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    Festival de Cannes 2017 | Día 4. Críticas: 120 battements par minute / Le redoutable / La hijas de Abril / Alive in France / Teherán Taboo

    Sabotaje godardiano

    Crónica de la cuarta jornada de la 70ª edición del Festival de Cannes.

    Cannes. 18:30. Los alrededores de la Debussy están a rebosar. El festival ha programado en Sección Oficial un sábado más francés si cabe. Por la mañana, estreno de 120 battements par minute, de Robin Campillo. En pocos minutos, a las 19:00, se estrena la temida Le redoutable, de Michel Hazanavicius. Llegamos un poco tarde tras el pase anterior y nos tememos lo peor. Las colas son interminables. La sala Debussy tiene capacidad para alrededor de 1000 personas, pero es tal la expectación en el primer fin de semana de festival que, ante tal gentío, tememos quedarnos fuera. La cola parece que no termina nunca. Cuando por fin llegamos al final, las esperanzas están por los suelos. Pero aquí hemos venido a jugar. Decidimos quedarnos. Los minutos pasan y, en la lejanía, vemos que todavía no han abierto las puertas. Nos extraña. ¿Cómo piensan apañárselas para colocar a toda esta gente en la sala, pasando los controles previos de seguridad, en tan solo diez minutos? De repente, todo el personal del festival baja las escaleras de acceso. Extraño. Algo está ocurriendo. La seguridad del festival empieza a pedirnos que nos alejemos y, ante la falta de información, uno echa mano de la fuente de información más fiable del siglo XXI: Twitter. Comentan que una mochila sin dueño ha obligado a desalojar el Palais y ha puesto en marcha todos los protocolos. Es todo bastante confuso, porque el festival ni confirma ni desmiente, pero en ningún momento hay miedo o pánico. La gente se va dispersando poco a poco, frustrados por lo que parece una inminente cancelación del pase. Y en ese momento, cuando uno está a punto de ver qué puede recuperar a esas horas, aparece Frémaux para devolver la normalidad. Falsa alarma. Y entonces se produce la magia. Hay mucha menos gente, la cola se reorganiza y la posición de salida asegura la entrada. En fin, que no hay mal que por bien no venga, y más cuando todo parece indicar que se ha tratado de un descuido y que el susto ha quedado en otra anécdota más de un festival que continúa dando señales de buen cine.

    120 BATTEMENTS PAR MINUTE

    Robin Campillo, Francia | COMPETICIÓN.

    Por Alberto Sáez Villarino

    Desde el año 2010 se ha producido un aumento del 84% en el número de personas que tienen acceso al tratamiento antirretrovírico para el VIH. No obstante, es muy preocupante que, tanto a comienzos del nuevo siglo como en los pasados dos años, las infecciones de sida también se hayan incrementado exponencialmente. Los afectados en Europa Oriental y Asia Central aumentaron en un 30% entre el año 2000 y el 2014, y el número de muertes asociadas a esta enfermedad pasó a multiplicarse por tres. Estas cifras requieren una acción inmediata, sobre todo cuando la única explicación plausible a esta situación reside en que las nuevas generaciones no recuerdan el estado de pánico sufrido entre los años 80 y 90. 120 battements par minute funciona como uno de los avisos más certeros que nuestra olvidadiza sociedad necesita, no sólo por su mensaje, sino también por la acertada estética atemporal que permite asimilar la película de Robin Campillo, al airado grito de protesta contra las farmacéuticas que evidencia, y sobre todo, a un profético y lacerante retrato sobre las devastadoras consecuencias que tendría retomar los malos hábitos pasados para caer de nuevo en la ignorancia sexual. Esto se aplica a familias, amigos, colegios, medios de comunicación… el hecho de evadir, por vergüenza, pudor, protección, conservadurismo o cualquier otra excusa moral, un debate impostergable y de urgencia vital como es el de la protección sexual, no evitará, que los jóvenes comiencen a interesarse por las relaciones íntimas y el descubrimiento del cuerpo, propio y ajeno, sino que los condenará a una peligrosa exposición a un virus degenerativo que los acompañará hasta el final de sus días.

