ENCENDER UNA VELA
Estudio sobre la serie ANDOR (Disney +).
ELISENDA N. FRISACH | BARCELONA.
Como muy bien señala la archifamosa sentencia del Eclesiastés en la Vulgata de San Jerónimo, «nada hay nuevo bajo el sol»; de ahí que la propaganda, que parece un invento del siglo pasado, ya hubiera sido el gran instrumento de César Augusto para acceder al poder por línea de descendencia en una sociedad que, más que no creer en este tipo de derecho sanguíneo o divino, lo rehuía como a la peste por las funestas experiencias que había tenido al respecto en el pasado. Tan bien lo hizo, de hecho, que a día de hoy muchos siguen romantizando el Imperio romano como si no hubiera sido ni más ni menos que lo que cualquier otro régimen absolutista con voluntad expansionista, esto es, una potente máquina de aniquilación de personas y de culturas con el objetivo de apropiarse de los recursos naturales foráneos y asentar su sistema productivo y social en la mano de obra más barata que imaginar cupiera, llámesele esclavos, mujeres, bárbaros... o pobres. O en las palabras mucho más contundentes de Simone Weil:
«Los romanos conquistaron el mundo mediante la seriedad, la disciplina, la organización, la continuidad de su visión y sus métodos; mediante la convicción de que eran una raza superior, nacida para mandar; mediante el uso meditado, calculado y metódico de la crueldad más despiadada, de la perfidia más fría y de la propaganda más hipócrita, empleadas simultánea o sucesivamente; mediante una determinación inquebrantable de sacrificarlo siempre todo por el prestigio, sin ser nunca sensibles al peligro, a la piedad o a cualquier respeto humano; mediante el arte de doblegar el alma misma de sus adversarios recurriendo al terror, o de adormecerlos dándoles esperanza, antes de esclavizarlos con las armas; y, por último, mediante un manejo sumamente hábil de la más burda de las mentiras que han engañado incluso a la posteridad y que nos siguen engañando aún.»
No es casualidad, en consecuencia, que Benito Mussolini se basara en el modelo de la Roma imperial para crear sus fasci di combattimento, ante la imposibilidad de Occidente, una vez finiquitada la Primera Guerra Mundial, de seguir manteniendo el entramado colonial que tantos réditos le había dado a su economía.
Volver al pasado como una forma de legitimar las transformaciones del presente es una táctica ladina pero brillante, dado que fomenta un sentimiento de arraigo y continuidad, tan necesario en tiempos convulsos. Y no creo que haya demasiadas dudas de que vivimos en una época de crisis muy parecida al periodo de entreguerras, y cuya explosiva espoleta fue activada, precisamente, por otra gran crisis financiera sufrida en la metrópoli imperial: la de las hipotecas subprime en 2008. En estos más de quince años que han pasado desde entonces, los sucesos del día a día parecen imágenes especulares de la conflictividad social y del profundo desprestigio que durante esas décadas del siglo XX vivieron las democracias burguesas, cuya desconexión de los problemas reales de la gente de a pie, a pesar del tan pregonado «gobierno del pueblo», propiciaría, de un lado, el surgimiento de movimientos revolucionarios de diversa índole y, del otro, la respuesta de contención a los mismos de la mano de un perro rabioso alentado por los poderosos: el fascismo o «la sangrienta vanidad del nihilismo», la «moral de la pandilla […], triunfo y venganza, derrota y resentimiento, inagotablemente», según lo calificó Albert Camus.
Casi punto por punto, nuestro presente parece estar reproduciendo todas y cada una de las complicadas coyunturas de entonces y de los terribles errores que se cometieron para afrontarlas: la tolerancia de los discursos xenófobos, racistas y aporofóbicos en aras de una supuesta libertad de expresión, que en cambio se reduce a cero cuando se critica el statu quo desde el signo ideológico contrario; el progresivo empobrecimiento del ciudadano medio merced a una inflación disparatada, al tiempo que las oligarquías en el poder se enriquecen a espuertas, a menudo a base de todo tipo de desmanes sin que ello tenga para ellas ningún tipo de consecuencias relevantes; el continuo lawfare entre partidos y grupos de opinión, y, como resultado, el desprestigio del poder judicial; la difusión, sin el más mínimo rubor, de rumores o medias verdades, cuando no de flagrantes mentiras, por parte de unos mass media totalmente entregados a los intereses de sus accionistas; la instrumentalización de los fallecidos en una pandemia mundial —la gripe española entonces, el covid ahora— para justificar la precarización en las condiciones de los sistemas de salud; el intervencionismo en fenómenos de espontánea protesta social, como la huelga de la Compañía de Transportes de Berlín o el 15M, para deformarlos o instrumentalizarlos hasta tal punto que acabaron deviniendo herramientas que apuntalaron los intereses de las minorías pudientes; la creación de una auténtica «amenaza fantasma» rusa por los estamentos gubernamentales europeos y la OTAN para justificar el aumento del gasto militar cuando llevan casi dos décadas cacareando que no hay dinero para las pensiones, la sanidad o la educación; la pasividad, la connivencia y, en algunos casos, incluso el apoyo entusiasta de Occidente hacia un Estado que implementa una limpieza étnica ampliamente difundida y documentada… Los paralelismos resultan tan numerosos como desoladores.
