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    Crítica | Sharknado

    Sharknado

    HASHTAG MORTAL

    crítica de Sharknado | Anthony C. Ferrante, 2013

    Vivimos en una época en la que algunas películas no necesitan ser vistas para convertirse en fenómenos populares. No hablo de productos sin terminar, proyectos cancelados a mitad de rodaje o que se han anunciado a bombo y platillo y no han llegado a ser finalizados. Pese a haber sido publicitados y a haber creado altas expectativas, si estos productos no se vieron fue porque, sencillamente, nunca llegaron a existir (pensad por ejemplo en el Napoleon de Kubrick, Kaleidoscope de Hitchcock, The Crusades de Paul Verhoeven, Megalopolis de Coppola, etc.). Yo hablo de casos distintos: largometrajes completados, filmados, editados y distribuidos con mayor o menor fortuna, pero que se hacen famosos sin que, en realidad, mucha gente llegue a visionarlos en su integridad. Y no porque no existan, sino porque en este tiempo de la información fragmentada y consumida de manera arbitraria y personal, sin horarios fijos ni limitación de herramientas de reproducción, tenemos a nuestra disposición tal cantidad de recursos de entretenimiento que no siempre podemos dedicarles los minutos suficientes a algunos de ellos. Especialmente cuando intuimos que, más allá de algunos hallazgos puntuales, el conjunto no nos va a aportar demasiado. En otras ocasiones sucede que, gracias a Internet y al vídeo en streaming, algunas de estas escenas sueltas se convierten en auténticos hitos virales. Y esto no es de ahora: recordad por ejemplo aquel vídeo de una pelea entre un luchador de kung fu y una vaca al más puro estilo Matrix (The Matrix, Larry & Andy Wachowski, 1999). Todos vimos el clip de marras, pero tardamos un tiempo en saber que aquello pertenecía a la película Kung Pow: a puñetazo limpio (Kung Pow: Enter the Fist, Steve Oedekerk, 2002). Lo mismo ocurrió con aquellos alucinantes partidos de fútbol cargados de efectos especiales y que tanto recordaban a la serie Campeones (Kyaputen Tsubasa, 1983-1986). Hubo que indagar un poco para descubrir de dónde había salido eso, concretamente de la cinta inédita en España Shaolin Soccer (Siu lam juk kau, Stephen Chow, 2001).

    Años después, a la fiebre del YouTube y similares se unió la eclosión de las redes sociales. Con esto, algunas productoras se dieron cuenta de que, gracias a estos medios improvisados y teóricamente libres, podrían obtener grandes dosis gratuitas de publicidad a poco que apelaran los instintos más básicos del público que se mueve por Internet, generalmente con una cultura superior a la media pero, también, y muy importante, capaz de valorar (y, a menudo, sobrevalorar) todo lo que lleve la etiqueta de raro, extravagante o inédito. Lo que esos productores ignoraban en ese instante era que, a veces, incluso con más frecuencia de la que les gustaría, esos mismos individuos que se pasan la vida tuiteando todo lo que les ocurre o que pasa delante de sus ojos (generalmente, en una pantalla de ordenador y no en la calle), no son los mismos que luego se tienen que enfrentar a ese acto social de desplazarse hasta la sala de cine más cercana, pagar una entrada por algo que tarde o temprano tendrán gratis en algún P2P y verse obligados a respirar el mismo aire que un puñado de desconocidos (algunos, para más inri, en pareja) durante un par de horas. Esta división casi irreconciliable entre uno y otro tipo de espectadores fue lo que hizo que una película de la que se habló tanto en la red como Serpientes en el avión (Snakes on a plane, David R. Ellis, 2006), pionera de lo que hoy llamamos hype, terminara dando unas cifras en taquilla mucho menores a lo que su repercusión en numerosas websites hacía pronosticar. La estrategia pasaba entonces no por intentar contentar a las masas, sino por ganarse el seguimiento incondicional de ese puñado de freaks con una mayor tolerancia a lo risible, lo imposible, lo decadente… y también capaz de saber distinguir el grano de la paja y tener la capacidad intelectual para disfrutar de lo chorra, sin exigirle lo mismo que le pediría a un cine más convencional y artísticamente ambicioso. Algo que, creedme, requiere bastante esfuerzo y habilidad mental y que, por tanto, no está al alcance de cualquier espectador.

