauces? ¿Y el de sus escamas? ¿No dice Merlín (Nicol Williamson) que «el dragón está en todas partes, lo es todo; sus escamas relucen en las cortezas de los árboles, su rugido se oye en el viento»? ¿Y no deduce un joven y avispado Arturo (Nigel Terry) que «Excalibur también forma parte del Dragón»? No es de extrañar, por tanto, que en los momentos más insospechados, a las horas más intempestivas, brillos verdosos aparezcan inopinadamente, en claro recuerdo de esa presencia eterna –como la esperanza– que anida en el seno de la tierra.


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    «El filme no pretende ser en ningún momento una reconstrucción historicista fiel de las raíces ancestrales de la leyenda de Arturo, sino que se trata de un relato de épica fantástica, perfectamente podría haber dibujado una idealización de la Edad Media similar a la de los relatos del Hollywood clásico –es imposible no citar aquí Los caballeros del rey Arturo (1953) de Richard Thorpe–; pero la realidad de Excalibur es sucia, miserable y, por momentos, hasta tétrica».


    Con esto, enlazamos con otra de las grandes bazas de la propuesta, como lo es el hecho de que, pese a tratarse de una obra de género fantástico, los efectos especiales nunca adquieren protagonismo. Precisando que estamos ante una superproducción nacida de las cenizas de un proyecto inicial abandonado por falta de presupuesto (justamente, una adaptación de El señor de los anillos de J. R. R. Tolkien), el predominio de la creación de ambiente y de la sugestión convierten el elemento mágico en parte intrínseca e indisociable del propio universo reflejado, de ahí que se manifieste con la misma naturalidad –o con la misma solemnidad– con la que tienen lugar sucesos del orden de lo cotidiano como torneos, cenas, matrimonios o fiestas. Al respecto, aparte del mencionado juego cromático, otro gran recurso que se emplea es el contraste con el fondo de campo, lo que dota de una sensación de irrealidad a aquellos elementos (mayoritariamente, objetos y rostros: una copa, una espada, la cara de Merlín o de Arturo…) colocados en primera línea. Gracias a todo ello, la pieza mantiene un impecable equilibrio entre el realismo y la fantasía, acorde con la mirada de los personajes, imbuida de las supersticiones, tanto paganas como cristianas, propias de una época de ignorancia y oscurantismo.

    Tengamos en cuenta que, puesto que el filme no pretende ser en ningún momento una reconstrucción historicista fiel de las raíces ancestrales de la leyenda de Arturo, sino que se trata de un relato de épica fantástica, perfectamente podría haber dibujado una idealización de la Edad Media similar a la de los relatos del Hollywood clásico –es imposible no citar aquí Los caballeros del rey Arturo (1953) de Richard Thorpe–; pero la realidad de Excalibur es sucia, miserable y, por momentos, hasta tétrica. Los caballeros apenas pueden moverse con sus aparatosas y pesadas armaduras, que a menudo, de tan manchadas, son de un color gris oscuro; los tejidos que llevan las damas son bastos; los enfrentamientos cuerpo a cuerpo no son estilizados ni galantes, sino muy explícitos, marcados como están por la sangre, las desmembraciones, el barro y la podredumbre; los castillos de los guerreros más poderosos son apenas un montón de rocas mal levantadas; las celebraciones, llenas de alcohol, gula y lujuria, animalizan a quienes participan en ellas; más que veneradas amadas, las mujeres son meros objetos sexuales; e incluso el culmen de la sofisticación en ese contexto, la corte de Camelot, resulta poco más que una construcción robusta, limpia y de paredes desnudas, bajo cuyo techo bulle la inventiva humana. Semejante recreación, más cercana a cómo debió de ser el período feudal en realidad (y recordemos que los hechos «históricos» de Arturo son previos a dicha época de la historia occidental), a priori parecería contraproducente de cara a insertar el elemento irreal en el discurso, pero sucede exactamente lo contrario. Y es que también la magia que Merlín y Morgana (Hellen Mirren) llevan a cabo se manifiesta de forma primitiva y rústica: niebla, relámpagos, hielo, serpientes y búhos, fuego… A la práctica, el apartado de F/X emplea sobre todo sobreimpresiones, como lo demuestra la escena en la que se produce el momento más marcadamente sobrenatural –el hallazgo del Santo Grial–, que apenas es descrito como un sueño febril de Percival (Paul Geoffrey). Posiblemente, con la inserción de estas notas realistas –lo que también explicaría el predominio del rodaje en exteriores– dentro de un contexto nada verista, Boorman y los suyos lo que pretendían era recalcar que Excalibur, igual que su material de partida, estaba lejos de ser una fábula de corte infantil o juvenil, algo que, de hecho, el director británico ya había intentado hacer anteriormente –con resultados, más que discretos, surreales– en Zardoz (1974), su lisérgica revisitación de la archifamosa novela de Frank Baum, El mago de Oz. Según lo expuesto, no debe sorprenderle a nadie la importancia que el diseño de producción posee en Excalibur. Para poder conciliar dos opuestos como el prosaísmo realista y el lirismo fantástico, Anthony Pratt, Tim Hutchinson, Bob Ringwood y el resto de responsables del apartado artístico optaron por dotar a la pieza de una leve pátina de amalgama caótica y feísta, por momentos hasta kitsch, que casa a la perfección con esa sociedad decadente que ha olvidado las glorias pasadas venidas del sur; que ya es monoteísta, pero que todavía se aferra a los dioses del bosque; que se encuentra en un estadio, poco civilizado y bastante inculto, de transición y amalgama… En cualquier caso, el conjunto destaca por su buen gusto en el momento de combinar estos elementos y no cae jamás en los delirios camp o gore de realizaciones contemporáneas como Flash Gordon (1980) de Mike Hodges o El señor de las bestias (1982) de Don Coscarelli.



