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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Extraño río

    || Críticas | Cobertura SSIFF 2025 | ★★★☆☆
    Extraño río
    Jaume Claret Muxart
    Algunas cuestiones más sobre el punto de vista


    Rubén Téllez Brotons
    San Sebastián |

    ficha técnica:
    España, 2025. Título original: «Estrany riu». Dirección y guion: Jaume Claret Muxart y Meritxell Colell Aparicio. Compañías: Zuzú Cinema, Miramemira, Schuldenberg Films. Festival de presentación: Venecia 2025 (Sección Orizzonti), San Sebastián 2025. Distribución en España: Elástica Films. Fotografía: Pablo Paloma. Montaje: Maria Castan de Manuel, Meritxell Colell Aparicio. Reparto: Jan Monter, Nausicaa Bonnín, Jordi Oriol, Bernat Solé, Francesco Wenz, Roc Colell. Duración: 103 minutos.

    Extraño río se construye a sí misma sobre la idea de la desarticulación, de una ingravidez narrativa que lo es, a su vez, discursiva: sus imágenes encuentran su sentido cuando desvelan nuevas aristas que condicionan el día a día de su protagonista de forma velada, oculta, que imponen el peso de una violencia imperceptible sobre su concepción de la realidad sin que ni él ni los propios espectadores sean conscientes. El plano desvela un interrogante, pero no ofrece ninguna respuesta, ni siquiera lo intenta: la insinuación parcial de un problema se lleva a cabo de forma sutil y completamente desdramatizada; las propias dudas que las imágenes plantean también se resisten a ser resueltas con afirmaciones aforísticas. La ópera prima de Jaume Claret Muxart se pliega sobre la intimidad de sus personajes para indagar en ella, pero sin ser consciente del carácter íntimo del propio material que trabaja. Observadas en plano general conjunto, sus imágenes enuncian la existencia de unos gestos y acciones rutinarias, en apariencia inocentes, que terminan configurando la conciencia del protagonista. Sin embargo, la enunciación de dichas cuestiones es un movimiento preciso, aunque inconsciente, que la propia película no parece saber que está realizando. Los interrogantes permanecen suspendidos en las imágenes mientras el movimiento de los personajes avanza: y es que si hay un momento en el que sus cuerpos pueden expresar todas sus frustraciones, dudas e impulsos furiosos es en el instante del desplazamiento. Por eso la película se resiste en todo momento a convertirse en algo estático.

    El movimiento —montar en bicicleta— es una excusa o una herramienta, pero rara vez un fin en sí mismo. El protagonista discute con su familia por alguna minucia sin aparente importancia y en la siguiente escena todos están montando en bicicleta. Lo que, de entrada, podría parecer una actividad propicia para la reconciliación, una práctica deportiva grupal que sirve, al mismo tiempo, como pretexto para el diálogo y como ejercicio lúdico, termina convertido en la expresión de un lenguaje individual que sólo comprende el sujeto que lo formula, en una enunciación de la rabia ininteligible para nadie más que el personaje que la emite. Dídac, el protagonista de Extraño río, es un joven de dieciséis años que emprende con su familia un viaje en bicicleta por el río Danubio. Su familia, a sus ojos, es un signo de opresión, pero no tanto porque las identidades concretas de cada uno de sus miembros estén marcadas por la intransigencia, sino por lo que sus respectivos papeles dentro del núcleo familiar representan para él. Los padres son figuras de autoridad, adultos perpetuos que no dudan ni se equivocan, que no desean ni sufren; los hermanos pequeños son niños eternos, figuras inocentes cuya ingenuidad hay que proteger. Y en medio de esos roles estancos, asfixiantes y a todas luces irreales, está Dídac, plantando en mitad de un paisaje inabarcable, entrando en la vida adulta casi sin tener tiempo para racionalizar el final de la niñez.

