Un rayo de luz se escapa
Crítica ★★★★ de El jardín de Jeannette (Une Vie, Stéphane Brizé, Francia, 2016).
Compete a cierto cine de época orientar al espectador hacia la búsqueda de un punto de vista atemporal que en su conveniente medida tienda a un ceñimiento o enfoque distante, lo más lejos posible del contexto o análisis histórico. Por contra, otras adaptaciones suelen esforzarse en trazar un paisaje colindante, enmudecen el marco de un discurso revolucionario transitorio, olvidando definitivamente el momento o lugar en el que fueron escritas. La mayoría de traslaciones literarias del último tercio del siglo XX, y sobre todo la respuesta en pleno siglo XXI a mismas variables o mismos textos, llegan provistos de un interés enmascarado, aunque el peso de algunas obras o novelas arraigadas a su historia, y por defecto sumidas perpetuamente en su reconocimiento literario, supriman o mutilen entornos y demuden escenarios o líneas de tiempo, están articulando con urgencia e histerismo una simple transmutación: convertir escrituras antiguas en escrituras visualmente más contemporáneas. El naturalismo por ejemplo que se le atribuye a ilustres de las letras francesas como Gustave Flaubert, Emile Zola, Daphne Du Maurier o Guy de Maupassant satisfacen hoy en día idénticas necesidades pictóricas o contemplativas en el cine con nuevas, o no tan nuevas, relecturas de sus obras más famosas. Por este orden, las recientes Madame Bovary (Sophie Barthes, 2016), la inédita en nuestras salas In Secret (Theresa Raquin, Charlie Stratton, 2014) o Mi prima Rachel (Roger Michell, 2107), reverberan, en un calco a los precedentes clásicos, como insinuaciones acartonadas, bonitas, rodadas con gusto, ajenas a una lectura polémica, valiosa de nuestro tiempo. Citamos estas tres películas solo como peldaños de un cine de época actual que lejos de ampliar el sentido y el valor cualitativo de estos grandes textos lo alinean sometido a una narración fílmica porosa, enfocada siempre a una moderada distancia, con el miedo de quebrantarlas o mancillarlas intocables en un ratio cultural todavía teórico. La mujer, motor causa efecto de estos relatos, no se proyecta en la pantalla en derredor de unas imágenes compulsivas, vigentes, reales, haciéndolo extensible a una ficción de rasgos simples y estados muy previsibles. Un cine forjado con la ansiedad de corresponderse o reconocerse en la pulsión o carne de la mujer emancipada, cosida a una época simplemente como termómetro. El espectador maneja imágenes asequibles sin poder interferir lo más mínimo en ellas.
El jardín de Jeannette (Una Vie, Stéphane Brizé, 2016) surge como adaptación de la primera novela de Maupassant en donde somos testigos de la vida de una joven inocente en la Normandía de 1819. El realizador dirime la acción de la historia acometiendo una mirada muy cercana. La primera escena nos muestra la cámara casi a ras de suelo. Brizé insta a filmar en contrapicado integrándose en la tierra y albergando un control telúrico. Este primer movimiento pone al descubierto el rechazo a la contemplación lejana, a mirar un paisaje general, prefiriendo arrollar lentamente con el decálogo parroquial del cine de época. El tránsito o crecimiento de la protagonista se ajusta al artefacto visual en una autoconsciente simbología en la que se hace posible, y hasta visible, el florecimiento. Las semillas que Jeanne siembra junto a su querido padre en el huerto reclaman ese espacio que la propia película prefiere omitir. La vida brota desde dentro, nunca el paisaje o el fondo sirven de distracción a la hora de narrar la cinta. El filme se ciñe a la modernidad, en una puesta en escena austera, acorde con la gestación sobria de los dispositivos inmediatos o del uso de luz natural, asfixiante, lúgubre, y la cámara en mano, estímulos conducidos con destreza a pesar de una agotadora maniobra de esterilización. El jardín de Jeannette acierta en descontextualizar por completo el tiempo o lugar olvidándose del predicamento discursivo. El naturalismo o tropos habituales del cine decimonónico transforman, gracias al cauce expresivo, una historia armoniosa en un objeto narrado con sombras. Al detenernos en el relato intuimos siempre el espacio bucólico y apacible de la campiña francesa y sin embargo participamos activamente de la piel de la protagonista. La cámara nos impide ver una visión global, y todos los planos son planos pegados lo más posible al cuerpo de Jeanne, o a lo sumo planos cortos que muestren solamente la mirada en primerísima persona de la mujer. Brizé reclama ese cuerpo y cierra los encuadres posándose en la piel, descansa en la feminidad de ella, planos casi a la altura del escote para sacar a flote algo uterino e íntimo. Lo delicado proviene de las rimas y diálogos que Brizé establece entre un paisaje de ensueño, eufórico en el pensamiento aún infantil de la mujer, y el tormento de una realidad de pesadilla: un marido infiel que solapa el alma virtuosa de Jeanne como mancha que la va cubriendo de oscuridad.