No deja de ser significativo, por consiguiente, que sea precisamente este nada salubre caldo de cultivo lo que pueda explicar la existencia de una absoluta anomalía como Andor (2022-2025). Y si califico a este proyecto como a tal, en primer lugar es por la obviedad de que su tono sombrío y adulto es una auténtica rara avis en el seno de una franquicia como la de Star Wars, donde, aunque a veces haya habido atisbos de cierto calado —pienso, por ejemplo, en arcos concretos de la serie de animación The Clone Wars—, siempre ha sido una fantasía épica rebozada de space opera, de modo que la lucha del Bien contra el Mal se articula a un nivel de abstracción tan elevado que nos introduce en un universo sin mayores pretensiones, y por otro lado del todo lícitas, que las de entretener y evadir. Por mucho que su creador, George Lucas, afirmara a posteriori que para su filme de 1977 se había inspirado en la Guerra del Vietnam, es menester hacer una gran pirueta mental para ver analogías entre el Imperio galáctico y Estados Unidos y la Rebelión y el Vietcong.
«Volver al pasado como una forma de legitimar las transformaciones del presente es una táctica ladina pero brillante, dado que fomenta un sentimiento de arraigo y continuidad, tan necesario en tiempos convulsos. Y no creo que haya demasiadas dudas de que vivimos en una época de crisis muy parecida al periodo de entreguerras, y cuya explosiva espoleta fue activada, precisamente, por otra gran crisis financiera sufrida en la metrópoli imperial: la de las hipotecas subprime en 2008».
Por el contrario, Andor es una obra abierta y explícitamente política, asentada en una confesa voluntad de exponer a una audiencia masiva un conjunto de tesis sociológicas, con lo que recoge el testigo de los maestros del film noir —Lang, Ray, Siodmack, Walsh, Preminger...— para construir un tenso thriller coral que aúna amenidad y reflexión crítica a partes iguales. De hecho, esta influencia de los clásicos del cine negro no solamente se halla en la intencionalidad última que anima todo el conjunto, sino también, de un modo más concreto, en el empleo de un conjunto de recursos genéricos como armazón de los sucesivos núcleos argumentales a través de los cuales avanza la trama. Una trama que, en su voluntad de exponer los entresijos que definen el surgimiento de las revoluciones, no se limita a focalizarse en uno de los innumerables motivos que las provocan, sino que intenta, con un rigor tan encomiable como ambicioso, ofrecer una sucinta panorámica de todos ellos (o, al menos, de los más relevantes). Por lo tanto, en lugar de contentarse con incidir en la represión violenta y cruel de cualquier disensión propia de los gobiernos autoritarios, asimismo habla de la manipulación mediática, de la arbitrariedad de la justicia, del total apoyo a los métodos prácticamente esclavistas de las grandes corporaciones para obtener los recursos que el régimen necesita, de la destrucción medioambiental en aras de fines pecuniarios, y de un largo etcétera.
Ello explica, por ejemplo, que los tres primeros episodios del serial se ajusten al que sería el topos del falso culpable —o renuente, forzado o accidental—, en el que se cuentan películas como Furia (1936) de Fritz Lang, Llamad a cualquier puerta (1949) de Nicholas Ray o Ciudad en tinieblas (1953) de André de Toth, donde el destino zarandea a los protagonistas y, como a Andor, termina por encaminarlos hacia una única dirección, normalmente poco halagüeña. O que los tres siguientes capítulos tengan una estructura de heist movie de manual, y como en el modelo de referencia de este subgénero —me refiero a La jungla de asfalto (1950) de John Houston—, combine los detalles de la concepción y ejecución del robo con las fricciones entre el grupo de personas implicadas en él, cuyos temperamentos y motivaciones dispares resultarán en complicaciones añadidas a las inherentes del atraco en sí y terminarán por definir el éxito o fracaso del mismo. Igual que el arco integrado por «Narkina 5», «No nos escuchan» y «Una salida» se ajusta al drama carcelario, y como tal mezcla el componente de intriga propio de trazar un plan de huida de un recinto que se diría inexpugnable con la denuncia social, no solo de las condiciones en sí de los presos, sino de un sistema que no se rige por ninguna presunción de inocencia y que además fomenta el castigo y la explotación, y por tanto el envilecimiento de las personas encarceladas, frente al rol de correctivo moral que se le presupone sobre el papel: aquí resuenan cintas como Fuerza bruta (1947) de Jules Dassin, La evasión (1960) de Jacques Becker o Cadena perpetua (1994) de Frank Darabont.
Podría seguir hasta completar los siguientes núcleos narrativos que hacen avanzar la acción, pero creo que estos tres ilustran perfectamente la capacidad de esta serie de transmitir una temática trascendente mediante una peripecia con la que el público pueda identificarse y emocionarse, y dentro de la cual ir insertando los elementos simbólicos necesarios para el correcto desarrollo, y la correcta comprensión, del argumento. Un argumento a todas luces inspirado en los acontecimientos históricos que establecieron las bases del mundo actual (la primera mitad del siglo pasado), y donde en última instancia terminan por esbozarse los problemas más acuciantes del presente; y no de forma casual, ya que estos, como hemos señalado con anterioridad, son simultáneamente herederos de ese pasado ―convenientemente silenciado o tergiversado― y una réplica casi perfecta en su adaptación a la realidad globalizada de nuestros días.
El otro elemento que hace de Andor una propuesta tan excepcional, en el sentido literal del término, es que, en la línea de lo que acabamos de exponer, entre las grandes firmas del sector audiovisual cada vez más abundan los productos que buscan la complacencia del público a base de repetir tópicos, recurrir a la mera pornografía morbosa de las desgracias ajenas o simplemente crear artefactos lúdicos destinados a una audiencia con una capacidad de atención y retención mínimas (o el peligroso culto a la inmediatez pregonado por Slavoj Žižek), de modo que su condición de objetos de consumo de usar y tirar resulta dolorosamente evidente incluso para los creativos implicados en ellas. Desde luego, siguen quedando reductos artísticos en las plataformas de streaming, pero se trata de series o telefilmes de nicho, y que a menudo sufren una ardua travesía en el desierto para mantenerse a flote: ahí está una creación tan brillante como Succession (2018-2023) para demostrarlo.
