De entre todas las películas del maestro Luis García Berlanga, Calabuch (1956), es la única que no parte de una idea original suya, por tanto, su carácter, digamos, más político y crítico con la sociedad española del momento, queda un poco diluido en favor de las consignas del relato fabulesco, de una ficción más universal, pensada para todos los públicos, en donde todos los personajes adoptan una pátina amable de buenos sentimientos. Calabuch es una coproducción entre Italia y España, con dosis de neorrealismo mágico y fantasía, más allegado al cine de Zavatini y De Sica que a las comedias escritas junto a Rafael Azcona. El personaje de El Langosta (interpretado por el actor italiano Franco Fabrizi) pasa los días en la cárcel debido a sus actividades en el contrabando, principal fuente de ingreso de los habitantes del pueblo. Esa misma noche en el cine ponen una película de Juanita Reina, de esas de hincharse a llorar que tanto gustan a la gente, y El langosta es el único operador de cine que tienen en el pueblo, así que las autoridades competentes no tendrán más remedio que dejarle salir de la cárcel para no quedar a Calabuch sin su correspondiente cita con Juanita Reina. En la película están presentes todos los estereotipos de la época, desde el párroco, el alcalde, el guardia civil, o el farero (encarnado por Pepe Isbert), etc.… y su belleza reside en la bonita paradoja, seguramente alejada completamente de la verdad o de la historia, que nos permite vivir de ilusiones en un mundo burbuja en el que solo existen buenas personas y buenos recuerdos.
La bondad es esa facultad de doble filo que puede jugarnos malas pasadas. En Insalvable (Javier Marco, 2025), el corto que abre la segunda sesión del festival, los límites y consecuencias de un buen acto se convierten en una pesadilla para Mauro (Javier Pereira), una vez que se enfrenta, cara a cara, con Ángel (Pedro Casablanc), el desconocido al que días antes salvó la vida. El director filma en un lujoso restaurante el encuentro entre ambos personajes. La tensión y el suspense reside en los caracteres contrapuestos de dos personas, a priori, antagónicas. Ángel es un ser despiadado, un demiurgo al que le encanta controlar los hilos de sus criaturas, merced de un olfato desarrollado para despellejar a sus enemigos. Mauro parece tener otros valores. El bien y el mal mantienen un pulso desigual mientras el espectador advierte el desenlace fatal del relato. Quizás ese sea el eslabón más débil del cortometraje, un guion que anticipamos, sabiendo como la balanza volverá a equilibrarse. Por contra, sobresale la brillante puesta en escena y los detalles o simbolismos ocultos en cada gesto o mirada. El gusto por la carne cruda o muy poco hecha de Ángel, introduce evidentes referencias al olfato salvaje y depredador de un hombre frente a su presa. Asimismo, el color rojo está presente en la bebida de unos manhattan que el propio Ángel bebe sin parar. Hay un excelente trabajo interpretativo, y un brillante dominio del plano contraplano.
El plano fijo y sus dramáticas posibilidades sirven de andamiaje narrativo en Ones (Juanjo Giménez, 2025). Un cortometraje que se inicia precisamente con una cámara estática mirando de frente a Sam, un niño de 9 años con la capacidad de leer la mente. Ese excelente plano dilatado ya diversifica todos los ángulos e inquietudes de una obra intimista, que toca tímidamente la ciencia ficción en un entorno de realismo y cotidianidad. El desarraigo infantil, y la difícil adaptación de estos al enrevesado mundo de los adultos, ayuda al milimétrico funcionamiento de un artefacto muy bien medido en sus tempos y escenas, siempre con una puerta abierta a la ambigüedad y al misterio. El director de la multipremiada y laureada Timecode sigue apostando por los laberintos intrincados y una mirada triste, melancólica a los procesos y etapas de la niñez en los actuales modelos de familia.
