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    Cine Alemán Siglo XXI

    L'Amour fou (Jacques Rivette, 1969): «Ensayos para una ruptura»

    Ensayos para una ruptura

    L'Amour fou (Jacques Rivette, 1969)

    Francia, 1969. Título original: «L'Amour Fou». Dirección: Jacques Rivette. Guion: Marilú Parolini, Jacques Rivette. Compañía productora: Les Films Marceau, Cocinor. Dirección de fotografía: Étienne Becker, Alain Levent, en blanco y negro. Música: Jean-Claude Eloy. Montaje: Anne Dubot, Nicole Lubtchansky. Producción: Georges de Beauregard, Roger Scipion. Intérpretes: Bulle Ogier, Jean-Pierre Kalfon, Andre S. Labarthe, Denis Berry, Michèle Moretti. Duración: 255 minutos.

    «Lo he estado pensando y creo que estamos todos locos». Con esta cita que Rivette atribuye a Luigi Pirandello se iniciaba el pitch de L’Amour fou, consistente en apenas tres frases que pronto mutarían en una suerte de guion-guía de treinta páginas. La idea de psicosis colectiva –de complot acéfalo– atravesaría, sin embargo, todo su cine. Céline et Julie vont en bateau (1974), por ejemplo, nació bajo el signo de Lewis Carroll y su Alicia, quien, temerosa de adentrarse en la fantasía, decía no querer «caminar entre locos», a lo que el Gato de Cheshire replicaba: «Imposible hacerlo de otro modo: aquí todos lo estamos». Es precisamente en L’Amour fou y Céline et Julie donde, referenciándose inequívocamente la una a la otra, Rivette delimita la frontera entre lo lúdico y su contrario. ¿Acaso no es el «yo no jugaré nunca más, a nada» de Céline un eco no tan lejano del «hemos jugado demasiado» de Claire (Bulle Ogier)? Y viajando hasta la obra que las separa en el tiempo: ¿qué hace el personaje de Colin en Out 1 (1971) sino abdicar de los juegos rivettianos?

    El propio concepto de jouer entraña un desdoblamiento: ‘jugar’, por supuesto, pero también ‘interpretar’. El personaje de Claire huye del juego de L’Amour fou en dos tiempos: primero como pareja artística, abandonando el teatro donde su marido, Sébastien (Jean-Pierre Kalfon), prepara una representación de la Andromaque de Racine en la que ella iba a interpretar el rol de Hermione; la fuga del teatro conyugal, como pareja sentimental, no se producirá hasta más tarde. En un gesto decisivo, Bulle Ogier inaugura con su nombre los títulos de crédito y Claire con su partida el relato, coronándose como protagonista. Toda la película se erige a partir de este momento sobre su ausencia anunciada, dejando como único vestigio los susurros de la soledad registrados en un magnetófono que, reproducidos en bucle, embrujarán a Sébastien a la manera de aquel caballero medieval bergmaniano: «Ahora habito un mundo de fantasmas, prisionero de fantasías y sueños». Gesto decisivo también porque Rivette, hastiado de la dirección tradicional que había regido La religieuse (1966) a la vez que fascinado por su encuentro con Jean Renoir a propósito de Cinéastes de notre temps (1966), decide en este punto empezar de nuevo. El primer y el último plano de L’Amour fou son un lienzo en blanco y un llanto fuera de campo; una pantalla de cine aún por rellenar, un teatro a ocupar y un manifiesto todavía por escribir porque con él se reinicia todo (Bergman una vez más vía Persona, 1966 [1]). El autor, desde luego, eje de los textos críticos suscritos por Rivette para Cahiers du cinéma, pero también el actor, la trama y el espacio: todo se destruye salvo la película en sí como realidad en bruto que preexiste y supera al metteur en scène, a veces con resultados extraordinarios. Francisco Algarín nos recuerda que, en L’Amour par terre (1984), la aparición del espectro de Béatrice es muestra de aquello que, por imposible, tampoco admite ni guionización ni dirección [2]. Llama la atención, de hecho, que Kalfon tan solo actuase en estas dos cintas de Rivette con títulos tan afines y en las que interpreta, en la primera, a un dramaturgo que pierde a su amada por el texto, y en la segunda, a otro dramaturgo que trata de resucitarla de entre los muertos por medio del texto. «La única crítica legítima de una película solo puede ser otra película» [3].

