Un 'riff' de trovador irlandés
crítica de La guitarra azul de John Banville.
Estados Unidos, 2016. Edición original: 2015. Título original: The blue guitar. Editorial original: Alfred A. Knopf. Editada en España: Alfaguara. Traducción: Nuria Barros. ISBN: 9788420413648. Encuadernación: Tapa blanda. Número de páginas: 296. Precio: 19.90€. ★★★★
Alrededor de John Banville circulan más que rumores fundados sentencias literarias acerca de su inminente, impostergable Premio Nobel. Que dicen está ahí, pero nunca proclaman en su favor, desde hace algún tiempo. Porque ya ha ocurrido; Banville es un Nobel. Tal vez haya que esperar un rato más: nadie o casi nadie intuye todavía un desaire académico a lo Borges, Nabokov o Proust, por citar a los tres titanes de la Literatura —y sin voluntad de comparar a unos con otros. No hay por qué preocuparse. Banville trascendió hace mucho el marketing de los premios —bien sean en forma de recatada distinción oficial o como lisonja de acólito cada vez más inquieto ante la (in)certidumbre de que el bardo quizá nunca reedite proeza literaria a nivel de El mar— que llenan su currículum, y acaso hasta su vanidad de escritor, un suponer. Su prestigio es tal que, llegados a este punto, realmente importa poco si recibe o no el Nobel de Literatura algún año; sus novelas, a la sombra de John Banville o bajo la gabardina de ese trasunto chandleriano con pedigrí y un olfato de sabueso aristócrata (lean La rubia de ojos negros, en versión original o en la impecable traducción de Nuria Barrios, que inaugura cuenta particular en el haber de Banville con La guitarra azul), también conocido como Benjamin Black, son a la vez invocaciones y evocaciones de una prosa artesanal, metódica, cuyo desbordante estilo confiere a sus narraciones un swing ya reconocible, de tenorio irlandés viendo la vida pasar sentado en un sillón negro reluciente. Uno se imagina a Banville destilando frases como el erudito vinícola los matices del licor espiritoso, tallando adverbios y cuestionándose los pormenores sintácticos (y musicales, ya que la melodía es básica) de tal o cual párrafo; pues en el mundo Banville cada palabra equivale a un submundo que podría expandirse hasta completar no ya una frase más sino una oración caída del mismo cielo. Así, La guitarra azul resulta un infiel testimonio, en clave descreída y sin concesiones redentoras, del amor (o lo que sea) como objeto al principio codiciado y después indistinguible de todo lo anterior. Llamémoslo curiosidad, fiebre, o incluso cleptomanía al tacto.

Referencias literarias, teatrales y pictóricas se funden en el imaginario plástico de Banville, que centrifuga todo ello y lo convierte casi en un arma retórica, en tanto Oliver huye junto a Polly y su hija para, a renglón seguido (muchas páginas después), recluirse ya en solitario en su antigua casa familiar, donde los recuerdos rezuman imágenes y sonidos y olores pestilentes. Se diría que Banville enfrentó múltiples dilemas durante la gestación de La guitarra azul; en parte de esa tirantez vaporosa entre lo frívolo y lo poético surge alguien —Oliver Orme— que surfea travieso su jactancia, y su amargura, y su mordacidad, y su decepción congénita, y también ese narcisismo metaliterario ("he notado que la lluvia jalona mi relato con sospechosa regularidad") inherente a una biografía supeditada no tanto al óleo como al verbo ramplón. Con él nos sumergimos en la mente de uno que roba para, tal vez, algún día, ser descubierto mientras hurta el botín definitivo, por inútil que sea. Acaso una pitillera oxidada, o un poemario amarillento, o un cuchillo de untar sin valor alguno. Vaya usted a saber. Una afición prosaica, en cualquier caso. Un deporte de apátridas sentimentales, leí una vez por ahí. Dice Olly, Oliver Orme, el adúltero y enamorado pintor que —afortunadamente— pinta mucho en esta historia: «Lo que yo añoraba nunca había existido». Afirmación que toca hueso y nos barre a todos cuando todavía queda mucho por leer y robar.