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    Cine Alemán Siglo XXI

    Festival de Gijón 2015 (IV) | Transatlantique + Umrika + Black

    Transatlantique

    La asfixia del mito

    Crónica de la sexta jornada del 53º Festival de Gijón.

    Durante su coloquio tras la proyección de Tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas, Apichatpong Weerasethakul (que, debido a la retrospectiva que le está dedicando el festival, ha participado en numerosas actividades con el público) habló sobre sus creencias religiosas: «No creo en el karma, no es más que un mecanismo de control social». La crítica política de fondo está clara. Y aunque su cine no se oriente a la denuncia social, la sección oficial de Gijón cuenta con un ejemplo clarísimo que desarrolla la misma advertencia lanzada por el tailandés. La cinta india Masaan, un alegato contra la represión social y las prácticas abusivas de las autoridades en la India derivadas, entre otras cosas, de la incuestionabilidad de la que disfruta en ese país la creencia en el karma y la justificación que da al sistema de castas. De Masaan hablaremos en la próxima crónica. Pero Umrika, la otra cinta hindú del festival que reseñamos bajo estas líneas, tiene también algo que ver con las palabras de Apichatpong. Basta sustraer la idea del karma y sustituirla por cualquier creencia socialmente consolidada debido a la carga mitológica que conlleva.

    Umrika no entra en el asunto de las castas, las diferencias sociales o la represión en su país. Pero sí explora cómo las ideas religiosas pueden ser sustituidas por nuevas imágenes sacralizadas que cumplen exactamente la misma función. En este caso, se trata de la idealización de América como un lejano paraíso de bienestar y prosperidad. Que, curiosamente, tiene sobre los personajes de la cinta los mismos efectos que las creencias tradicionales del hinduismo: el condicionar sus relaciones, hacer que su posición social y su valoración personal sean medidas bajo el peso de esa creencia. La madre de la familia protagonista de Umrika, en lugar de basar su honorabilidad en su casta, lo hace en el hecho de que su hijo mayor esté viviendo en el paraíso americano, sin importar la verdad que esa emigración esconda. Si se repasan las crónicas anteriores publicadas sobre el festival en este medio, se verá que la marroquí Much Loved tiene también algo que ver con todo esto, como revelan aquellas escenas en las que los familiares de sus prostitutas protagonistas rompen sus lazos con ellas condicionados por la mancha al buen nombre que supone su oficio. Es decir, que las relaciones afectivas quedan anuladas por la carga social que tiene una creencia dogmática: la expresión pública de una moral intachable, independientemente de la hipocresía de fondo que hay en ella.

    Umrika

    UMRIKA

    Prashant Nair, India / Sección Oficial
    por Miguel Muñoz Garnica.

    El mito del paraíso remoto funciona como una de las principales bases sustentadoras de las religiones en todo el mundo. Espolea la esperanza de sus creyentes postulando la existencia de un “lugar mejor” al que pueden aspirar a habitar en otra vida, como premio por el sufrimiento padecido durante su existencia mundana. Para que esta esperanza funcione de manera efectiva, el ubicar ese “lugar mejor” suele requerir su condición de inaccesibilidad. En el caso de las grandes religiones monoteístas, dicha condición se cumple plenamente: resulta imposible tener un conocimiento directo del paraíso, ya que se sitúa en un plano celestial de localización y fisicidad indeterminadas. Sin embargo, el hinduismo terrenaliza mucho más la existencia de sitios con presencia divina manifiesta. El monte Kailash, por ejemplo, es conocido por la prohibición que existe de escalarlo, ya que la mitología hindú lo considera el hogar del dios Shiva, y algunas de sus tradiciones lo contemplan como la ubicación del paraíso final al que llegan las almas. La cuestión es que, con la perspectiva actual, este tipo de creencias son poco sostenibles. Una montaña no adquiere las mismas connotaciones de inmensidad inaccesible que podía tener en siglos pasados. Tras los booms de la exploración y la tecnología, en el mundo quedan pocos lugares físicos que no puedan ser racionalizados y por tanto desmitificados. Para llenar un lugar de significados ideológicos a los que asociar una espiritualidad, resulta fundamental vaciarlo primero de significados físicos. Y ese vaciamiento necesita de la ausencia de conocimiento material directo del lugar. Explorar la montaña, palpar sus componentes y darles nombre desmonta la operación mitológica.