    L’Amour fou se confecciona como la matrioshka con la que Claire juguetea en su reclusión. El recurso, abusado en la posmodernidad con fines autorreferenciales o «meta», es utilizado por Rivette para sublimar la mise en scène y cuestionar así la noción de autoría. La ejecución se realiza a través de un intrincado jalonamiento de puestas en abismo: Racine reinventando el texto clásico de Eurípides; Sébastien adaptando la pieza de Racine; André S. Labarthe (que se interpreta a sí mismo como cocreador de Cinéastes de notre temps  [4]) dirigiendo un falso documental para la televisión sobre los ensayos de Sébastien; Rivette filmando todo lo anterior. Es al rechazar la autoría cuando el ruanés encuentra su cine: una búsqueda de la verdad, de una esencia que solo rara vez se asoma por el ojo de la cámara. Constance Dumas, encarnada por Ogier en tanto que prosecución espiritual de Claire, la llamará «el todo» en La Bande des quatre (1988), mientras que Frenhofer querrá –y por desdicha alcanzará– «el absoluto» en La belle noiseuse (1991). Pero Rivette es consciente de que esa supresión del autor-demiurgo (de sí mismo) tiene sus límites. Así nos lo hace saber por mediación de Sébastien, su trasunto, quien reivindica la libertad artística de la cohorte teatral para acabar con lo que él denomina «mito del director» al tiempo que tiraniza su hogar. Además de que, siguiendo a B. Kite, Sébastien ni siquiera consigue «autoabolirse como figura paterna y líder del grupo» porque sus deseos de hacerlo se demuestran, cuando la cámara de televisión deja de grabar, espurios [5]. Bien al principio, Labarthe apunta que «la vida y el teatro se mezclan un poco… un poco demasiado». ¿Es por eso que Rivette, inconscientemente quizá, encierra a las actrices en los teatros de sus películas?

    Aunque Rivette no solo atenta contra la «política de los autores», sino también contra la idea de un pretendido cinéma-vérité al que asegura –no sin cierto orgullo– estar traicionando [6]. Bajo una óptica formal, lo que más sorprende de L’Amour fou es el uso de varios formatos para rodar los ensayos de Andromaque. Por un lado, la cámara Mitchell de 35mm, usada también para las escenas en el apartamento de la pareja; por otro, la Éclair Coutant de 16mm, vinculada al mencionado cinéma-vérité. La primera se define como espectador presente e invisible, casi siempre estático o, a lo más, pendular mientras escudriña el trabajo de actrices y actores desde la retaguardia. La segunda, a cargo del equipo de televisión, es un cazador furtivo que acosa a la compañía de teatro con zooms y primeros planos, transformando la realidad más que capturándola. Rivette, que luego la analizaría en profundidad en el marco de una conferencia, se inspiró sin duda de O něčem jiném (Věra Chytilová, 1963) [7] en la medida en que «es una película que depende del montaje», que «funciona como la alternancia irregular de dos películas autónomas [la narración paralela de la vida de un ama de casa y los entrenamientos de una gimnasta olímpica], cada una regida a todos los niveles por sus propias leyes formales, no solo en lo que a métodos de mise en scène, movimientos de cámara y dirección de actores se refiere, sino en el mismo montaje interno». Concluye Rivette: «El montaje es el mecanismo del engaño» [8]. L’Amour fou redobla la apuesta lanzada por Chytilová años atrás al intercalar la filmación dual del teatro con escenas de la vida doméstica. Es a través de estos intersticios por los que la película se cuela.

    Fiel a la asociación establecida entre montaje y engaño, así como a «una propuesta al espectador de colaborar» [9], Rivette nos hace partícipes de la manipulación. En la segunda hora de metraje, por ejemplo, Claire se desvanece de la pantalla durante casi cuarenta minutos. Al margen de alguna mención velada y de cierta llamada de teléfono donde únicamente vemos y escuchamos a Sébastien a este lado de la línea, ella deja de existir diegéticamente –y nosotros olvidamos, superada la curiosidad inicial, que existe–. En otras palabras: Rivette, como si de otro de sus complots balzacianos se tratase, nos convierte en cómplices del abandono de Claire. La infidelidad, consumada en este lapso breve y denso, pierde su etiqueta de tal al no tener contra quien ejercerse. Incluso la secuenciación de los días en planos insertos a modo de calendario es capciosa, señalando u omitiendo el transcurso de los mismos a voluntad. Así, cuando una segunda llamada de teléfono despierta a Sébastien en mitad de la noche anunciándole que su mujer ha intentado suicidarse, el efecto es terriblemente violento porque el mensaje contiene, paradójicamente, el recordatorio de que Claire sigue existiendo; a punto de perder la vida víctima del montaje, su retorno se obra asimismo merced a él. El impacto no sería posible sin la dilatación de los tiempos, ya que la profundidad del precipicio al que se asoma Claire viene dada por esa misma elongación en horizontal. La película, que comienza in media res, introduce desde su arranque el punto de conflicto (la salida de Claire de la producción), sin motivarlo ni dramatizarlo. Todo lo que resta será su descenso a los infiernos. ♦