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Un bingo llamado Las Vegas es el lugar elegido como metáfora del interesantísimo cortometraje Xiao Wei (JiaJie Yu, 2024). Luces de neón y fotografía incandescente para ese lugar en ninguna parte que podría pertenecer a cualquier sitio. El cineasta manifiesta su discurso fílmico en derredor de una serie de planos generales, evitando acercar la cámara más de lo necesario, y rehuyendo de los primeros planos, haciendo patente el concepto de isla que sufre el protagonista; un chaval hispanochino que cumple los 18 años de edad y que no acaba de situarse en ninguno de sus dos mundos. La incomodidad aparente junto a su madre y su abuela lo hace reacio a las tradiciones, mientras espera ansioso que sus amigos vengan a recogerlo para irse de fiesta. Hay un claro componente autobiográfico en la cinta, ya que el propio director tiene doble nacionalidad, y representa con mucho acierto las inseguridades de la juventud. Un náufrago a caballo entre el pasado, la niñez en su país de origen, y el presente, en otro lugar muy distinto. Xiao Wei puede verse también como el germen del primer largometraje de JiaJie, actualmente en preproducción, y que guarda muchos paralelismos con esta historia. Lo cierto es que ciñéndonos al cortometraje tenemos una obra extraordinaria, de un pulso narrativo notable, y una estupenda dirección de espacios que ponen en solfa el talento de su realizador. Una película sentida, que evoca en esos fluidos dorados y neones al cine de Wong Kar Wai y que sobre todo ejerce de excelente vehículo identitario.
La imagen fija, casi de postal de una Lisboa cosmopolita, cede empujada por un imperceptible movimiento de cámara a esa otra Lisboa más empobrecida en la que alumbramos el germen venenoso de la gentrificación. Esa ligera y sencilla panorámica marca el devenir de la excelente Bad for a Moment (Daniel Soares, 2024), una obra que sabe aportar testimonio, veraz y directo, ante la coexistencia de dos sociedades disonantes y paradójicas: filmando un mundo de contrastes a medio camino entre lo burgués y lo marginal. Pero no se trata de plantear preguntas acerca de un tema mayúsculo y significativo, lo interesante surge de la manera en la que esos temas de actualidad son sometidos a la perpleja psicología del individuo, atrapado en las implacables leyes del mercado. El estrés laboral, la ira contenida, la conciencia de clases, todo eso florece de alguna manera en el relato gracias a la mirada hacia esa Lisboa que se rompe lentamente. Incluso no es casual que la escena donde el protagonista compra la bicicleta sea en los imponentes muros del centro comercial Colombo, al que todos, los de España y los de Portugal, hemos visitado en más de una ocasión, ejemplo colectivo del apropio industrial del paisaje. Un cortometraje poliédrico, reforzado por la idiosincrasia del nuevo cine portugués, y que consiguió una mención especial del jurado en el último Festival de Cannes.
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Yellow Skulls (German Oswaldo Jiménez, 2024) es una coproducción animada entre Colombia y España, una curiosa colaboración producida en un estudio colombiano y con postproducción hecha íntegramente en Valencia. El cortometraje es una distopía medioambiental que evoca a las películas de Mad Max y a toda la tradición del cine postapocaliptico. La cosificación infantil es uno de sus puntos fuertes manteniendo diálogos con la tercera entrega de la famosa saga de George Miller, con esa tribu de niños perdidos. El maravilloso diseño de sonido y virtuosismo estético realzan los aires y estilemas del steampunk y la música de Vicent Colonques y Héctor Tirado, dos músicos valencianos, aporta frescura y armonía cinética a la cinta.
Con El Princep (Alex Sardá, 2024) los límites y fronteras del cortometraje se difuminan todavía más hasta erigirse como un mediometraje de excelente factura técnica y elaborada narrativa. Estamos ante un ensayo sobre los mecanismos del alma humana, y de los problemas coyunturales de la corrupción sistémica de nuestro país, o mejor dicho de todo el mundo libre. El arte, o en este caso la danza, que practica Artur (magnífico Enric Auquer), sirve de expiación para las tensiones y angustias vitales de nuestro particular príncipe de Maquiavelo. La herencia instiga la profunda levedad del ser y arrastra la semilla del dolor hasta sus últimas consecuencias. Una obra de silencios, marcada por los espacios y recodos del teatro y sus oscuros pasillos. El Princep participa de un cine sobrecogedor, sutil, algo frio, pero reflexivo, y con una atmósfera que atrapa. Es además un trabajo de rabiosa actualidad.
Depredador (Javier Fesser, 2024), supone la vuelta de Fesser al cortometraje, un formato muy del gusto del director de El Milagro de P. Tinto y que nunca abandona del todo prodigándose de vez en cuando. Las pequeñas historias suelen salirle bien a Fesser, que maneja con soltura y desparpajo un amasijo de géneros y mixturas relacionadas con el horror, el western (como filma el paisaje), y las road movies, o películas de carretera. Dos amigas viajan en un coche por lugares inhóspitos en un homenaje divertidísimo, y salvaje, al cine grindhouse. Depredador es el colofón propio para proyectarse en la terraza al aire libre como antaño veíamos esos programas dobles en los cines de verano.
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