Así que cabría preguntarse cómo es posible que una propuesta tan políticamente incorrecta, cuyos principales personajes llevan a cabo tácticas terroristas, manipulan y traicionan descaradamente, asesinan sin excesivos titubeos o tejen un sutil entramado de espionaje que se lleva a quien haga falta por delante para financiar, proteger y desarrollar sus actividades ilegales haya podido surgir auspiciada por una entidad tan poco proclive a la polémica como Disney, en la actualidad posiblemente la creadora de contenidos más inanes y acordes con el discurso imperante que imaginar cupiera. El temor de ciertos círculos intelectuales a lo largo y ancho del globo ante la repetición de conductas que resultaron tan destructivas para el conjunto de la humanidad hace menos de un siglo es el motivo principal que justificaría el apoyo material y económico a Andor de la entidad señalada, pero tampoco debemos pecar de ingenuos y pasar por alto que, en el neoliberalismo feroz de nuestros días, si algo da dinero (y, de rebote, prestigio), ya resulta válido para los grandes conglomerados empresariales. Y conviene no olvidar que Star Wars nació a espaldas del sistema de producción de los grandes estudios y con la voluntad de renovar la anquilosada industria hollywoodiense, pero, víctima de un éxito sin precedentes, no tardó en ser fagocitada por ella hasta ser reducida a una máquina de fabricar merchandising y dólares.
En cualquier caso, los máximos artífices de la propuesta —el creador y showrunner, Tony Gilroy, y sus hermanos, Dan y John, junto con los guionistas Beau Willimon y Tom Bissell—, conscientes de lo dicho, se han esmerado en llevar a cabo una pieza que resulte irreprochable a todos los niveles discursivos, tanto para hacer atractivo su mensaje de fondo como para contentar a «los que ponen el dinero», en la tradicional paradoja del artista, dividido por dos necesidades contrapuestas: la de mantener la independencia e integridad creativas y la de complacer a quienes le otorgan los imprescindibles medios materiales para poder desarrollarlas con holgura, en una dialéctica que ya apuntaba el mismísimo Horacio hace más de dos mil años.
«Andor es una obra abierta y explícitamente política, asentada en una confesa voluntad de exponer a una audiencia masiva un conjunto de tesis sociológicas, con lo que recoge el testigo de los maestros del film noir —Lang, Ray, Siodmack, Walsh, Preminger...— para construir un tenso thriller coral que aúna amenidad y reflexión crítica a partes iguales».
En este sentido, un análisis riguroso de las cualidades que atesora Andor revela la cuidadosa atención a todos los detalles del numeroso equipo de filmación implicado en el proyecto. Sin ir más lejos, la banda sonora de la serie, a cargo de Nicholas Britell y Brandon Roberts, aunque no alcanza la excelencia marcada por John Williams o la brillante contribución a la franquicia de Ludwig Göransson, posee una textura atmosférica, sutil y lírica que casi le otorga carácter de personaje difuso, impreciso, colectivo, al aparecer sobre todo cuando las palabras desparecen o resultan falibles o engañosas. Como muestra, el hecho de que cada episodio se abra con una versión diferente de la sintonía responde a una voluntad similar a la del coro en el teatro griego clásico, dado que las sucesivas reinterpretaciones de las mismas notas glosa y anticipa sensorial, abstractamente, los acontecimientos que ocurrirán a continuación. Seguidamente, y por lo que respecta a la factura visual de la serie, es fácil apreciar que cuenta con una densidad orgánica muy alejada de las producciones saturadas de efectos especiales hechos por ordenador que tan a menudo allanan y descarnan sus fotogramas —en esta misma saga, La amenaza fantasma (1999) es una paradigmática muestra de ello—, merced a la sabia decisión de utilizar el CGI solamente como una suerte de disfraz con el que engalanar para la ocasión escenarios reales como la presa hidroeléctrica de Cruachan, en Escocia; el paseo marítimo de Cleveleys o los campos de trigo de Wallignton en Inglaterra; la Ciudad de las Artes y las Ciencias y la cordillera de Montserrat en Valencia y Cataluña, o las ruinas mayas de Tikal en Guatemala, entre otros. Ello va de la mano del extraordinario diseño de producción de Luke Hull, que no solo vuelve a las raíces, al recuperar la atmósfera prosaica y la fisicidad decadente de un ambiente completamente irreal y futurista que impactaron y sedujeron a la audiencia con el estreno de La guerra de las galaxias (1977), sino que, además, en la estela de la narrativa visual omnívora de algunas de las mejores películas de los compañeros de generación fílmica —y amigos— de Lucas como Coppola o Scorsese, emplea esta puesta en escena verista para presentar un complejo escaparate sociológico en el que se engarza la procedencia cultural, la clase social, las experiencias personales, los avatares históricos y los tejemanejes políticos con un acierto casi a la altura de filmes como La conversación (1974) o Casino (1995). Gracias a ello, los decorados, el atuendo, el maquillaje y, en definitiva, todas las instancias de arte dan lugar a un estilo visual que se aleja de la huera rutilancia y la planitud de la mayor parte de blockbusters de nuestros días.
Que los actores no deban moverse continuamente, por otro lado, sobre decorados forrados de croma verde, facilita enormemente su trabajo, lo que, más allá de una gran labor del departamento de casting, sobre todo es indicativo de otra de las virtudes de la iniciativa, esto es, la elevada implicación del elenco en la misma, empezando por el propio Diego Luna, quien, además de ejercer puntualmente labores de producción, cuenta a menudo con una cuota de pantalla similar a la de personajes supuestamente secundarios —a pesar de encarnar al protagonista—, e incluso no sale en un episodio entero, el excelente «Parad ya» (2x10), sin que le duelan prendas por ello. ¿Y qué decir de grandes de la interpretación como Stellan Skarsgård, Anton Lesser o Ben Mendelsohn? Pero incluso personas recién salidas de las academias de arte dramático, como Elizabeth Dulau (Kleya), llevan a cabo un trabajo memorable.