    «L’Amour fou se confecciona como la matrioshka con la que Claire juguetea en su reclusión. El recurso, abusado en la posmodernidad con fines autorreferenciales o «meta», es utilizado por Rivette para sublimar la mise en scène y cuestionar así la noción de autoría».


    Claire sufre de un malestar parasitario que Rivette diagnosticó como «celos» [10] (el gran tema, dicho sea de paso, de Andromaque). La relación con su némesis, Marta (Josée Destoop), una antigua novia de Sébastien que acaba de sustituirla en el papel de Hermione, está articulada en torno a la oposición, luego vampirización entre ambas. En lo onomástico, Claire evoca la luminosidad, mientras que Marta dibuja una referencia directa a Pirandello cuando relata que su nombre artístico se debe a la musa y amante epistolar de aquel, la actriz Marta-Abba [11]. De manera alusiva a Claire, la esposa de Pirandello, Maria Antonietta Portulano, sufrió un colapso nervioso que la hizo enloquecer de celos, presentando a menudo episodios de violencia. El propio Rivette confesó haberse valido de uno de estos episodios para el momento en que Claire, silenciosa y alfiler en mano, amenaza con perforar los ojos de Sébastien mientras duerme. No obstante, la escena produce más lástima que espanto; es un juego letal, sí, pero un juego, al fin y al cabo. Porque si Claire está loca, lo estaría, a lo sumo, tanto como cualquiera, y porque hasta el más cuerdo es capaz de cometer un acto de locura cuando las pasiones pierden sus cadenas, un acto que se torna en pesadilla de la vigilia y al que se regresa, entre escalofríos, por los viaductos del recuerdo. En 1919, Portulano fue internada en una institución de la que jamás saldría; murió cuarenta años más tarde. Gracias a Claire, Rivette reescribe su desventura, liberándola.

    Pero si los celos no alcanzan a explicar la carcoma que está consumiendo a Claire, ¿qué queda? Pues aquello que lo justifica todo: el amor y su ausencia. Rivette se dio cuenta durante la producción de que su película era, en cierto modo, un remake de Lilith (Robert Rossen, 1964) [12]. En la estadounidense, Warren Beatty cae perdidamente enamorado de Jean Seberg, la cual está ingresada por supuesta esquizofrenia en el manicomio donde él trabaja. Es, sin embargo, una pregunta que otro interno le plantea a Beatty la que serviría de rúbrica para el personaje de Claire: «¿Crees que la locura podría ser algo tan simple como la infelicidad?». L’Amour fou es la respuesta confusa y triste a esa pregunta. También funciona como homenaje al primer Amour fou, el de André Breton (1937), de quien toma su nombre: «Es allá, en lo más profundo del crisol humano, en esa región paradójica donde la fusión de dos seres que se han realmente escogido restituye a todas las cosas los colores perdidos del tiempo de los antiguos soles, y donde no obstante la soledad también causa estragos» [13]. Claire no se abandona al delirio, sino que es abandonada. Para Rivette, que había vivido hacía algunos años una complicada relación romántica con Marilú Parolini (coguionista del film), el arte implica un compromiso total cuyo precio a pagar es, quizá, demasiado alto. Intuimos que Andromaque saldrá adelante a costa del amor; que Sébastien, quien aparte de dirigirla interpreta en ella a Pirro, rey de las victorias gravosas, ganará la guerra, mas no sin antes haber perdido mil batallas. Es la conclusión antitética a otra película de Rivette muy posterior, Va savoir (2001), donde la escenificación de una obra de teatro (de Pirandello, por cierto) insufla de nuevo vida en una pareja en descomposición: la del director (Sergio Castellito) y la protagonista (Jeanne Balibar).