    De este modo, las creencias en la sacralidad de ciertos lugares persisten en aquellas comunidades que no han experimentado el conocimiento directo, positivista, de los mismos. Lo que da lugar a un fenómeno muy llamativo en el mundo moderno: la pervivencia de pequeñas sociedades que mantienen la mitología más inocua como fuente de conocimiento del mundo, pese a que al mismo tiempo existan sociedades tan saturadas de tecnología y cientificismo. Es más, lo que sucede a veces es que los dos fenómenos se mezclan, y en una sociedad pueden encontrarse trazas de modernidad enredadas con perspectivas ancladas en lo mitológico. De ahí, precisamente, parte Umrika. La película se ambienta en una remota aldea rural de la India en los años ochenta, y arranca su historia cuando un joven la abandona para partir hacia América (“Umrika”, como la llaman en hindi). Lo interesante, y que conecta con la reflexión que proponíamos al comienzo de estas líneas, es que los habitantes de la aldea han convertido a América en su mito del paraíso (terrenal, al igual que el monte Kailash) precisamente al vaciarla de significado material. La cinta juega con unos personajes que han construido una imagen de América llena de idealismos (libertad, riqueza, oportunidades...) y carente, debido a su lejanía y la precariedad de medios, de conocimiento “real” del país. América es como esa montaña inescalable, cuya presencia se ve desde la lejanía y que, al no poder explorarse, termina por inspirar cuentos que fantasean sobre lo que debe suceder allí. Nair no explora las causas de esta concepción de los Estados Unidos, aunque se adivinan. La fuerte presencia de productos culturales americanos en lugares tan lejanos (física y mentalmente) como la India, que contienen en sí mismos el mismo mito de fondo que los personajes de Umrika terminan por creer e incluso exagerar aún más: el “american dream”.

    La cinta se dedica a explorar los efectos de este fenómeno en la familia de Udai, el joven que abandona la aldea en busca de su propio sueño americano. A partir de aquí, Umrika otorga el protagonismo al hermano menor de Udai, Ramakant, que se queda en la aldea y al que se muestra viviendo una vida “alienada”. Esto es, marcada por la presión constante que siente de tener que “estar en otro” (su hermano). La madre de Ramakant le somete a la comparación constante con su Udai, del que se siente orgullosa por su condición de habitante del paraíso americano. Pero, tras su partida, el hermano mayor deja de dar señales de vida y Ramakant termina escribiendo cartas a la madre haciéndose pasar por él. De modo que pasa de verse disminuido por la sombra de Udai a la obligación de tener que fingir ser él, algo que marcará su posterior evolución en la que este forzamiento a “ser el otro” obstaculiza su autodescubrimiento. Así, Umrika realiza una lectura amarga de las relaciones entre una familia marcadas por una concepción que, si bien no es religiosa, funciona con los mismos mecanismos. La existencia de América como promesa de paraíso mejor que termina por desvirtuar los lazos afectivos entre una madre y sus hijos. Hay una connotación muy triste en el modo en que esta madre, adormeciendo afectos más humanos, basa su orgullo hacia sus hijos en el lustre que dan al apellido familiar al ser habitantes del paraíso lejano. Su hijo está en América, puede ir con la cabeza bien alta. De este modo, Umrika contiene todo un trasfondo de interpretación bastante más complejo que su apariencia de “feel good movie”. Si bien la propia película la alimenta mediante recursos dramáticos que la almibaran y que resquebrajan la coherencia entre forma y fondo. Con todo, se trata de un filme con la suficiente entidad como para reflexionar sobre todas sus implicaciones. [70/100]

    Black

    BLACK

    Adil El Arbi, Bilall Fallah, Bélgica / Sección Oficial
    por Eva Hernando.

    Black es el resultado de la adaptación de una novela del escritor Dirk Bracke del mismo título y el segundo largometraje de los directores Adil El Arbi y Bilall Fallah. Se da la circunstancia que otra obra de Bracke, Bo, ya había sido anteriormente adaptada al cine por Hans Herbots, guionista del filme que ahora nos ocupa. La violencia y la marginalidad son recurrentes en la obra de Bracke y esa impronta se ha trasladado perfectamente a este largometraje que compite en la Sección Oficial. Mavela (Martha Canga Antonio) es una joven de quince años perteneciente al clan de los “Black Bronx”; Marwan (Aboubakr Bensaihi), un magrebí de los “1080”. Se conocen durante una detención en comisaría y tal es la atracción entre ambos que inician una relación que deben mantener en la clandestinidad por la incompatibilidad que supone con la pertenencia a sus respectivas bandas. Salir de cualquiera de ellas es imposible y continuar en secreto es una bomba de relojería que, de descubrirse, acabará en una guerra a tumba abierta entre las bandas. Como ustedes comprenderán, la primera tentación es comparar Black con el clásico de Shakespeare Romeo y Julieta; con un cambio de escenario (la acción se desarrolla en Bruselas) y de trasfondo mediante: las familias han sido sustituidas por bandas. El conflicto de Marwan y Mavela reside en apostar por el deseo individual o por el sentimiento de pertenencia a un grupo. Muy innovadoras habrían de ser la modificaciones de una nueva adaptación de Romeo y Julieta, y hechas con un talento y originalidad parejas a la calidad literaria de Shakespeare, para que los tópicos dejaran de sonar precisamente a eso; para ver destellos innovadores que reinterpretaran el clásico del autor inglés sin que el resultado fuera una concatenación de requisitos de generación ni-ni. No deberíamos caer en esa tendencia a identificar cada historia de amor arrebatado juvenil de aciago porvenir con el clásico inglés: rebaja el valor de la obra literaria y aumenta las posibilidades de decepción con la película.