    Sharknado

    Con esta lección aprendida, es cuando empiezan a surgir los jetas. Y, dentro de ellos, los capitostes de la productora The Asylum son sin duda alguna los Reyes del Mambo. Fundada en 1997 por un puñado de caraduras con más idea de marketing que de cine, The Asylum se ha especializado en productos que explotan descaradamente los últimos blockbusters más taquilleros o incluso algunos que se estrenaron hace varios años pero que siguen siendo populares. La finalidad de esta maniobra está clarísima: jugar al despiste y aprovecharse de la confusión (o ignorancia) de algunos espectadores que alquilarán sus películas en plataformas on-line o videoclubes físicos, pensando que se están llevando al salón de casa el último taquillazo de la cartelera. Así, en su filmografía encontramos títulos tan inequívocamente explotativos como, agarraos, H.G. Wells’ War of the Worlds (David Michael Latt, 2005), The Da Vinci Treasure (Peter Mervis, 2006), Pirates of Treasure Island (Leigh Scott, 2006), Snakes on a Train (Peter Mervis, 2006), Transmorphers (Leigh Scott, 2007), Universal Soldiers (Griff Furst, 2007), Paranormal Entity (Shane Van Dyke, 2009), Titanic II (Shane Van Dyke, 2010), Almighty Thor (Christopher Ray, 2011), Abraham Lincoln vs. Zombies (Richard Schenkman, 2012), Age of the Hobbits (retitulada Clash of the Empires, Joseph J. Lawson, 2012), Hansel & Gretel (2013), Jack the Giant Killer (Mark Atkins, 2013) o, atención, Atlantic Rim (Jared Cohn, 2013). Qué risa, ¿verdad? Pues ahí es donde acaba la gracia, porque atreverse a ver cualquiera de estos infectos subproductos no conduce a otra cosa que a la vergüenza ajena y al aburrimiento. Y esto lo dice alguien que ha disfrutado mucho (y lo sigue haciendo) de la exploitation italiana de los 80 o de otras cinematografías periféricas, que también basan su gancho en títulos rimbombantes, pósters churriguerescos y un contenido cinematográfico más bien escaso pero, al menos, funcional e incluso carismático. Todo lo contrario que en cualquier título de la Asylum, casi imposibles de ver enteros y que sólo tienen sentido como recipientes de ocasionales momentos de delirio infográfico que se convertirán en futuros YouTubes de fama efímera. Y, sí, incluyo aquí a la tan cacareada Sharknado, de la que, si todavía no he dicho nada, es porque no tiene demasiado que comentar.