    El filme relata la incansable lucha de un grupo activista que se enfrentó a la desconsideración con la que las empresas farmacéuticas cubrían sus urgentes necesidades sanitarias. Act Up surgió en Nueva York en 1987 como respuesta a la estigmatización y el desprecio que sufrieron los millones de enfermos seropositivos. En 1989 el grupo se extendió a Francia con Act Up París. Pronto surgieron los conflictos internos de un grupo que se dividía entre los “positivos” y los “negativos”. La intensidad y metodología que seguían en cada una de las manifestaciones se convirtió en el gran punto discordante de la asociación. Los espectadores se debatirán entre las dos posturas a las que aferrarse pues, si bien habrá quienes condenen la violencia como actitud injustificable en cualquier protesta, lo cierto es que se entenderán muy bien sus argumentos y la apremiante urgencia de su discurso. Melton Pharm exigía tiempo y paciencia a un grupo de gente que veía como sus compañeros fallecían a diario de una forma espantosa, completamente desfigurados. El mensaje de 120 battements par minute se transmite mediante una estrategia de desasosiego. La incomodidad es la premisa principal de una cinta que, no sólo se aprovecha de la asimilación, la familiarización y la aceptación de la muerte como centro argumental, sino que también se servirá de la forma para despertar inquietud en el espectador; las largas tomas de relaciones homosexuales masculinas —todavía mucho más pudorosas que las femeninas—, así como la constante presencia de material sanitario, enfermedad y muerte, resulta algo muy difícil de contemplar durante dos horas y media, algo que se hará, no obstante, más llevadero gracias a un constante y nigérrimo humor, y a un poderoso manifiesto de protesta contra la banalización de la vida y la deseducación hegemónica. (★★★)

    ALIVE IN FRANCE

    Abel Ferrara, Francia | QUINCENA DE REALIZADORES.

    Por Alberto Sáez Villarino

    Una heroinómana inyectaba una dosis, en un arranque de generosidad post-éxtasis, a Harvey Keitel en una icónica escena de Teniente corrupto mientras pronunciaba: “Los vampiros tienen suerte. Se alimentan de otros. Nosotros tenemos que alimentarnos de nosotros mismos”. Las adicciones han sido una de las principales obsesiones de Abel Ferrara, quien, como adicto —o exadicto, si es que tal condición es posible—, no tiene miedo a describir de forma gráfica el universo decadente y autodestructivo en que se convierte la vida de todo toxicómano. En el contexto de su filmografía previa entendemos la presencia de ese viejo decrépito que no resulta nada simpático, desaliñado, sin el menor respeto por la higiene, con una mirada incapaz de concentrarse en un punto concreto por más de un segundo e incapaz de cerrar la boca pues, sus dientes, deformados por el exceso de crack, empujan a su labio inferior al tiempo que las mandíbulas expanden su mentón para proporcionarle la apariencia de alguien perteneciente a un período evolutivo remoto; el eslabón perdido que se presenta, frente a una multitud, lleno de vanagloria y falsa modestia.

    El controvertido director parece que, movido por la pretenciosa autoadmiración, construye una película autobiográfica con la intención de evidenciar la manera en la que ha encarrilado su proceso de rehabilitación: ha organizado un tour musical junto a su banda para interpretar algunos de los temas relacionados con su filmografía en pequeños locales. El resultado es tan sórdido como divertido; un aprendiz de Henry Chinansky toma el escenario, junto a su incomprensiblemente joven y guapa mujer, a la que no tiene reparos en exhibir, no ya por su talento musical, sino por sus atributos físicos, así pues, la usa como objeto sexual ante un público que premia con aplausos y miradas lascivas los sensuales bailes de la mujer. Presumiblemente alcoholizado, el artista convertido en estrella del rock se apodera del escenario escupiendo rimas ofensivas y provocando al público con insultos. La iconoclastia de Ferrara no le impide caer en la vanidosa presunción de que, primero, el público estará dispuesto a verle desvariar con pocos modales y menos ritmo encima de un escenario, y segundo, que también le interesará ver el “cómo se hizo” de esa gira. No obstante, sí es cierto que el director sabe cómo conquistar a su público, al presentar una apuesta arriesgada que asume de manera inconsciente y temeraria, pues expone un mensaje abigarrado y difuso que terminará por descomponerse, por entregarse al sobrecogimiento visceral y a la degradación genérica. Muy lejos de alcanzar, o tan siquiera anhelar, la perfección, Ferrara hace de sus defectos la mayor virtud de su trabajo. (★★)

    LE REDOUTABLE

    Michel Hazanavicius, Francia | COMPETICIÓN.