    Obviando este manido patrón, tal vez la comparación sea más aproximada (lo es en aproximación temporal) con West Side Story. Y sin ser Black un musical, la música tiene un peso importante casi como definición misma del estilo de vida de los Bronx y se convierte en uno de los aspectos mejor integrados en el filme. Pero en toda esa efervescencia estética-juvenil, Black adolece de ir cumpliendo, minuto a minuto, con todos los clichés de manual asociados a este tipo de dramas de rebeldía teen. No hay sorpresa. Se cumplen una por una todas las leyes del desfase juvenil y todos los elementos presuntamente transgresores que inician el camino de descenso a los infiernos. En Black las escenas de violencia extrema no parecen utilizarse como reflejo y acercamiento a una realidad, sino más bien con un fin efectista y diferenciador. Es positivo, no obstante, el tratamiento de la cosificación de la mujer en estas bandas. Aunque hay dificultades para empatizar con Mavela y su proceso de alienación, no se obvia sino que se incide a modo de denuncia en la existencia o, mejor dicho, persistencia de tratar a la mujer como un objeto a disposición de los miembros de la banda. Estéticamente, Black recuerda más a un videoclip o a un videojuego en el que la ciudad de Bruselas (que es la que sale mejor parada mostrándose como una ciudad multicultural, urbana y cosmopolita), es un cómplice ofreciendo escondites, delimitando zonas de influencia y zonas de alto riesgo, para los tanteos y batallas antes del estallido de la inminente guerra entre bandas. [65/100]

    Transatlantique

    TRANSATLANTIQUE

    Félix Dufour-Lapièrre, Canadá, 2014 / Convergencias
    por Víctor Blanes Picó.

    Se da la casualidad en este festival de Gijón que dos películas con un punto de partida semejante se muestran en sendas secciones. Dead Slow Ahead, dirigida por Mauro Herce y que se verá en DocuFICX fuera de competición, y Transatlantique, dirigida por Félix Dufour-Lapièrre y escogida por la crítico Rebecca Naughten para la sección Convergencias, buscan capturar en imágenes el viaje de un transatlántico, esa especie de monstruo marino metálico que desafía la inmensidad del mar. Mientras Herce se adentra en los terrenos de la pesadilla crepuscular donde el ser humano espera su sentencia de muerte escrita por este titán de la mecánica, Dufour-Lapièrre se decanta por la experimentación con los espacios y los sonidos, sobre el microclima visual y sonoro que se esconde detrás de esta pequeña masa de hierros comparada con la inabarcabilidad del océano. El director canadiense busca la sinfonía que escribe el barco mientras surca rumbo a la otra orilla. El mar golpeando los costados de buque, las conversaciones de los trabajadores, el ruido de sus juegos, las canciones que cantan, el eco de los golpes en la vacuidad del casco de la nave… notas en el pentagrama de este recorrido hipnótico y con un punto de poesía onírica que nos sumerge de lleno en un viaje casi alucinógeno donde la potencia del blanco y negro en soporte analógico nos retrotrae a un cine primigenio. La expresividad de las sombras y los reflejos del sol son el hilo conductor de unas imágenes cuya historia consiste simplemente en navegar de un punto a otro.

    Un rostro de mujer, aislado de cualquier contexto, sobre un fondo negro, parece hablarnos, invitándonos a emprender esta aventura. Dufour-Lapièrre usa la recurrente imagen de la sirena que nos llama a adentrarnos en el mar pero lo modula para que tenga cabida en la forma de su película. Mediante la manipulación del celuloide, ya sea de un modo más artesanal o recurriendo a técnicas digitales, consigue construir una textura propia por la que surcan las imágenes de un modo casi misterioso. Así, la superficie del mar parece tener derecho y revés, y se desdobla ante nuestros ojos como por arte de magia, como si estuviera cubierta por una espesa bruma que lo va moldeando a cada suave embestida de las olas. Transatlantique consigue proporcionarnos una experiencia sensorial mística cuando explora el espacio metálico y lo pone en relación con los sonidos del barco y la luz. Así, el movimiento del océano dibuja formas con las sombras que sinuosas se reflejan en las paredes mientras las entrañas del navío componen su propia melodía formada por ecos y voces distantes marcadas por el vaivén marino. Es en esta exploración de la fisonomía del buque donde la película encuentra su razón de ser y un camino de expresión desde la observación rico e interesante. Entre las sombras, la luz y los sonidos emerge también el ser humano, y es en el encaje de esta figura donde la película no acaba de encontrar el modo de hacerlo. Puede que porque quede lejos de ese retrato espacial que construye en gran parte del metraje y que apela a lo puramente visual y sonoro, las escenas donde el ser humano queda descolgado del espacio que ocupa se sienten abruptas dentro del conjunto. En cierto modo, estas escenas pertenecerían a una concepción distinta de la película, a una puesta en escena donde lo humano cobrará un sentido más amplio, más allá de su papel testimonial como una parte de la mecánica del buque que simplemente produce sus propios sonidos del mismo modo que el motor o las gigantescas válvulas de la sala de máquinas. Pese a ello, Transatlantique logra embarcarnos en un viaje sensorial que nos transporta a un cine donde la exploración y observación del espacio y de los elementos que inciden en él nos hablan de un cine puro en su concepción pero profundamente estimulante. [75/100]


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