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    Cine Alemán Siglo XXI

    Librería | Black Mass, de Dick Lehr & Gerard O'Neill [Stella Maris]

    Black Mass

    Whitey Bulger, el unicornio atroz del FBI

    crítica de Black Mass (Dick Lehr y Gerard O'Neill).

    Título original: Black Mass: The True Story of an Unholy Alliance Between the FBI and the Irish Mob. Primera edición: 2011. Publicada en España: 25 de agosto de 2015 por Stella Maris. Número de pagínas: 500. ISBN: 978-84-16541-03-4. Formato: 15x23. Encuadernación: Tapa dura. Precio: 21 euros. Valoración: ★★★★.

    James J. Bulger era el bueno de los malos, el hombre más próximo y a la vez alejado de los rectos y luminosos caminos de la ley estadounidense. Durante varios decenios, casi medio siglo, fue soplón extraoficial con patente de corso del FBI en su lucha por acabar con la mafia italiana. Bulger tenía uno de esos apodos funcionales que derivan del aspecto físico; su tez blanquecina, su cabello rubio y sus ojos plateados le granjearon bien pronto entre sus vecinos el sobrenombre de 'Whitey'. Nada imperdonable, ningún complejo. El 'Albino' tenía dos hermanos y un muro por frente que se escurría hacia la nuca, donde la alopecia suele rendirse a lo salvaje como voluntad última o contrapunto irónico. Hijo de inmigrante irlandés y una joven norteamericana, Whitey creció en South Boston, o Southie, en un barrio de viviendas de protección oficial cuyos propietarios eran fieles a la ley del silencio, a la fidelidad que a veces produce la pobreza compartida, al nexo esotérico que trasciende lo humano para aposentarse en un estadio superior, de territorio mítico que protege frente a la escalada del forastero sospechosamente fisgón, y que imponía en Southie un código moral no exento de violencia. Por aquel entonces (primeros años 50), Bulger era reconocido como una suerte de Robin Hood, quizá un mesías ambivalente recién escupido de una película firmada al alimón por Cecil B. DeMille y Martin Scorsese. Si bien en ocasiones el respeto no es más que terror soterrado, una manera como cualquier otra de sonreír forzosamente al saludo del monstruo, ese tipo normal que amasaba ternura con puños y plomo, sin preguntarse los porqués: sólo el cuándo-me-pagarás.

    Con el paso del tiempo, el tenaz hermano de Whitey, Billy Bulger, llegó a convertirse en presidente del Senado de Massachusetts, desde donde promulgó su activismo social y configuró algunos cambios en torno a la red de asistencia para los más necesitados. Aunque esto sucedería tras cumplir Whitey nueve años en prisión, dos de ellos en Alcatraz, por haber asaltado un banco a punta de pistola. Que ya ves tú. Un episodio típicamente cinematográfico. Nada imperdonable, ningún remordimiento. Describen los periodistas Dick Lehr y Gerad O'Neill, a la postre firmantes del exhaustivo reportaje o crónica milimétrica de la corrupción institucional y personal que es Black Mass (Stella Maris), cómo Whitey Bulger se enorgullecía de su paso por La Roca y cómo ese periodo entre rejas lo transformaron en alguien más leído y —por consiguiente— taimado y peligroso. Así, mientras Billy ascendía hasta el cénit de las instituciones, Whitey tomaba un atajo para, sin necesidad de vestirse igual que un bróker más o menos parasitario, alcanzar el trono de la ciénaga en que se había convertido Southie. Y todo, a través de la que sería banda seminal del propio Bulger, entonces bajo la jefatura de un tal Howard Winter, y cuya proyección se perdía en la hemorragia del Sistema gracias a su insólito partenaire, el agente del FBI John Connolly. Un viejo amigo de la infancia al que Bulger recibió con los ojos iridiscentes una noche azul sentado en el asiento del copiloto junto al mismo oficial corrupto, quien se disponía a ofertarles impunidad a él y a su Fusilero, Steve Flemmi, en forma de acuerdo extracurricular con la Oficina Federal de Investigación.

    Incluso luego de hacer la vista gorda durante una década, Connolly y su cómplice en este asunto de los gánsteres soplones, el también agente John Morris, "veían lo que querían ver. Se trataba de un momento construido en un espacio compartido: eran dueños de su futuro. Habían enterrado a la mafia como carnaza a la bestia que era el cuartel general del FBI, la prensa e incluso la imaginación de la opinión pública. No importaba cómo lo hubieran logrado ni qué métodos hubieran empleado, porque lo habían conseguido. Les aguardaba la gloria". No conviene olvidar los escarceos de Bulger con sus compatriotas del Ejército Republicano Irlandés, a los que proveyó de armas y cocaína en los años 70. "Era considerado un firme simpatizante del IRA", afirman Lehr y O'Neill. "Sin embargo, al final, algunos investigadores habían llegado a creer que el gánster, del mismo modo que había traicionado a su barrio con su falsa postura contraria a las drogas, también había traicionado al IRA. Quizá había desempeñado un papel fundamental en conseguir el arsenal para vendérselo a la organización terrorista, pero, tras recibir el pago, dio el soplo sobre la operación". Un hombre leal, sin duda. Fiel al dinero, a la corrupción, a la violencia en su grado primigenio. También a su orgullosa y diletante abstemia: Whitey repudiaba el alcohol y el humo del tabaco y el hachís. Por supuesto, a la presente edición en lengua española le perdonamos algunos fallos en su trasvase desde el inglés (un cambio de género por aquí, una traducción literal por allá). Y es que la historia, su turbiedad, su rigor descriptivo, su potencia testimonial revelada entre comas, prevalecen sobre cualquier minucia extra-periodística. Whitey extorsionó, amenazó, asesinó, traficó, y se fugó en 1995 siendo uno de los diez hombres más buscados de Estados Unidos, para escarnio del contribuyente medio que aún creía en sus instituciones. Lo atraparían dieciséis años después, en 2011, abatido ya el número uno: Bin Laden. Whitey contaba ochenta y uno. Su mirada seguía siendo la del unicornio, pues nunca llegó a saber si él era el falso bueno o el malo auténtico, ni en qué se diferencian.


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