    Los abismos sentimentales que asolan a Claire terminan inexorablemente por arrastrar a Sébastien. En la que es, en retrospectiva, una de las escenas más turbadoras de toda la filmografía rivettiana, Kalfon, basándose en una pelea real entre Jean-Luc Godard y Anna Karina [14], tenía que rasgar con unas tijeras la camisa de Ogier; se rodaron una veintena de tomas sin éxito. Al día siguiente, la escena se había visto alterada: ahora era Kalfon el que laceraba su propia ropa con una cuchilla, automutilándose. La sangre que enseguida decora su brazo es real; una toma bastó para derramarla. El trance recuerda al fragmento eliminado del último episodio de Out 1, que mostraba a Colin «llorando, gritando, aullando como un animal, golpeándose la cabeza contra la pared, rompiendo la puerta de un armario, retorciéndose en el suelo antes de calmarse y tocar, extasiado, su armónica» [15]. En ambas escenas, Rivette parece cruzar su gran línea roja, cuya indagación constituye a su vez el núcleo central de La belle noiseuse: el pudor, las aristas ocultas del alma que la cámara o el pincel invocan pero que resultan demasiado íntimos para ser plasmados. Aunque, irónicamente, Out 1 surgió en reacción al «psicodrama, psicosis incluso» [16] de L’Amour fou, ni siquiera aquella odisea de trece horas rumbo a los confines de la ficción sirvió para frenar la irrupción de esa angustia prohibida. La advertencia proferida por Frenhofer, maestro de la Noiseuse, adquiere así un cariz oscuro al repensar los cortes de Sébastien: «Si llego hasta el final, habrá sangre en la tela».

    No menos interesante es la lectura política a la que L’Amour fou se presta. Están, por una parte, los métodos de producción de la película: la ya discutida mitigación del rol totémico del metteur en scène; la libertad absoluta de la que gozó el equipo de Labarthe para las tomas en 16mm; los diálogos, escritos codo con codo entre Rivette, Parolini, Ogier y Kalfon la víspera. Por otra, está lo que se muestra, y lo que no, en el teatro; es decir: los métodos de producción de Andromaque. ¿Qué se muestra? Los ensayos de actrices y actores, las dificultades económicas para sacar la función adelante, la presión impuesta por una fecha límite –el trabajo–. ¿Qué no se muestra? La representación final, el aplauso del público, la vanidad mitológica del vestuario –el producto acabado y su consumo–. Tanto es así que Kalfon, miembro junto con Ogier de la tropa teatral de Marc’O, pudo reclutar al elenco de Andromaque de entre sus socios con vistas a estrenar verdaderamente la pieza que estaba dirigiendo para L’Amour fou. Por diferentes razones, el proyecto fue abortado; la película es todo lo que resta de aquella empresa.

    El mismo Rivette consideraba L’Amour fou una obra «profundamente política» [17], si bien se lamentaba de que fuese, «a mi pesar, mi Prima della rivoluzione [Bernardo Bertolucci, 1964]» [18]. Como ya ocurrió con Paris nous appartient, filmada en 1958 y estrenada en diciembre de 1961, su tercer largometraje parece llegar a destiempo: en el momento del rodaje, en verano de 1967, L’Amour fou retrataba el clima parisino de aparente calma antes de la tormenta sin recurrir por ello al enfoque sociológico de Jean Rouch o Chris Marker en Chronique d’un été (1961) y Le Joli Mai (1963), respectivamente [19]. Empero, al estrenarse en enero de 1969, sus imágenes estaban condenadas a contar una prehistoria reciente de la que tan solo quedaría algún rumor… ¿verdad? Abstraigámonos por un instante de las fechas. ¿No diríamos que la película describe, como tocada por el don de la profecía, toda la parábola que va desde el pre-mai 68 hasta sus cenizas tras haber atravesado en su vértice (en su clímax) el fuego de las barricadas? Porque en L’Amour fou está Week-end (Jean-Luc Godard, 1967) y está La Maman et la Putain (Jean Eustache, 1973), pero también la Calle Gay-Lussac al abatirse sobre ella la noche un 10 de mayo.

    «En una regresión alucinada al estado de naturaleza rousseauniano, los amantes demuelen de un mismo golpe los muros que los oprimen y las estructuras que los gobiernan; estando presos en Bastilla, desde allí describen la libertad. Porque este no es solamente el último ensayo para una ruptura romántica. Con la pintada de MORT À LA FRANCE en la pared, Rivette está guillotinando un sistema político, pero con el hachazo de Sébastien a la pantalla de un televisor y el aniquilamiento total del espacio –del escenario/scénario– está detonando el medio».