Y es que, más allá del talento de cada histrión, realizadores y guionistas no solo han sabido arropar excelentemente a sus intérpretes con unos magníficos diálogos y una brillante dirección de actores, sino que han alentado su libertad creativa, de modo que algunos de los momentos de mayor intensidad dramática han surgido fruto de la improvisación; al respecto es emblemático el dedo índice de Krennic (Mendelsohn) sobre Dedra Meero (Denise Gough) en «¿Quién más lo sabe?» (2x11). En puridad, las criaturas que pueblan el universo de Andor están tan bien construidas que analizar cada una de las más relevantes daría para un ensayo en sí mismo. No es de extrañar, por ello, que uno de los recursos discursivos más habituales en la serie sean los flashbacks que describen el pasado de algunos de los personajes, y que constituyen meditados cortes del flujo narrativo para, por una parte, dar una visión más caleidoscópica y compleja de los sucesos del presente —véase todo el arco que explica la relación entre Luthen (Skarsgård) y Kleya, sabiamente colocado en un momento que incrementa el impacto emocional del espectador— y, por la otra, aumentar la tensión y la anticipación a través de la espera.
Sin duda, haber optado por incentivar el componente coral y el desarrollo deslavazado de la trama, con analepsis y elipsis temporales —estas últimas muy claras a lo largo de la segunda temporada—, cambios continuos de escenario y focalización sucesiva en el punto de vista de los sujetos de mayor relevancia de la intriga tiene mucho que ver con el espíritu que anima a clásicos como La batalla de Argel (1966) de Gillo Pontecorvo o El ejército de las sombras (1969) de Jean-Pierre Melville, ambos filmes que, al igual que Andor, ponen en primer plano la lucha colectiva de un grupo de personas, de extracción y experiencias muy dispares, pero unidas por una misma causa: combatir contra un régimen opresor muy superior a ellos en todos los aspectos (tecnológico, económico, propagandístico, organizativo…), y que por tanto se ven abocadas a llevar a cabo tácticas de desgaste muy alejadas del (supuesto) honor que se le infiere a un código de conducta militar regulado y pactado entre las fuerzas en liza.
A decir verdad, las elevadas pretensiones de Andor de describir pormenorizadamente el porqué de las sublevaciones populares (casi de alentarlas) son el principal motivo de una de las claves estilísticas del serial: la continua colocación de nuevos tableros de juego, cuyas «fichas» entran y salen y encadenan una ristra de clímax y anticlímax. Los diferentes arcos narrativos que señalábamos van exponiendo las distintas tropelías del Imperio, cada vez más notorias e inhumanas conforme quienes aplauden su pensamiento de seguridad, paz y orden más a salvo se creen… erróneamente. El personaje de Dedra ejemplifica como nadie la realidad de fondo de una organización gubernamental despótica, en la que ni siquiera la adscripción rigurosa a sus principios garantiza protección, comprensión o impunidad, especialmente cuando, como la teniente del BSI, se cuenta con la procedencia más humilde que imaginar cupiera.
Y hablando de Meero: uno de los elementos más dignos de encomio de Andor es la complejidad de sus villanos, seres de carne y hueso que caen literalmente en las redes del fanatismo y la intolerancia por causas muy variadas. A veces, se debe a haber renunciando a la capacidad personal de cuestionar y criticar la jerarquía y entregarse así a la obediencia ciega de las órdenes en aras de un presunto bien superior, lo que explica que algunos puedan servir con análoga eficiencia —que no convicción, ya que si la tuvieran realmente, no podrían— a la extinta República y al Imperio. Este tipo de perfil es encarnado por Lio Partagaz (Lesser), quien, a pesar de su notable inteligencia, es incapaz de entender en qué se ha equivocado el Imperio para que cada vez se opongan a él más personas y con más pasión, en un remedo del Adolf Eichmann que Hannah Arendt vio presa del estupor en los juicios de lesa humanidad en Jerusalén, y que la llevaría a formular su famosa teoría sobre la «banalidad del mal», es decir, que a menudo los peores crímenes no los perpetran las peores personas, sino las que dejan en manos de otros su brújula moral.
«Las elevadas pretensiones de Andor de describir pormenorizadamente el porqué de las sublevaciones populares (casi de alentarlas) son el principal motivo de una de las claves estilísticas del serial: la continua colocación de nuevos tableros de juego, cuyas «fichas» entran y salen y encadenan una ristra de clímax y anticlímax».
Frente a estos «funcionarios del horror», los hay que, víctimas de personalidades forjadas por el desamor, la soledad o la humillación, su «natural» aquiescencia hacia el férreo control de la galaxia que ejerce el totalitarismo encabezado por el Emperador no responde a una maldad intrínseca, sino a sus miedos, sus inseguridades y sus frustraciones: a esa necesidad de compensar el sentimiento de caos, abandono e injusticia que define sus propias circunstancias vitales. Al respecto, Syril Karn (Kyle Soller) deviene a mi parecer el personaje mejor escrito de toda la propuesta, y no es casualidad que su odisea personal concluya en el que posiblemente sea el momento culmen de la serie, «¿Quién eres?» (2x08), en una epifanía magníficamente rodada por el danés Janus Metz al son del Fratres (1977) de Arvo Pärt, y que, de modo expreso, establece un paralelismo visual, aunque temáticamente inverso, con el momento que vive Syril al final de «Ajuste de cuentas» (1x03), de manera que literalmente se cierra el círculo de un hombre honrado pero constreñido y cegado por unos principios demasiado inflexibles instantes después de la dolorosa comprensión de que ha depositado sus lealtades, y también sus odios, en el lugar equivocado, lo que hace que resuenen en él ecos del Bruto del Julio César shakesperiano o del inspector Jarvert de Los miserables.