«Evade un maniqueísmo estándar, el de un cine de época más pragmático, verista, y acaba siendo consecuente con el relieve psicológico del paisaje emocional o el sentimiento de la mujer. El arraigo de una infancia feliz, injertos de planos con sus padres, o de los pocos recuerdos felices junto a su marido se entremezclan con fragmentos perdidos del dolor».
Maupassant trataba las debilidades del hombre con frecuencia. Infieles por naturaleza mostraba el deseo en ellos como algo trivial, algo puramente orgánico. El marido de la protagonista se ciñe al retrato mediocre de un hombre que engaña, incapaz de contener sus ansias carnales, lo cual choca con la fantasía romántica de la mujer. El hombre niega la felicidad porque acusa la sombra de un fantasma que va marchitando con su hedor cualquier semilla en la mujer. La culpa judeocristiana justifica el pecado del hombre porque antes que nada se debe a su mera hegemonía patriarcal. Brizé esclarece las diferencias y no renuncia a subrayar cómo sienten cada uno de ellos. Los planos de perfil acusatorios, tanto de él como de ella, propician aire y profundidad a los encuadres, hallando soporte en una mirada externa, piadosa, la nuestra como testigos. Hay vías de escape en la desdicha de Jeanne. El director lo articula por medio de mecanismos formales muy interesantes. Los flashbacks flotan salidos de la mente de la protagonista. Evocadores se asoman como imágenes fantasiosas, alojadas en la memoria. También injerta esas imágenes dándole conciencia visual, manifiesta la dimensión paralela que ella va proyectando en la pantalla. Esto es una de las mejores virtudes de la película, porque evade un maniqueísmo estándar, el de un cine de época más pragmático, verista, y acaba siendo consecuente con el relieve psicológico del paisaje emocional o el sentimiento de la mujer. El arraigo de una infancia feliz, injertos de planos con sus padres, o de los pocos recuerdos felices junto a su marido se entremezclan con fragmentos perdidos del dolor. Pese a todo, choca la resistencia al dolor de Jeanne, firme en su bondad y fe en el amor. Sobrelleva en sus espaldas gran parte de la culpa o pecado del hombre, el endemoniado tributo a las clases, y el calvario de las estrictas normas de la época. Ahora bien, pese a estos logros, el filme colinda en algunos aspectos con parámetros de un cine orientado a festivales, a la postre debilitado por enfoques sensiblemente artificiales, quizá algo estudiados (fotografía ocre, apagada, textura digital, cámara al hombro, uso cuadrado del formato). Formaría una buena pareja de baile con la interesante Lady Macbeth (William Oldroyd, 2016), puesto que ambas exhiben arrolladores debates sobre la identidad femenina. Mientras Oldroyd justifica la actitud violenta, reveladora de la mujer —una heroína encarcelada en un marco opresor—, Brizé mantiene siempre la inocencia y pasión de Jeanne frente a la dureza de una vida borrascosa. En ello supone revelador y emocionante su bellísimo plano final, catarsis y brote sensible del amor infinito de la protagonista. La semilla de esperanza que cuidadosamente ha regado durante todo el periplo de su calamitosa vida. En resumen, El jardín de Jeannette es un trabajo a tener presente, Brizé registra con mimo la herencia hacia la novela y hace de la expresión visual un aliciente perfectamente integrado en el subtexto. Del amor una fe constante (trozos de cielo azul, rayos de luz que se escapan), de la muerte elipsis extremas y revolucionarias (fisuras fantasmas de la narración), ante la necesidad de anudar vidas y fagocitar el tiempo. Ya lo dice Maupassant: “La vida no es tan mala o buena como creemos”. | ★★★★ |
David Tejero Nogales
© Revista EAM / Badajoz
Ficha técnica
Francia. 2016. Título original: Una Vie. Director: Stephane Brizé. Guion: Stephane Brizé, Florence Vignon (novela de Guy de Maupassant). Productores: Miléna Poylo, Jacques Henri Bronckart, Olivier Bronckart. Productoras: TS Productions / France 3 Cinéma / Versus Production. Fotografía: Antoine Héberlé. Música: Olivier Baumont. Montaje: Anne Klotz. Dirección artística: Valerie Saradjian. Diseño de Vestuario: Madeline Fontaine. Intérpretes: Judith Chemia, Jean Pierre Darrousin, Yolande Moreau, Swann Arlaud, Nina Meurisse, Olivier Perrier, Clotilde Hesme, Alain Beigel. Duración: 119 minutos.