    Por Alberto Sáez Villarino

    Michel Hazanavicius llegaba a la Croisette, no sin pocos contratiempos —ver prólogo—, con un retrato episódico de la época revolucionaria de Godard. La película está ambientada, siguiendo la clasificación propuesta por David Foster Wallace, en el año de la ropa interior para adultos “Triumph”, y muestra la relación entre el director francés y la que sería su mujer, Anne Wiazemsky. Pese al recurrente humor de Hazanavicius, que acierta a dotar al protagonista de un aire de entrañable comicidad, al menos durante los primeros minutos de metraje, el filme plantea una visión completamente desmitificadora del gran precursor de la Nouvelle vague, pues lo expone a una cruel lectura idiosincrática donde los rasgos más destacables de su persona son la pedantería y la exaltación fanática revolucionaria. Godard, que acababa de rodar La Chinoise con la colaboración interpretativa de su mujer, es un personaje antipático e incomprensible; incapaz de responder al cariño y entrega que la sobrina de Mauriac había depositado en él, relega a su pareja a una posición secundaria con respecto a su mayor y única prioridad, que ya no sería ni tan siquiera el cine, sino la revolución. El estado social de Vietnam le resultaba un asunto de mayor importancia y urgencia que las “niñerías” solicitadas por su mujer, derivadas de su inocencia y la admiración hacia su marido, y enfocadas a poder llevar una vida matrimonial, si bien no tan idealizada como la esperada a los 19 años, sí al menos más cercana a un convencionalismo familiar, tan alejado de la constante protesta en la que su marido había quedado cegado por completo. El Godard de Hazanavicius es un payaso incapaz de mantener una conversación coherente, si no es con otro exaltado líder de ideología radical similar a la suya. Su personaje se ve deformado por la obsesión de cambiar necesariamente todo el sistema de gobierno capitalista mundial, recurriendo para ello a un suicidio virtual al que hace mención en varias ocasiones: “Godard ha muerto”, repite orgulloso mientras explica sus motivos de renuncia a todo aquello que lo había hecho grande, hasta el punto de llegar a boicotear al Festival de Cannes, en las famosas revueltas estudiantiles del 13 de mayo de 1968, de las cuales se hace a Godard el principal responsable. El director, apoyado por una fantástica interpretación de Louis Garrel, recurre a constantes guiños autorales del protagonista, hasta el punto que resulta difícil valorar el estilo y la forma de Hazanavicius, pues se ve demasiado comprometido por la inspiración godardiana. En cualquier caso, el metraje se vuelve deliberadamente extenuante, la relación de la pareja protagonista es agotadora en las constantes vejaciones y desprecios de un enfervorecido Godard que irá pasando de la indignación al autocompadecimiento en este particular descenso hacia la locura que termina por componer una caricatura ridícula del mito. No quedan, en ningún caso, claras las verdaderas intenciones del realizador: ¿homenaje o denuncia? (★★★)

    LAS HIJAS DE ABRIL

    Michel Franco, México | UN CERTAIN REGARD.

    Por Víctor Blanes Picó

    Pocos directores han interiorizado tan bien las formas del cine latinoamericano imperante en festivales como Michel Franco. El mexicano es uno de los maestros de esa sequedad que impregna gran parte de los relatos que nos llegan del otro lado del charco. En este tipo de cine, entramos constantemente a las escenas cuando ya ha empezado la acción o justo cuando está a punto de terminar para luego estirar sus consecuencias psicológicas. Esta forma de estructurar la narración fragmenta un relato en el que una gran parte de su intrahistoria sucede siempre en fuera de campo. Es su baza para generar tensión, esconder gran parte de las motivaciones y sentimientos de los personajes, su pasado y sus pensamientos reales, para construir una atmósfera en la que todo está a punto de saltar por los aires. Es la representación en imágenes de esa aparente calma anterior a una tormenta que no esperas. En Las hijas de Abril, las relaciones familiares entre las protagonistas parecen sostenerse sobre un fino hilo. Tras un largo tiempo de ausencia, Abril (Emma Suárez, como siempre, impecable en la construcción interna y externa del personaje) vuelve a México para descubrir que Valeria, su hija menor, está embarazada y que ella y su novio han decidido continuar adelante. Cuando nace el bebé, la incapacidad de ambos para criarlo hará que Abril tome una serie de decisiones que nos descubrirán a un personaje mucho más oscuro de lo que parecía.