Más allá de lo dicho, y desde el primer plano de la serie, que evoca a Blade Runner (1982) —obra también homenajeada en el piso franco de Coruscant—, nos sumergimos en una realidad oscura y lluviosa, de secretos y corrupción; una realidad opresiva, triste y depauperada, donde los poderosos, bien sean regímenes de estructura vertical donde la disconformidad es imposible, bien grandes corporaciones amparadas por ellos, abusan de su autoridad para obtener réditos económicos o por el simple placer de ejercer poder sobre alguien en posición de desventaja, motivo por el cual intimidan a inocentes o roban las riquezas de planetas ignotos, indiferentes a la afectación que ello pueda causar a los habitantes de los mismos, así como explotan a la fuerza laboral barata surgida del desarraigo o de la necesidad, ya sea con trabajos físicos y peligrosos como los de los habitantes de Ferrix o incluso con la prostitución, en cuyas garras parece haber caído la desaparecida hermana de Andor, Kerri (Belle Swarc). Este personaje, que cuenta con muy poco peso narrativo en la serie, posee empero una enorme carga metafórica como recordatorio del imposible retorno a Ítaca. No es casual que siempre permanezca como una niña en el recuerdo de Andor y que, tras el arco que inicia el programa, Kerri no vuelva a aparecer más que en un abrupto sueño del protagonista en el último episodio, en parte para seguir ahondando en su psicología y presagiar cuál será su destino, y en parte, y de modo muy ilustrador, para establecer un paralelismo con Kleya, otra persona anónima condenada al olvido que pertenece a la nueva «familia» de Andor, y a quien este tampoco renunciará a salvar. De esta guisa, la figura de Kerri condensa una de las ideas más potentes que sostiene el espacio, a saber, que la solidaridad y la empatía entre los humildes no es fruto ni de sofisticadas convicciones morales ni de empecinamiento: es una cuestión de experiencia, de convivencia, de pragmatismo, de humanidad elemental.
Ello se observa muy claramente en dos arcos de la primera temporada: el ya mencionado sobre la fuga de la prisión, donde el reacio Kino Loy (Andy Serkis) termina por liderar la huida casi suicida de la mazmorra marina en la que se hayan —cuyo diseño recuerda al Pentágono—, ante la revelación de que el sistema está violando todas las salvaguardas legales existentes para las personas indefensas o de «segunda categoría» (como los presos), y en el díptico con el que concluye esta primera tongada de episodios, donde los creadores establecen una clara alegoría de la larga e infame línea que va desde el brutal colonialismo iniciado con el descubrimiento de América (recordemos los orígenes de Andor) hasta el hipócrita imperialismo ecofriendly de nuestros días —muy bien retratado en todo el arco del robo de los fondos imperiales, pero especialmente en el estupendo «El ojo» (1x06)— para recalar, en última instancia, en la explotación de la clase trabajadora y en la represión de cualquier movimiento de defensa de sus derechos. Al respecto, la figura de Maarva (Fiona Shaw) sintetiza la evolución de muchas personas idealistas y cansadas de luchar contra unas injusticias que parecen eternas, inamovibles. Por esta razón, el discurso que pronuncia en «La calle Rix» (1x12), sumado a la reacción que sus palabras suscitan entre la multitud, nos indican que Maarva una vez creyó en la justicia social pero fue perdiendo poco a poco la ilusión y las fuerzas, aunque, prendida de nuevo la chispa de la esperanza y consciente de la importancia de dejar un legado de optimismo a los más jóvenes, arenga a sus conciudadanos a no dejarse pisotear por los poderosos. Es en este momento que la serie evoca a cintas de denuncia social y de defensa de la unión de la clase obrera, desde la fundacional La huelga (1925) de Sergei Eisenstein hasta Matewan (1987) de John Sayles, pasando por La sal de la tierra (1954) de Herbert J. Biberman y llegando a Una habitación en la ciudad (1982) de Jacques Demy.
Al hilo del discurso mencionado, lo cierto es que pocas series de televisión acumulan un número tan nutrido de soflamas como Andor, las cuales no son solo necesarias para transmitir al espectador esos mensajes ideológicos de los que hablábamos al principio de este artículo, sino también para definir la psicología de los personajes. De entrada, contamos con el manifiesto del joven Karis (Alex Lawther), quien, junto con Vel Sartha (Faye Marsay) y, sobre todo, Mon Mothma (Genevieve O’Reilly), ilustran la implicación en el movimiento revolucionario de personas más o menos privilegiadas por el sistema y que, pese a ello, no pueden asistir de brazos cruzados a las injusticias que padecen sus semejantes. A la sazón, devienen, por tanto, líderes intelectuales y fácticos, como Lafayette, Gandhi, Lenin o el Che. Pronto se le suma a la defensa de la libertad como base de toda justicia de Karis la alocución de Kilo, cuyo modo para estimular a sus compañeros de encarcelamiento a huir es recordarles que siguen siendo seres humanos con la capacidad de sobreponerse a cualquier circunstancia, no importa lo adversa que esta pueda ser, o bien de morir con dignidad en el intento. Y casi de forma seguida, pues se hallan en el mismo episodio —uno de los mejores del espacio—, «Una salida» (1x10), tiene lugar la indignada perorata que a Lonni Jung (Robert Emms) le dedica Luthen, en la que deja clara su amarga lucidez ante la comprensión de que se ha visto obligado a convertirse en un monstruo como único recurso para poder combatir a monstruos.