    «La cinta cuenta con una bella partitura original de Trevor Jones, profunda y delicadamente medieval, ya refleje distensión, solemnidad u horror, pero que es relegada casi siempre a momentos incidentales –excepción hecha de la boda real–, ya que las escenas de mayor intensidad emocional quedan en manos de Carl Orff (y el «O Fortuna» de su Carmina Burana) y, sobre todo, de Richard Wagner (a través de extractos de Tristán e Isolda, Parsifal y El ocaso de los dioses)». 


    Pero aún hay más; la interpretación de todo el elenco, nutrido desde los escenarios clásicos británicos, es grandilocuente, exagerada, evidencia a propósito la artificiosidad propia de la declamación teatral. Ello lo justifica la voluntad de darles a los personajes el halo heroico que se merecen dentro de esos parámetros más «adultos». No es casualidad que al actor más conocido en ese momento –Williamson, que en 1979 ya había protagonizado la versión de Otto Preminger de El factor humano de Graham Greene– se le opusiera Helen Mirren, actriz con la que, tras un encontronazo durante un montaje shakesperiano, se profesaban una profunda antipatía. Ambos personifican sendas fuerzas telúricas enfrentadas y, en su lucha por controlar el destino de los hombres, acaban siendo superados por el signo de los tiempos. Como curiosidad, señalar que, en papeles secundarios, contamos con la presencia de intérpretes que después devendrían estrellas: Gabriel Byrne (como padre de Arturo, Uterpandragón), Patrick Stewart (como Leondegrance, padre de Ginebra) y Liam Neeson (como el caballero Galván).

    Por otra parte, especial importancia tiene un montaje alterno y cargado de paralelismos, que pretende redundar, de esta forma, en el hado humano, irremisiblemente marcado por la coincidencia, la repetición y la disgregación. Como muy bien recuerda Merlín, «es la maldición del hombre olvidar». Así, la concepción de Arturo se produce de manera simultánea a la muerte del padre de su hermana, Cornualles (Corin Redgrave), mientras que el adulterio de Ginebra (Cherie Lunghi) y Lanzarote (Nicholas Clay) coincide con el encarcelamiento de Merlín a manos de Morgana. E igual que Igraine (Katrine Boorman) es engañada en su propia morada por Merlín, Arturo lo será por Morgana; además, dos triángulos amorosos pondrán en crisis la estabilidad del reino y dos humildes escuderos –Arturo y Percival– devendrán mucho más casi por casualidad. En última instancia, la manifestación física del Dragón a través del conjuro de la creación, al principio y al final del metraje, parece acotar el carácter ficcional y onírico de la intriga, razón por la cual el inicio, tan abrupto como esa fatiga que arrastran los combatientes, y el elegíaco desenlace, el «fallecimiento» del héroe, se diría que son dejados fuera del elemento fabuloso... Y es que, a la larga, lo único auténticamente real para el ser humano es su propia inexistencia. Por añadidura, el filme cuenta con una serie de elipsis bruscas que, más allá de no alargar una trama que de otra forma podría devenir interminable, sobre todo pretenden recalcar la condición azarosa de la vida. De ahí que, por contraste, los momentos en los que la transición entre las escenas se produce con suavidad o delectación (léase el bello plano nocturno de la fundación de Camelot o la secuencia de la recuperación de Arturo a través del Grial), sobresalen por su condición de instantes relevantes y cruciales, proféticos. Además, el carácter por momentos aparentemente caótico del desarrollo argumental responde, de hecho, a una de las instancias narrativas que más poderosamente llaman la atención del espectador: su acompañamiento musical.