    No hay que buscar metáforas ni lecturas sociales en el relato que presenta Franco. La historia es la que es. Su ambición no va más allá de querer perfilar en Abril a una madre que, apoyándose en una serie de excusas, decide manipular la realidad que le rodea para crearse un mundo donde pueda ser más feliz. La propuesta pasa simplemente por tejer el filtro formal del que hablábamos anteriormente y aplicarlo punto por punto con una frialdad pasmosa. Y aquí es donde la buscada sencillez y la total evasión moralista chocan con la forma en la que Franco decide armar su relato. Su voluntad de mostrar la historia tal como es, sin posibles dobleces y de manera decididamente superficial, para colocar la responsabilidad analítica en el espectador, es difícil de compensar con una puesta en escena en la que la elipsis es clave para transformar en tensión todo lo que acontece. De este modo, mientras por un lado se presenta como una película que no quiere emitir ningún juicio de valor, por el otro construye su relato dosificando la información para marcar el camino. No es cuestión, claro está, de ofrecer respuestas machacadas y totalmente dirigidas hacia el respetable, sino más bien de otorgar cierta profundidad al discurso para que esa exploración un tanto oscura de la maternidad no se quede en un acto vacuo. (★★)

    TEHERÁN TABOO

    Ali Soozandeh, Alemania, Austria | SEMAINE DE LA CRITIQUE.

    Por Víctor Blanes Picó

    La escena con la que se inicia Teherán taboo será posiblemente una de las mejores aperturas del festival. En ella se concentran gran parte de los temas (o tabúes) sobre la capital iraní que poblarán la película. La visión sobre el sexo y la mujer se presentan a través de tres historias que acaban enlazándose: una madre que debe recurrir a la prostitución para sacar a su hijo adelante, con el marido en la cárcel y sin libertad de decisión debido a los permisos que necesita de este para cualquier acción; una ama de casa infeliz que ve cortadas sus alas constantemente por parte de su marido y sus suegros; una joven que necesita una operación para salvar su honor. Tres mujeres, en otro lugar, se enfrentarían a sus problemas de manera muy diferente. Pero el contexto es importante. Estamos en Teherán. Una ciudad donde, por ejemplo, los medios de transporte público están separado en dos zonas, una para mujeres y otra para hombres. Un entorno donde el hecho de ser mujer ya te sitúa en una posición complicada que te obliga a agachar la cabeza y asumir el rol asignado por una mezcla entre religión, tradición y patriarcado, o transitar por las sombras para intentar sobrevivir.

    Con todo ello, resultaba difícil que Ali Soozanfeh pudiera levantar una ficción en Irán que tratase la sexualidad de manera abierta. La imposibilidad de rodar en la ciudad y la experiencia previa del director le llevaron a usar la animación para poder plasmar la historia que quería. Teherán taboo no retrata grandes revoluciones ni actos grandiosos. Al contrario, se centra en el ambiente familiar e íntimo para encontrar los pequeños actos revolucionarios a los que se tienen que enfrentar las mujeres en su día a día. Las prohibiciones legales y las restricciones morales empujan a las tres protagonistas (y también a muchos hombres que las rodean) a llevar una doble vida, a construir un mundo paralelo en el ámbito privado en el que puedan aspirar a un mínimo de libertad. Con ritmo ágil y encontrando buenos recursos para el montaje y el enlace de imágenes, Teherán taboo sabe encontrar el balance entre emotividad y denuncia para, dándole una vuelta a la sencillez de la rotoscopia y con un interesante planteamiento cromático, conseguir capturar las luchas cotidianas de una urbe asediada por un sentimiento de paranoia y secretismo. (★★★)

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