Ciertamente, en este personaje y en la trama asociada a él —la cual, en realidad, vertebra todos los arcos de la serie, al simultanearse con ellos— se embebe el corpus de la literatura y el cine de espías de sesgo más crítico, léanse las obras de Graham Greene o John Le Carré y las abundantes adaptaciones fílmicas de ambos novelistas. No en vano, el episodio-bisagra «Anuncio» (1x07) está escrito por Stephen Schiff, uno de los guionistas habituales de la nunca suficientemente ponderada The Americans (2013-2018), donde se retrataba la angustia, el estrés y el horror de estar entregados a una causa como agentes infiltrados, y cuyos dos protagonistas tanto recuerdan a todos los que desarrollan prácticas de espionaje en la pieza que nos ocupa, quienes de forma recurrente se ven obligados a llevar una doble vida y a cometer auténticas atrocidades en pos de velar por el bien común. Al respecto, el cínico comentario que en el episodio «La noche se ha puesto interesante» (2x06) lanza Krennic sobre cómo el lenguaje afecta la percepción de aquellos que emplean tácticas de guerrilla para luchar contra el statu quo impuesto por un enemigo muy superior, pudiendo ser calificados de revolucionarios o libertadores —como los padres fundadores de Estados Unidos—, o bien como terroristas —como cualquier grupo paramilitar de Latinoamérica o el norte de África que se oponga al imperialismo norteamericano—, evidencia a las claras lo que tan famosamente expuso Malcolm X: si escuchas demasiado tiempo la propaganda del sistema, llegarás a considerar a los oprimidos, verdugos, y a los opresores, víctimas.
Pocas series de televisión acumulan un número tan nutrido de soflamas como Andor, las cuales no son solo necesarias para transmitir al espectador esos mensajes ideológicos de los que hablábamos al principio de este artículo, sino también para definir la psicología de los personajes.
La acumulación de discursos no acaba aquí; tras el ya aludido de Maarva, con el que concluye la primera temporada, el siguiente es el de «Sagrona Teema»(2x02), esta vez en manos del bando imperial, en el que se expone sin ambages el abecé de la creación de enemigos inexistentes en pro de los intereses del régimen, al que le seguirá la delirante disertación de Saw Gerrera (Forest Whitaker) sobre la locura y la paranoia —o el impulso masoquista y suicida, la adicción a la adrenalina— que implican llevar una vida de guerrillero en «¿Has estado alguna vez en Ghorman?» (2x04), que enseguida se convierte en la contrapartida realista de la utópica voluntad de rebelión «civilizada» —como si existiera algo así como «matar civilizadamente»— que defienden los ghormanos en «Tengo amigos en todas partes» (2x05). La prédica última que contiene Andor es la de Mon Mothma en «Bienvenida a la Rebelión» (2x09), donde no hace falta un entrenamiento avanzado en la interpretación de subtextos para ver la clara analogía que establece con los sucesos presentes: desde definir a Palpatine como «el monstruo que más chilla» —reflejo de cualquier líder populista de la extrema derecha, con Adolf Hitler como figura seminal de sus mucho más estúpidos vástagos contemporáneos, es decir, Trump, Milei, Meloni…—, hasta dejar claro cómo se silencia un genocidio ostensible a través de tergiversar u obviar la realidad de los hechos (las fake news tan alentadas por los grandes grupos de presión), en alusión al sistemático exterminio de civiles que a lo largo y ancho del planeta es tolerado y/o alentado por el nunca erradicado colonialismo occidental, con mención especial al perpetrado por el Estado de Israel sobre el pueblo palestino.
En esta línea, y como afirmó el excelente realizador mexicano Alonso Ruizpalacios, responsable de la dirección de los tres últimos capítulos del espacio, Andor es un auténtico «caballo de Troya» dentro de la deriva cada vez más autoritaria, racista y clasista que ha ido tomando Estados Unidos y, por ende, el resto de países satélites del mismo. No es casualidad que lo que lleva a Andor a prisión sea su acento y su aspecto, mientras que el primer arco de la segunda temporada («Un año después», «Sagrona Teema» y «La cosecha») indague especialmente en la demonización de los inmigrantes por parte del sistema, lo que en definitiva se hace a fin de tener carta blanca para explotarlos con impunidad a todos los niveles, incluso el sexual. A la postre, esto no es más que uno de los innumerables efectos secundarios de apostar por un capitalismo neoliberal que prima por encima de cualquier otra instancia —incluso de las glorias de la patria— los intereses de los oligarcas que dominan el mundo. Ello se simboliza de forma magistral en el destino final de Karis, que, encarnación donde las haya del revolucionario altruista e idealista (al estilo de los socialistas utópicos), muere literalmente aplastado por el peso del dinero, del capital.