    Llegados a este punto, hay que detenerse en la secuencia que bien le vale al film su título: la destrucción del domicilio conyugal, que supone un contrapunto al resto del metraje por su condición de irrepetible, extraña por tanto a ensayos y recalibraciones. De existir breves destellos de verdad en L’Amour fou, estos no han de rastrearse en los 16mm del teatro sino aquí, en lo salvaje y crudo de una folie à deux improvisada para la historia. Es imposible saber si Claire y Sébastien desuelan el nido (qué mejor testigo de sus aventuras) en un intento vano de renovar los lazos que los unen o si simplemente tratan de agotar a la carrera hasta el más mínimo ápice de su amor, pero la devastación se lleva a cabo con idéntico entusiasmo al de una pareja feliz construyendo su nuevo hogar. En una regresión alucinada al estado de naturaleza rousseauniano, los amantes demuelen de un mismo golpe los muros que los oprimen y las estructuras que los gobiernan; estando presos en Bastilla, desde allí describen la libertad. Porque este no es solamente el último ensayo para una ruptura romántica. Con la pintada de MORT À LA FRANCE en la pared, Rivette está guillotinando un sistema político, pero con el hachazo de Sébastien a la pantalla de un televisor y el aniquilamiento total del espacio –del escenario/scénario– está detonando el medio. L’Amour fou era desde el principio una ruptura con el cine. Un grito.

    La secuencia es una rara avis también dentro de la filmografía de Rivette, la cual rezuma sensualidad al tiempo que se halla desexualizada casi por completo. El ocaso de la relación, sin embargo, está inyectado de una pasión libidinosa e indómita, que quita el hambre porque devora. Con el apartamento apenas en pie y envueltos en una capa, Claire y Sébastien se asoman al balcón, único resquicio a salvo de su furia primitiva; dos vampiros, se diría, postrándose una última vez ante el amanecer de París por tan solo llegar a verlo. Subidos a la atalaya, pareciera que ni el mundo entero podría con su amor, que el espacio se reduciría a polvo antes que impedir que la llame perdure. Pero al tiempo… al tiempo no le escapa nadie. Claire y Sébastien han jugado demasiado. La ceremonia animal del adiós ha concluido, y cuando todo está ya dicho, solo queda despedirse. La utopía que aquí se derruye no toma la forma de sociedad secreta (la Organización en Paris nous appartient, los Trece en Out 1), sino de asociación pública: el matrimonio.

    L'Amour fou de Breton se cerraba con unas palabras para su hija: «Te deseo que seas locamente amada» [20]. Me pregunto si el de Rivette no termina de la misma forma, a pesar de todo. Lo que ya sospechábamos cuatro horas atrás, en aquellos comienzos que se antojaban premonitorios, se acaba de convertir en certeza: no es tanto que los primeros planos de L’Amour fou sean una prolepsis como sí que toda la película es, en realidad, un largo flashback; una sucesión de los recuerdos de un naufragio arraigados en la memoria de Sébastien y Claire y rescatados para nosotros. «No es lo mismo irse que desaparecer», decía uno de los personajes de L’Amour par terre. A través de los sonidos registrados en un magnetófono, Sébastien trata de llegar al mismo lugar que el viajero en su tiempo de La Jetée (Chris Marker, 1962): el momento preciso en que se torció todo. Las consecuencias son, por supuesto, fatales para ambos. Cuando Claire se evapora de París, Sébastien deja de reconocer la ciudad y hasta a sí mismo; solo al contemplar su rostro frente al espejo descubre que, como Alicia, ya lo ha atravesado. Sus facciones están descompuestas y las cuencas de los ojos, hundidas en la umbría, le otorgan un aspecto demoníaco. Sébastien, como el resto de los fantasmas de Rivette, ha penetrado en un mundo muy similar y completamente distinto al nuestro; a este mundo lo llamamos «vida paralela». Claire, por su parte, ha evadido los reflejos que la atormentaban durante todo el film: en Hermione, en Marta, en la lente de la cámara, en los espejos de los cafés, en la portada de un disco. Cuando mira por el cristal del tren, el paisaje de campaña es nítido y ella, habiéndose zafado de Sébastien y de su doble, es solo una, libre al fin. Se trata de un desenlace como aquellos que Rivette achacaba a su querido Corneille: «Feliz, sí, pero solemne» [21].