    ¿Qué diferencia a Sharknado de cualquier otra película con monstruos de la Asylum? Según sus defensores, porque los tiene, resulta que es más divertida que Mega Shark vs Giant Octopus (Jack Perez, 2009) o 2-Headed Shark Attack (Christopher Ray, 2012). No puedo contradecirles porque, para bien o para mal, no estoy dispuesto a perder el tiempo con cosas que sólo sirven para conseguir un tuit sandunguero o un gif animado para el descojone de tus amigos virtuales. Porque incluso dentro de lo malo hay varios niveles y estos pastiches están en lo más bajo. Soy de los que, como decía al principio, ha visto estas películas fragmentadas y no al completo, así que tampoco puedo ser totalmente ecuánime ni establecer comparaciones entre otros títulos previos y Sharknado (que, por si cabe alguna duda, sí que me he tragado entera). Pero lo que he visto aquí me basta para saber que si Sharknado ha logrado tanta repercusión no ha sido porque haya en ella motivos suficientes como para colocarla en los altares del cine de derribo más disfrutable, sino más bien porque a un par de famosos (entre ellos, Will Wheaton, Damon Lindelof o la mismísima Mia Farrow) les hizo gracia la premisa, hicieron saber que la estaban viendo en el pase de SyFy y la fiebre del retweet y los hashtags hicieron el resto. 5000 tuits por minuto alabando las supuestas virtudes de una película que no las tiene, más allá de lo delirante de su argumento: la lucha por la supervivencia de una serie de individuos que se las tienen que ver con la amenaza de un tornado cargado de tiburones. Un tornado. Y tiburones dentro. Inundaciones, ventiscas, cosas que se rompen. Y varios tornados. Y tiburones dentro que caen de los cielos, atraviesan ventanas y profanan piscinas. ¿Qué risa? Ahora sí, ¿no? Pues tampoco. Porque más allá de lo gracioso que nos pueda resultar que alguien haya tenido los bemoles para invertir dinero en esto, lo cierto es que los resultados de la película no distan mucho de cualquier telefilme catastrofista que podemos ver durante la sobremesa de algún fin de semana en algún canal privado de televisión. Es decir, actores caídos en desgracia (¿qué le ha pasado a Tara Reid en la cara, por el amor de Dios? ¿Por qué nadie le dijo a Ian Ziering que es recomendable aguantarse la risa hasta que el director grite “corten”? ¡John Heard y su taburete!), traumas familiares absolutamente sobados y ridículos, una ausencia alarmante de ritmo y una incómoda y rijosa profusión de efectos visuales dañinos para la vista y el cerebro. Sharknado es, sencillamente, basura pestilente.

    Sharknado

    Así que, si todavía no la habéis visto, dejad a un lado la idea de encontraros con algo tan gloriosamente divertido y adrenalínico como Piraña 3D (Piranha 3D, Alexandre Aja, 2010), tan espectacular y vibrante como Deep Blue Sea (Renny Harlin, 1999), tan honesto y entrañable como Deep Rising: El misterio de las profundidades (Deep Rising, Stephen Sommers, 1998) o tan modestamente simpático como Mandíbulas (Lake Placid, Steve Miner, 1999). Estas películas sí demostraban un genuino amor por el género y se notaba que había detrás de ellas personas que sabían qué hacer con la cámara, cómo narrar con imágenes y sonidos y cómo hacer cine, en definitiva. En Sharknado no hay nada de eso. Ni siquiera se puede decir eso tan socorrido (y un poco repelente) de “es tan mala que te ríes”. Porque esto no tiene ni puta gracia. Como mucho dos chistes sueltos, incluyendo un demencial salto final hacia lo imposible que hay que ver para creer. Lo bueno es que uno se da cuenta bien pronto y, siempre que no esté obligado a seguir (como servidor, que es un profesional y lo mismo se traga un peñazo de Ferrara que una bendita locura de Coscarelli, según decida El jefe), es fácil pulsar el Stop y pasar a otra cosa más interesante como reordenar nuestra colección de BluRays por orden alfabético, cortarnos las uñas o ver algún vídeo de monetes. Pero no me entendáis mal: Sharknado no es deplorable porque sus responsables no sepan qué es el raccord, el salto de eje o el etalonaje (o no tengan los recursos económicos ni días de rodaje suficientes como para preocuparse por esas minucias). Lo es porque, contando con unas bases tan propicias para el cachondeo, el desenfreno y el guiño pulp, al final resulta que es un verdadero tostón, un largometraje inútil y carente de gracia, una absoluta y total pérdida de tiempo. Y eso, tratándose de una historia sobre tornados que arrastran tiburones en su interior, es pecado mortal. ●

    Pedro José Tena.
    crítico de cine.

    Estados Unidos, 2013. Director: Anthony C. Ferrante. Guión: Thunder Levin. Productora: The Asylum / SyFy. Fotografía: Ben Demaree. Música: Ramin Kousha. Montaje: William Boodell. Intérpretes: Ian Ziering, Tara Reid, John Heard, Cassie Scerbo, Jaason Simmons, Alex Arleo. Duración: 85 minutos.

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