El episodio en el que eso sucede, «El ojo», es uno de los más poéticos, melancólicos y bellamente filmados en una propuesta que, enlazando con lo que comentábamos de su medida, casi «premeditada» calidad, también destaca por su brillante realización. De nuevo siguiendo la estructura de arcos, los directores que participan en Andor se ocupan respectivamente de tres episodios, y solamente dos de ellos, el británico Toby Haynes —experto en producciones catódicas de intriga y ciencia ficción, al haber participado en series como Doctor Who (2005-2022), Black Mirror (2011-…), Wallander (2008-2016) o Sherlock (2010-2017)— y el australiano Ariel Kleiman —conocido sobre todo por Partisan (2015), película que reflexiona sobre el adoctrinamiento de los inocentes— repiten en un arco más, de modo que entre los dos se reparten doce de los veinticuatro episodios, lo que sin duda explica que algunos de los momentos mejor resueltos de la obra se hallen a su cargo, como la dilatada, caótica y tensa set piece en «Ajuste de cuentas», que describe las inesperadas consecuencias de la llegada de las tropas de la corporación Pre-Mor a Ferrix, o el cierre de «La cosecha», que contrapone el dolor silencioso de Andor, Bix (Adria Arjona) y Wilmon (Muhannad Ben Amor), resuelto con el estatismo y la frontalidad de las imágenes, con el febril baile de Mon Mothma en un paneo horizontal. Por cierto que Haynes y Kleiman ejemplifican otro elemento realmente peculiar de la pieza, verbigracia que, junto a autores veteranos del medio televisivo de qualité, como Susanna White o Benjamin Caron, tengamos a directores que sobre todo se han movido en el ámbito independiente o de autor, léanse los citados Ruizpalacios o Metz. Se trata de una amalgama que, en puridad, responde a esa tensión tan magníficamente resuelta en la serie entre entretenimiento y reflexión, lo que explica que abunden en ella tanto largas secuencias de acción —los robos de Aldhani y Ghorman o los rescates de Mon Mothma y Kleya— como diálogos de tono casi intimista —las diversas conversaciones entre Andor y Bix, Vel y Cinta (Varada Sethu) o Syril con las dos mujeres de su vida—.
Al final, por consiguiente, sumergirse en el universo de Andor significa aceptar que no se está simplemente ante un producto bien hecho de una popular franquicia de entretenimiento, sino que los paralelismos con el mundo real, las alusiones oblicuas, el ejercicio de memoria histórica y, en general, las cargas de profundidad que atesoran pequeños o grandes momentos del metraje dejan clara una voluntad crítica y política, pero también de denuncia social. Al respecto, pocas líneas argumentales hay mejor hilvanadas que todo lo que atañe al planeta Ghorman, que claramente empieza como ejemplo de la manera en la que las dictaduras al servicio de los expoliadores (o las pseudodemocracias) pasan de depredar sociedades remotas e indefensas —«salvajes», diría un explorador británico decimonónico— como Kenari (o el Congo o Sudán o Ruanda...) a atacar al seno de una nación dominada por los valores considerados «civilizados» y prósperos. De esta forma, pronto tenemos a Ghorman convertido en una mezcla de la Francia ocupada y de la Alemania nazi, lo que explica, entre otras cosas, el lenguaje de visos francogermanos que hablan sus habitantes, interpretados por actores alemanes y franceses como Richard Sammel o Alex Skarbek. Sin embargo, aún hay más: la forma en cómo los infiltrados imperiales van radicalizando un movimiento de liberación pacífico recuerda mucho a la intervención estadounidense en la política de Oriente Medio y en su decisiva contribución en el auge de organizaciones como ISIS o Hamás. Encima, el momento que trunca definitivamente las esperanzas de libertad de los ghormanos, y supone un punto de inflexión entre los partidarios de lo correcto y lo incorrecto, es una sangrienta represión de una manifestación pacífica en la plaza Palmo del planeta, cuya configuración visual, así como el Monumento a los Caídos que se erige en ella, evoca la masacre que tuvo lugar en la plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco en México (1968). A ello se le suma la «solución» extrema para acabar con los insurgentes por parte del régimen —la destrucción fáctica del planeta, que era el propósito inicial de toda la operación imperial—, «forzado» por la «desmedida violencia» de los nativos, y que tanto se parece a las bombas nucleares de Hiroshima y Nagasaki (1945) o a la campaña de bombardeo aéreo sobre Yugoslavia (1999) de la OTAN, todas ellas estrategias abyectas que dieron carpetazo a las soluciones diplomáticas, sobre decir que no por motivos humanitarios, sino crematísticos. Y, si con todo ello no bastara para evidenciar el complejo entramado de referencias de Andor, el último discurso que Mon Mothma da como senadora, al que ya hemos hecho referencia, provocado precisamente por lo acontecido en Ghorman, deja claro que la tergiversación de la información es la clave que no solo deja impunes, sino que incluso alienta, los genocidios (como el de Gaza), ante la pasividad y connivencia de los «buenos ciudadanos», que creen que un acto de violencia punible y censurable puede justificar cualquier castigo desproporcionado a culpables y a inocentes por igual, asociados únicamente por cuestión de etnia, religión o nacionalidad.
«Como afirmó el excelente realizador mexicano Alonso Ruizpalacios, responsable de la dirección de los tres últimos capítulos del espacio, Andor es un auténtico «caballo de Troya» dentro de la deriva cada vez más autoritaria, racista y clasista que ha ido tomando Estados Unidos y, por ende, el resto de países satélites del mismo».
No es extraño, a la sazón, que Mon Mothma termine por abandonar todas sus prebendas y abrace una existencia underground y «radical» (según la calificarían los que viven tan a sus anchas en una sociedad injusta y despiadada), como si, parafraseando la famosa línea de «First We Take Manhattan» de Leonard Cohen, se hubiera hartado de la condena de veinte años de burocracia, aburrimiento e indiferencia por haber tratado de cambiar el sistema desde dentro. En realidad, y como bien señala en su soflama ante el Senado imperial, «la muerte de la verdad es la victoria definitiva del mal». Últimamente se escucha con insistencia un término muy elegante, «posverdad», para definir la época que estamos viviendo; un término, dicho sea de paso, que irónicamente muy bien podría haber sido acuñado en el Ministerio de la Verdad orwelliano para definir de forma subrepticia el continuo bombardeo de mentiras al que nos someten los medios de comunicación, los cuales, lejos de su rol de cuarto poder para contrapesar los desmanes de los otros tres —el ejecutivo, el legislativo y el judicial—, propios de todo Estado de Derecho, son ya pura y llanamente el altavoz del reducido puñado de sociópatas que gobierna el mundo para propagar sus espurios intereses.