    En efecto: la cinta cuenta con una bella partitura original de Trevor Jones, profunda y delicadamente medieval, ya refleje distensión, solemnidad u horror, pero que es relegada casi siempre a momentos incidentales –excepción hecha de la boda real–, ya que las escenas de mayor intensidad emocional quedan en manos de Carl Orff (y el «O Fortuna» de su Carmina Burana) y, sobre todo, de Richard Wagner (a través de extractos de Tristán e Isolda, Parsifal y El ocaso de los dioses). Y puesto que de transmitir épica se trata… ¿Quién puede usurparle el puesto al maestro de la misma? La presencia del compositor alemán es, en el fondo, una prueba más del carácter explícitamente teatralizado y excesivo de la pieza, dado que la música no se limita a ejercer su sempiterno y socorrido rol de creación de ambientes, sino que también marca el ritmo y el engarce de una trama con protagonismo múltiple (ora Uterpandragón, ora Arturo, ora Percival…) y que no en balde se estructura de una forma muy similar a la de una ópera, con lo que hay una obertura (la concepción de Arturo y la muerte de su padre mientras clava Excalibur en la roca), arias (momentos en los que la acción se estanca y los personajes expresan sus sentimientos con un marcado tono filosófico, por ejemplo las reflexiones de Arturo al recobrar de nuevo las fuerzas), coros (escenas colectivas, sobre todo las de batalla), recitativos (las conversaciones entre Arturo y Merlín, o el bellísimo reencuentro entre el primero y Ginebra), danzas e instantes de celebración sin apenas diálogo, etc.



    «Siendo, al fin y al cabo, nada más y nada menos que una nueva formulación de los mitos ancestrales de la lucha del bien contra el mal, Excalibur, básicamente, modifica estos ingredientes clásicos bajo un prisma contemporáneo, donde, además de haber también cabida para los grises –no en vano, los héroes dudan, tienen miedo e incluso se equivocan amargamente–, se pretende perfilar, más que un apólogo edificante que sirva de modelo moral para el espectador, una experiencia sensorial que produzca el arrebato revelador, la epifanía».


    Otro elemento que destaca de Excalibur, y de nuevo de manera muy evidente, habida cuenta de que va en contra de la lógica más elemental de lo que se entiende por «fantasía heroica», es que los momentos más gloriosos poco o nada tienen que ver con las escenas de combate. Dejando traslucir de esta guisa que la violencia no es especialmente digna de ser exaltada, la épica la encontramos en actos de generosidad y valor, a veces colectivos pero casi siempre individuales, en los que matar se halla fuera de la ecuación: cuando Arturo entrega su arma a su enemigo para que lo nombre caballero; cuando todos juran ante una fogata su eterna alianza; cuando un revigorizado rey vuelve a montar su caballo y la tierra reverdece a su paso… Dado este complejo, y perfectamente ajustado, entramado entre la fotografía, el vestuario, la puesta en escena, la música, etc., el Festival de Cannes premiaría la cinta el año de su estreno a la Mejor Contribución Artística, un galardón que reconocería la calidad de una obra que, desde que fuera proyectada, no solamente no ha concitado unanimidad, sino que suele ser tratada polarizadamente entre la admiración y el rechazo. Siendo, al fin y al cabo, nada más y nada menos que una nueva formulación de los mitos ancestrales de la lucha del bien contra el mal, Excalibur, básicamente, modifica estos ingredientes clásicos bajo un prisma contemporáneo, donde, además de haber también cabida para los grises –no en vano, los héroes dudan, tienen miedo e incluso se equivocan amargamente–, se pretende perfilar, más que un apólogo edificante que sirva de modelo moral para el espectador, una experiencia sensorial que produzca el arrebato revelador, la epifanía.