    Un nuevo fundido a blanco y un nuevo llanto preludian un nuevo origen y un viejo consuelo: mañana seguirá habiendo cine, después de todo.


    Carlos Cruz Salido |
    © Revista EAM


    1) Fue Rivette quien trazó la equivalencia entre estos dos planos y el inicio y el final de la película de Ingmar Bergman, resumiéndola en una frase: «Nada habrá tenido lugar salvo el lugar» (Jacques Aumont, Jean-Louis Comolli, Jean Narboni y Sylvie Pierre, «Entretien avec Jacques Rivette: le temps déborde». Cahiers du cinéma, n° 204, septembre de 1968). No sorprende que en las listas anuales de mejores películas publicadas en Cahiers du cinéma, Rivette había situado Persona como el mejor film estrenado en 1967 (Cahiers du cinéma, n° 198, febrero de 1968). Det sjunde inseglet (1957), citada más arriba, figuró en su lista como la sexta mejor película estrenada en 1958 (Cahiers du cinéma, n° 92, febrero de 1959).
    2) Francisco Algarín Navarro, «Escenas de vida paralela. Las películas-fantasma de Jacques Rivette». Athenaica, 2015, p. 51.
    3) Jacques Rivette, «L’âme au ventre». Cahiers du cinéma, n° 84, junio de 1958.
    4) En la fachada del teatro vemos, a modo de broma, que Rivette lo ha llamado «Théâtre de notre temps».
    5) B. Kite, «Jacques Rivette and the Other Place, Track One». Cinema Scope, n° 30, primavera de 2007.
    6) Jacques Aumont, Jean-Louis Comolli, Jean Narboni y Sylvie Pierre, op. cit.
    7) Aunque las rimas con otra película de Chytilová, Sedmikrásky (1966), saltan a la vista, Rivette confirmó que la vio una vez terminada L’Amour fou (Íbid.), por lo que todo parecido no es más que sintomático.
    8) Jean Narboni, Sylvie Pierre y Jacques Rivette, «Montage». Cahiers du cinéma, n° 210, marzo de 1969.
    9) Yvonne Baby, «Entretien avec Jacques Rivette: “Dans L’Amour fou, le vrai sujet c’est la durée”». Le Monde, 2 de octubre de 1968.
    10) Thierry Méranger, «L’invention, l’écart et le pas de côté. Entretien avec Bulle Ogier». Cahiers du cinéma, n° 801, septiembre de 2023.
    11) La relación entre las actrices también concierne a sus caracterizaciones: Claire tiene los cabellos rubios como un día de verano; Marta, una hermosa melena de color negro azabache. En uno de los escasísimos planos filmados a pie de calle, Rivette refuerza ese contraste al colocar a la primera bajo una marquesina que reza «Reina Blanca», remitiéndonos irremediablemente tanto a Phénix (1970), película-fantasma nunca rodada en que una revenante, la Dama Blanca, solo se manifestaba por la voz –al igual que Claire en sus grabaciones–; como a Duelle (1976), donde un enfrentamiento más allá del tiempo se libraba entre la Hija del Sol (interpretada asimismo por Ogier) y la Hija de la Luna (Juliet Berto, quien además comparte un sorprendente parecido físico con Destoop).
    12) Jacques Aumont, Jean-Louis Comolli, Jean Narboni y Sylvie Pierre, op. cit.
    13) André Breton, «L’Amour fou». Alianza, 2000, p. 21.
    14) Cyril Béghin, «Entretien avec Bulle Ogier: l’acteur créateur». Cahiers du cinéma, n° 720, marzo de 2016.
    15) Jonathan Rosenbaum, «Tih-Minh, Out 1: On the non-reception of two French serials». The Velvet Light Trap, n° 37, primavera de 1996.
    16) Bernard Eisenschitz, Jean-Andre Fieschi y Eduardo de Gregorio, «Entretien avec Jacques Rivette». La Nouvelle critique, n° 63 (244), abril de 1973.
    17) Jacques Aumont, Jean-Louis Comolli, Jean Narboni y Sylvie Pierre, op. cit.
    18) Yvonne Baby, op. cit.
    19) Como curiosidad, Parolini es entrevistada en la primera, mientras que Rivette hace cameos en ambas. En Chronique, de hecho, Rouch filmó a la pareja tras haber pasado su primera noche juntos.
    20) André Breton, op. cit., p. 133.
    21) Jacques Rivette, le veilleur (Claire Denis y Serge Daney, 1990).


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