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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | The Riot Club

    The Riot Club

    Quien a hierro mata, a hierro muere

    crítica de The Riot Club | dirigida por Lone Scherfig, 2014

    Por mucho que haya intentado retrasarlo en la mayor medida posible, finalmente la burguesía terminó por rendirse al progreso. Mientras que antiguamente ese estrato era un ente dogmático, exento de cualquier justificación de su hacienda o su función, y cuyo único deber diario era el cultivo del cuerpo (tareas marciales) y la mente; el burgués de hoy se ha vuelto más acomodaticio en ese aspecto, y, a su vez, más esclavo de su trabajo —que ya no es simplemente ser burgués—. En su presentación en sociedad ya no presume de su amplio conocimiento de las artes y las letras, sino que recurre a la contundencia de las cifras, dejando de lado la falsa modestia patrimonial de antaño y centrando sus demostraciones de poder en el verde dinero. Esa evolución —de las artes a las finanzas y de lo sutil a lo explícito—, es apreciable en The Riot Club tanto de forma visual, con una introducción que muestra un flashback de la creación de la prestigiosa logia, como de forma conceptual, con un planteamiento muy directo y estructurado en exceso. Muchos son los ejemplos cinematográficos que buscan arremeter contra la controvertida moral burguesa, en concreto, dos nombres suenan como principales referentes a la hora de analizar ese juego de apariencias, donde todo está permitido siempre y cuando nadie vea más allá del extremismo diplomático y los modales ingleses que, el Oxford más conservador, exige a sus adinerados ciudadanos. Ellos son Luis Buñuel y Michael Haneke, dos directores cuyas premisas narrativas dejaron en paños menores a una sociedad elitista ridiculizada por su fariseísmo, arrogancia e impunidad moral y legal.

    Precisamente Buñuel, en su lucha contra esta moral burguesa se valió, al igual que lo hace Lone Scherfig, del Marqués de Sade —inestimable aliado de los surrealistas de le época— para derribar la hipócrita fachada que la clase alta se esforzaba en mostrar. Así, mientras el genial Fernando Rey trataba de mantener oculto Ese oscuro objeto del deseo (1977), ayudado por un ingenioso y delirante guion y una astuta intertextualidad —no tan astuta en el presente caso— de Los ciento veinte días de Sodoma (1785), los jóvenes esculturales que protagonizan esta cinta parecen del todo incapaces de trasmitir ninguna perspicacia, por lo que dejan sus acciones limitadas al “postureo” narcisista y las soeces gamberradas de mal gusto. La puesta en escena, por momentos muy cercana a la teatralidad propia de la obra que adapta: Posh, de Laura Wade, quien también escribe el presente guion, se convierte en un dispositivo ideado para desmitificar el encanto burgués, oculto tras esa fachada formal de modales exquisitos, de manera similar a la que Haneke utilizó en Funny Games (1997) —salvando las distancias—. La trama parte del proceso de selección de dos nuevos aspirantes al club y las exigentes pruebas de acceso a las que son sometidos. Posteriormente, se mostrarán los extravagantes entretenimientos que este exclusivo grupo encuentra, mientras celebra la ceremonia de ingreso con un banquete donde el alcohol y la testosterona convertirán la modesta sala de un restaurante en una olla a presión. Es cierto que la película mantiene un gran nivel de tensión durante todo el metraje, pero eso es todo lo que encontraremos. Pretende ser una crítica social, pero abandona la sutileza en detrimento de una explicitud que podría encontrarse en cualquier pancarta de manifestantes anti-capitalistas.

    The Riot Club

    La música, muy bien seleccionada como también ocurrió en su película An Education (2009), llega a alcanzar demasiado protagonismo en diferentes escenas, como por ejemplo en la mencionada secuencia de la celebración, donde la elocuencia que se esperaba del diálogo brilla por su ausencia. En su lugar encontramos una recurrente y tópica utilización de alguna cita fácil que, acompañada por los acordes de un ritmo muy elegante y acelerado, dará paso a la impresión de estar en una larga “promo” de Dolce&Gabbana, una sensación tan contradictoria como la propia ideología de los protagonistas, fieles representantes del materialismo que, por su infinita abundancia, terminan por exteriorizar un fuerte rechazo y desprecio hacia todo lo material. Cabe subrayar la aparición de otras patologías sociales como la misoginia, la mujer es tratada como un objeto dentro y fuera del club de la revuelta. Se crea una percepción completamente distorsionada de la realidad a consecuencia de este elevado poder económico, que les hace ver al resto de personas inferiores hasta el punto de olvidar que también son seres humanos, despreciando cada una de sus acciones y hasta su simple presencia. En el caso del rechazo y la exclusión por motivos de género será todavía más evidente, conformando un tema que se escapa del ámbito de lo políticamente correcto, pero que está presente como un secreto a voces que los adultos —la mala educación debido a la permisividad y abundancia como origen de todos los problemas— aceptan sin represalias como insignificantes travesuras propias de la edad. Se actúa con suma crueldad hacia los que son diferentes, y sus deplorables actos no tendrán las consecuencias esperadas, ya que la justicia no es igual para todos. Esas consecuencias legales de las que hablábamos al principio serán similares a las mostradas por Lenny Abrahamson en What Richard Did (2012). Mientras que las morales no pasarán de una leve preocupación por manchar su expediente académico.

    The Riot Club

    Todo suena demasiado reiterativo y pretencioso. Las exigencias de los niños ricos por conseguir todo cuanto desean, la filosofía hedonista y el desapego sentimental son temas demasiado trillados para abordarlos nuevamente de manera tan sobria. El cinismo y el humor que hicieron tan grandes las películas de la etapa mexicana de Buñuel han quedado reducidos a una malograda trascendencia formal cuyas similitudes se acercarían más a la chabacanería de obras como The Bling Ring (Sofia Coppola, 2013), con un frívolo guion que termina por pecar de lo que critica. Al igual que los protagonistas se aburren en una sociedad llena de “pobres”, y exigen una mercantilista selección natural que termine desplazando por completo a las especies más débiles, el espectador se enfrentará a un argumento tedioso y falto de retórica, al que dejará de prestar atención mientras recuerda sonriente los extraordinarios diálogos de El discreto encanto de la burguesía, donde esa crítica —también con connotaciones machistas, por supuesto— no sólo estaba hecha con buen gusto, sino también con un inimitable sentido del humor corrosivo: “No hay mejor tranquilizante que un Martini seco. Lo leí en una revista para mujeres.” | ★★ |

    Alberto Sáez Villarino
    redacción Dublín (Irlanda)


    Reino Unido. 2014. Título original: The Riot Club. Director: Lone Scherfig. Guion: Laura Wade (Obra: Laura Wade). Duración: 106 minutos. Productora: Blueprint Pictures. Fotografía: Sebastian Blenkov. Montaje: Jake Roberts. Música: Kasper Winding. Intérpretes: Sam Claflin, Max Irons, Douglas Booth, Holliday Grainger, Natalie Dormer, Jessica Brown Findlay, Tom Hollander, Sam Reid, Olly Alexander, Tony Way, Ben Schnetzer, Matthew Beard, Xavier Atkins, Freddie Fox, Amanda Fairbank-Hynes. Presentación oficial: Festival Internacional de Toronto 2014.


    Póster: The Riot Club
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