    Que el deslumbrante paisaje de Bray (al sur de Dublín) sea el gran protagonista de la película ya nos informa de la visión panteísta que atesora la pieza. El hombre, alzado por encima del resto del reino animal, no obstante es incapaz de entender el misterio que anida en el corazón de la naturaleza (el sentido de la vida), con lo que se limita a manipularla y a domeñarla, creyéndose así su amo. Pero de esa forma únicamente se está condenando a la autodestrucción. No es baladí que, ante la pregunta de Arturo sobre en qué consiste ser rey, Merlín le responda: «Tú serás la tierra y la tierra serás tú. Si prosperas, la tierra prosperará; si fracasas, la tierra fracasará». Además, la espada Excalibur deviene quintaesencia de los dotes que hacen de Arturo el elegido para dirigir a los hombres, en tanto único portador posible de la misma (de la esperanza); por eso se rompe cuando el héroe la utiliza de forma mezquina –para ganar inmerecidamente su combate con Lanzarote– y por eso su desaparición marca la enfermedad del monarca y la ruina del reino. Que sea precisamente una enclaustrada Ginebra quien haya guardado durante años Excalibur incide, por otro lado, en las virtudes humanas de Arturo, pues su amor hacia su esposa, aunque lo haya sumido en la desesperación hasta convertirlo en presa fácil de las maquinaciones de Morgana, también es un sueño íntimo que lo anima, una debilidad que lo fortalece. La debacle causada por la traición de Ginebra y Lanzarote se salda, finalmente, con el recordatorio, por parte de un cristológico Percival, del destino superior de Arturo. Y el sangriento «abrazo» entre el rey de Camelot y su hijo, que matará a Mordred y dejará a su padre agonizando bajo un sol de sangre, nos recuerda que la fuerza del amor únicamente es equiparable a la fuerza del odio. O dicho de otro modo: que la esperanza persiste a pesar de que no existan motivos objetivos para ella. Y si la especie humana, obra maestra de la naturaleza, insiste en desgajarse de esta en caída libre hacia el abismo, ¿cómo evitar un destino final que no se augura nada halagüeño? ¿Qué sentido tienen las luchas parricidas y fratricidas por algo tan pírrico como el poder, el apetito sexual o el lujo? ¿Es el mal una fuerza oscura que nace irremisiblemente en el interior de algunos corazones o, más bien, viendo a Morgana y a Mordred, fruto de una nefasta educación? ¿Por qué la culpa nos consume y nos hace olvidarnos de todo lo bueno que hemos hecho, tal como le sucede a Lanzarote? Para sanar realmente a la humanidad enferma –a Arturo herido, a la tierra–, solamente queda esperar el renacer de una sociedad en la que las personas recuperen el sentido elemental de comunidad con el cosmos y vivan según los principios promovidos por la mesa redonda, el principal de los cuales, según Merlín, es la verdad. Un plano final sobrecogedor y casi abstracto, que tanto se parece a una marina de Turner, nos recuerda la marcha de Arturo a Avalón, mientras Excalibur –la esperanza– será devuelta a su origen aguardando la llegada de ese hombre nuevo. O en los bellos versos de Alfred lord Tennyson:

    «Tras ello, rápidamente se levantó Sir Bedevere, y corrió.
    Y, saltando veloz las crestas, bajó
    hasta los lechos de junco y agarró la espada,
    y con gran impulso la lanzó. El alto acero
    relampagueó en el esplendor de la luna,
    centelleando y girando de extremo a extremo,
    cual estandarte que, ondeado en la gélida mañana,
    se viera desde las islas donde, de noche,
    con el estruendo del mar del Norte, el invierno impacta.
    Así brilló y cayó el acero Excalibur:
    Pero antes de que hendiera la superficie, se alzó un brazo.
    Ataviado con un blanco brocado, místico y maravilloso,
    atrapó la espada por la empuñadura, y la blandió
    tres veces, para luego sumergirla bajo el lago.»

    Cuarta entrega de esta antología dedicada a grandes clásicos del cine apoyada y patrocinada por BenQ, empresa líder en el sector audiovisual, informático y de comunicaciones.


    Elisenda N. Frisach
    © Revista EAM / Barcelona


    Bibliografía
    ▪ Castro, Antonio. «La teoría de autor y el cine americano». En la página web miradasdecine.es, 23 de diciembre de 2015.
    ▪ Caughie, John. Theories of Authorship: A Reader, Ed. Routledge, col. “British Film Institute Readers in Film Studies”, 2014.
    ▪ Kael, Pauline. «Circles and Squares», Film Quaterly, vol. 16, núm. 3, abril 1963.
    ▪ Moore, Alec y Wright, Mark. Behind the Sword in the Stone. The Making of ‘Excalibur’: A Documentary, documental distribuido por la PBS, 2013.
    ▪ Todorov, Tzvetan. Introducción a la literatura fantástica, Ed. Premia, 1981.

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