    Y dicho final, en Extraño río, consiste en asumir que los padres también desean, que también han sido jóvenes, que han sufrido y sufren; madurar es, pues, entender que tienen una vida más allá de su rol como progenitores. En determinado momento, Dídac encuentra a su madre besando a un hombre en mitad del camping en el que están pasando la noche: su enfrentamiento con una realidad cuya existencia hasta el momento ni siquiera se había planteado —que sus padres pudiesen desear a otras personas— provoca que, en la siguiente secuencia, sus movimientos sobre la bicicleta y el ritmo al que pedalea estén marcados por una rabia contenida producto de la ruptura de la imagen irreal que tenía del mundo. Claret Muxart, sin embargo, no estira dicha idea ni busca desarrollarla más. Antes bien, el cineasta apunta en las siguientes escenas el carácter coercitivo de esa misma imagen cuya fractura el protagonista se niega en un principio a asumir. En otro momento, Didac camina de la mano con un joven por el que siente una fuerte atracción, pero cuando se cruzan con su hermano pequeño, le suelta rápidamente y se separa de él: el deseo le sigue pareciendo un tabú que hay que mantener alejado de la infancia, aunque no por ello va a renunciar a él. Dídac observa a su alrededor intentando entender las diferentes formas en las que su mirada formula dicho deseo, los diferentes atributos que le concede. Las imágenes, sin embargo, nunca llegan a expresar el carácter contradictorio de esos atributos: sencillamente se dedican a ilustrar sus formulaciones sin ofrecer ningún tipo de valoración sobre ellas. El plano subjetivo de la mirada de Dídac y el contraplano de su rostro se convierten así en el recurso más utilizado por el director, al igual que los grandes planos generales en los que su cuerpo se integra en un espacio natural devenido en cuadro impresionista debido al tratamiento de la luz y el grano. La inmensidad del paisaje apabulla al joven, pero también le ofrece una gran variedad de caminos que explorar, de imágenes capaces de romper la cerrada concepción del mundo que tiene.

    La imagen en Extraño río es, por tanto, un pequeño destello que ciega por unos segundos al protagonista para, después, permitirle observar con mayor claridad y profundidad de campo, una pequeña grieta que se abre en el decorado íntimo que limita su visión desvelando su carácter artificioso. La imagen apabulla, enfurece, deja en shock unos instantes, pero después ofrece nuevas perspectivas desde las que mirar. El principal problema de la película radica en que esas nuevas perspectivas siguen estando enmarcadas dentro del ámbito de la intimidad del Dídac: lo que la imagen fractura es una concepción irreal del mundo que previamente había sido proyectada sobre la pantalla, no los factores que producen dicha concepción. Dicho de otra forma, la cinta se centra en las cristalizaciones y no en el objeto que las produce. Esto no sería problemático si el enfoque en la superestructura —en la forma de mirar— no estuviese completamente abstraído de la estructura —los factores sociales, económicos— que la produce. A Extraño río le sucede lo mismo que a Romería, de Carla Simón: que la subordinación del punto de vista del relato al punto de vista de su protagonista convierte la realidad en la concepción de la misma que este tiene. Y si bien es cierto que filmar consiste en decidir qué entra en el encuadre —o en la narración— y qué se queda fuera, si lo que se omite es un elemento —o una serie de elementos— fundamental para comprender lo narrado, una porción determinante de dicha realidad, entonces las imágenes no ofrecen una visión del mundo, sino, en el peor de los casos, un falseamiento consciente del mismo, y, en el mejor, uno inconsciente.

    El modo en que Claret Muxart filma el Danubio en particular y la geografía que recorre Dídac a lo largo de la cinta en general es el síntoma más claro del onanismo que caracteriza su trabajo con el punto de vista. El espacio es tratado en todo momento como el escenario privado sobre el que se desarrolla el argumento íntimo del protagonista o como una serie de paisajes ahistóricos que esperan para ser explotados por un cineasta formalista. El espacio geográfico, en la cinta, sólo existe mientras Dídac lo está atravesando, y las imágenes nunca cuestionan dicha visión narcisista de la realidad. Hace unos meses escribíamos con respecto a Romería que “el punto de vista totaliza la película, convierte cada imagen en la formulación visual de una emoción de la que es incapaz de separarse para pensar en las causas que la provocan”. Algo parecido le sucede a Extraño río, puesto que el punto de vista que adopta convierte la imagen en la formulación visual de una idea de la que es incapaz de separarse para pensar en el contexto del que surge. Si Claret Muxart se preguntase por qué su protagonista encierra a sus padres en el rol de progenitores, por qué en su contradictoria visión de la sexualidad hay evidentes elementos conservadores —cuando no directamente reaccionarios— o por qué considera que el Danubio no es más que un contexto abstracto en el que se produce su maduración, entonces sus imágenes serían todo lo rupturistas que pretenden ser y no perderían, por ello, esa sutileza, esa ingravidez de la que hacen gala. ♦


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