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    Libros | La última película, de Larry McMurtry

    La última película, de Larry McMurtry

    MALOS TIEMPOS, BUENOS TIEMPOS

    crítica de “La última película”, de Larry McMurtry | Gallo Nero

    Nadie espera nada al sur de Texas. Ni siquiera un futuro. Más que dormidos, los habitantes de Thalia parecen resignados a la aparente marginalidad de la geografía, el horizonte como ecuación, la imagen de los remolinos de polvo que mece el viento antes y después de cruzar la frontera: está ahí, pero no se toca. Las semanas se cuentan por años y los jóvenes envejecen de manera prematura. Huele a country, a gasolina, a fritada, a colonia de drugstore, a frustración sexual, a litros y litros de alcohol, se escuchan —entre líneas, soñando lo que leemos— ronquidos en un restaurante en el que la camarera oficia de psicóloga, o quizá sólo se limite a poner la oreja, ya que no tiene más remedio que estar ahí días tras día. Sus clientes más jóvenes anhelan partir en busca de la tierra prometida, aunque tampoco desprecian un doméstico final feliz, sin traspasar los límites del pueblecito que les vio nacer. A fin de cuentas, no es tan malo que todos se conozcan, que circulen rumores o chismes sobre el adulterio y las aventuras sexuales entre vecinos, que el único estatus posible sea cosa de aparentar más pero no mejor. La miseria, de puertas hacia adentro. Y las reuniones, con vodka. Porque La última película se vive en dormitorios, en coches, en porches diáfanos cuya pintura apenas sobrevive a la erosión del tiempo. Los clichés también son necesarios en la década de los 50. Así, el entrenador Popper escruta a sus alumnos con la dureza de un padre falto de cariño, como si su condición de macho alfa fuese un mérito inapelable, casi militar: mi mujer, se dice, no debería “sentir” cuando descargo dentro de ella. Mi Ruth, opina cruelmente, exagera la enfermedad igual que sus médicos, que la atiborran a pastillas que cuestan una fortuna. Y se lo dice a ella y a su alumno Sonny, un chico que acaba de romper con su mojigata novia, segundo capitán del equipo de fútbol junto a su amigo Duane y posiblemente el mejor y más ilusionante atleta que ha tenido jamás. El mismo que le hace el favor de llevar a Ruth al hospital, y Ruth es una señora de cuarenta años, flaca y un tanto desvalida por el golpe del cáncer, pero que a ojos de Sonny conserva —o todavía no ha potenciado— cierta sensualidad.

    La última película, de Larry McMurtry

    En la otra esquina se describe la relación de Duane con la caprichosa Jacy, narcisista que busca a su devaluado príncipe azul; ignorante, superficial, enamorada de una imagen publicitaria en la que ella interpreta a una especie de modelo pin-up perseguida por muchos hombretones. Él está enamorado. Ella, no. Él arde en deseos de verla desnuda y probarla toda, mientras que Jacy se niega a cruzar esa línea: primera base, y a esperar. Juegos lúbricos, si acaso uno de esos precalentamientos que te dejan a las puertas del placer. Allí se vive la extraña quietud de la servidumbre, de la felicidad que surge y se apaga como un intermitente —algo extrapolable a la ciudad, aunque con mayor artificio—. Por supuesto, también hay espacio para el desenfreno: los niños de papá practican el nudismo y se drogan en grupos endogámicos y algunos pegan por simple diversión. ¿Quién se halla detrás de esta historia de jóvenes en busca del inalcanzable sueño americano? Desde luego, un gran conocedor del sur y sus costumbres, de su fauna y de su atmósfera, del tedio existencial de esos paletos benignos que no tienen oportunidades. El retrato de Larry McMurtry en La última película —que un lustro más tarde de su publicación, en 1966, contaría con su doppel cinematográfico, dirigido por Peter Bogdanovich y protagonizado por Timothy Bottoms y Jeff Bridges— es el de un talento local que bebe de los grandes maestros de la literatura norteamericana. La forma, unas veces adusta y otras limítrofe a la gravedad del paisaje, se inscribe dentro de una tradición clásica. McMurtry (ganador del Oscar por su guión de Brokeback Mountain) se consagra a la narración puramente útil en detrimento de una descripción más compleja o psicológica. Importan los personajes y cómo estos reaccionan ante la aparición de nuevos obstáculos que ya se adivinaban con interés. Las barreras propias del entorno y sus nulas expectativas. Dejarse ir o (re)plantearse la derrota. Sonny, Duane, Jacy y Ruth se enfrentan a dilemas opuestos pero transversales; a la conceptualización, en fin, de las relaciones amorosas en un mundo que sospecha del cambio. Una época que prestigiaba la conveniencia frente al deseo: a falta de valentía, mejor tirar de nevera. Las privaciones siempre han residido en nuestra zona de confort. Y, sin embargo, aquello que nos comprende no es tanto fruto del azar o de nuestras elecciones como del contexto sociopolítico y, por tanto, generacional. Alrededor de ese sentimiento se mueven estos personajes en permanente búsqueda de sí mismos. El título de la novela, La última película, está de completa actualidad medio siglo después. En perspectiva, es una metáfora redundante. El cine del pueblo da las últimas bocanadas, se enfrenta a su cierre. La leyenda de Billy el Niño (Kurt Neumann, 1950) pondrá fin a ese ritual mágico, excusa de parejas que se cobijaban en la oscuridad para intercambiar caricias, o algo menos cursi. Pero ahora el local se queda vacío, sin ningún cartel ni referencia a próximos estrenos. Se acabó. O no. Los billares permanecerán en vigilia y Billy seguirá barriendo metódicamente su acera. Nada ha cambiado. Los hijos de los pobres parten a luchar por intereses ajenos a la monotonía del Sur. Mientras, Ruth Popper plancha con las manos la camisa de Sonny.

    Juan José Ontiveros.
    crítico de cine.

    La última película
    de Larry McMurtry.
    Gallo Nero | Narrativas | 328 páginas.
    ISBN| 978-84-938569-4-6.
    formato| rústica | 14x19 cm.
    traducción| Regina López.
    precio| 21 euros.
    “A veces Sonny se sentía como si fuera el único ser humano del pueblo. Era una desagradable sensación que solía experimentar por la mañana temprano cuando las calles estaban completamente vacías, como cierta mañana de sábado de noviembre.”
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