Que vivamos sumidos en la posverdad no implica solo el cuestionamiento de todo cuanto se nos cuenta —el germen de un pensamiento crítico que siempre es tremendamente positivo—, sino que se instaura un recelo sistemático hacia cualquier información, por muy objetiva e irrefutable que esta sea —lo que explica el auge de la conspiranoia y fenómenos como el terraplanismo—, así como hacia los canales y organismos que la crean y difunden, hasta el extremo de que se logra el propósito último de tanta y tanta patraña: inocular el cáncer de la desconfianza en el cuerpo social. Porque sin confianza no puede haber implicación en las instituciones ni civismo ni activismo ni colaboración ciudadana; sin confianza solo existe suspicacia, individualismo e indefensión, un sentimiento este último que demasiado a menudo deriva en miedo, y luego en rabia y en odio, y finalmente en una búsqueda irracional de culpables sobre los que descargarlos, y que con tanta diligencia pone el fascismo ante las narices de los humildes. Con ello, de la misma forma que el nazismo demonizó a los judíos, a los gitanos, a los eslavos y a los opositores políticos, a los que hizo responsables de todo lo que iba mal en Alemania, o la extrema derecha culpa a la inmigración ilegal —y curiosamente no a la corrupción política, a la degradación cultural, a instituciones redundantes y parasitarias como la Casa Real o el Senado o al nepotismo— de todos los problemas de nuestros días, el Imperio convierte en villanos a todo aquel que se interponga en su camino por el control total de los recursos de la Galaxia.
Porque, no nos llevemos a error; con las únicas notas presentes del misticismo jedi en la conversión de Andor en una suerte de mensajero del «mesías» redentor, de un San Juan Bautista del Luke-Jesucristo, el serial obvia a propósito los aspectos más metafísicos de Star Wars para incidir en su componente distópico y poner, ante todo, un espejo frente al público de la pérdida del sentido ético de nuestro mundo actual. Una pérdida cimentada, como señala el concepto de «modernidad líquida» de Zygmunt Bauman, en un proceso de atomización de la sociedad, en el que cada cual es responsable únicamente de sí mismo y de lo que le afecta e interesa. Así, si por un lado se garantiza algo positivo y esencial, como lo es la libertad del individuo, por el otro se ha truncado para siempre el sentido de comunidad y del deber para con el prójimo, lo que resulta doblemente triste si tenemos en cuenta que nuestro presente, dada su sofisticación tecnológica, tiene toda la potencialidad de ser un auténtico paraíso, pero se nos resiste, se nos «escurre como agua» entre los dedos. En el fondo, Andor trata de aportar su granito de arena para combatir contra ello y poner los valores de empatía, valor, lucha, resistencia y altruismo como escudo ante aquello que despoja de su humanidad a las personas en un mundo regido por el «sálvese quien pueda»: la codicia. Codicia de poder, de dinero, de bienes materiales, de fama, de parabienes, de juventud eterna, de prestigio, de gloria, de reconocimiento, de ego, de admiración, de yo, yo, yo...
Con una intencionalidad, por tanto, más social que existencialista, Andor se atreve aun así a hacer pequeños esbozos ontológicos y se convierte en una de esas escasas joyas capaces de recuperar el viejo arte de contar historias; ese tan propio de la especie humana, acuñado desde las propias pinturas rupestres, y cuya voluntad última no solo consistía en transmitir la memoria de lo acontecido a las generaciones futuras para prevenirlas y educarlas, sino también para extraer de todo ello una especie de catarsis capaz de explicar intuitiva, emocionalmente, la realidad. Habida cuenta de que el destino de muchos de los protagonistas se halla fatalmente marcado desde el minuto uno —empezando por el del propio Andor, como bien sabe el espectador por Rogue One: Una historia de Star Wars (2016)—, toda la propuesta tiende, bajo su pátina de aventura e intriga, a la tragedia épica, y el recurso clásico de la consolatio que nos ofrece el último plano de la serie nos recuerda lo milagrosa, lo única, que en el fondo es la vida. De ahí que, incluso en medio de la mayor de las adversidades, por último se erija en un canto bello y emotivo a la necesidad de aferrarnos, por convicción moral, como los náufragos de la Medusa, al optimismo, a la solidaridad y a la esperanza. Como decía Bertolt Brecht en su adaptación teatral de La madre de Gorki: «De nada sirve quejarse de la oscuridad si no enciendes una vela».
Bibliografía
• Arendt, Hannah. Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, Lumen, 2003.
• Bauman, Zygmunt. Modernidad líquida, Fondo de Cultura Económica, 2003.
• Brecht, Bertolt. La madre. Cabezas redondas y cabezas puntiagudas, Alianza Editorial, 2009.
• Borrull, Mariona. «Alonso Ruizpalacios, cineasta disidente y enamorado: "En Estados Unidos, 'Andor' es un caballo de Troya», entrevista al realizador en la página web de Fotogramas, 03/07/2024.
• Camus, Albert. El hombre rebelde, Alianza Editorial, 2005.
• King, Jack. «Andor Creator Tony Gilroy on Cassian’s Transformative Prision Breakout», en British GQ, 09/11/2022.
• Shah, Priya Florence. «Andor Filming Locations: Where was Andor Filmed?», en Ahoy Matey Blog: https://www.ahoymatey.blog/andor-filming-locations-where-was-andor-filmed/.
• Young, Bryan. «Tony Gilroy On Bringing “Andor” to The End», en Script, 16/05/2025.
• Weil, Simone. Sobre el totalitarismo, Página indómita, 2024.
• Žižek, Slavoj. Problemas en el paraíso: Del fin de la historia al fin del capitalismo, Ediciones Akal, 2016.
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