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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Esa cosa con alas

    || Críticas | Karlovy Vary 2025 | ★★★★☆ |
    The Thing with Feathers
    Dylan Southern
    Llaman a la puerta


    Aarón Rodríguez Serrano
    Karlovy Vary |

    ficha técnica:
    Reino Unido, 2025. Título original: «The Thing with Feathers». Dirección y guion: Dylan Southern, adaptación de la novela Grief Is the Thing with Feathers de Max Porter. Compañías: Film4, Lobo Films, SunnyMarch, LB Entertainment, Align, Film i Väst, Filmgate. Festival de presentación: Sundance Film Festival 2025 (estreno mundial) y premiere europea en la Berlinale (Special Gala). Distribución en Reino Unido e Irlanda: Vue Lumière; en EE. UU.: Briarcliff Entertainment; en España: Avalon. Fotografía: Ben Fordesman. Montaje: George Cragg. Música: Zebedee C. Budworth. Reparto: Benedict Cumberbatch (Padre), David Thewlis (voz del Cuervo), Henry Boxall, Richard Boxall (niños), Sam Spruell (Paul), Vinette Robinson (Amanda), Eric Lampaert (Cuervo), Claire Cartwright (Madre). Duración: 104 minutos.

    Para Jiří Bartoška (1947-2025). En agradecimiento.

    Una de las muchas —y muy valiosas— paradojas a las que se enfrenta siempre la expresión cinematográfica es el problema concreto del vacío. Cuando uno transita los grandes textos de la teoría, casi todos inciden sobre todo en la cuestión de la presencia del objeto delante de la cámara. A partir del hecho de que la cámara retrata un cierto mundo y ofrece un cierto punto de vista se han levantado casi todos los sistemas que beben de aquella fenomenología cinematográfica francesa que surgió de Mitry, de Merleu-Ponty, del propio Sartre en menor medida. Ahora bien, una vez que nos hemos acostumbrado a mirar «lo que hay» en el interior del encuadre, y una vez que la vida nos va arrebatando también la certeza en que las cosas siempre van a estar presentes ante nosotros, surge una segunda lectura del funcionamiento del cine. La del vacío. La del fuera de campo. La de las cosas que no se muestran y, precisamente por no mostrarse, significan.

    Es por eso que el cine ha sabido mantener una relación íntima, especialmente fructífera tanto con el problema del duelo como con los fantasmas. No piensen que hago de menos ensayos tan estremecedores como El tiempo vivido sin su fluir de Denise Riley o el Memorias de una viuda de Joyce Carol Oates. Ahí estará siempre Mortal y rosa, que como bien saben, es el libro en el que peor o mejor uno ha aprendido a pensar la escritura y el mundo. Pero el cine, precisamente por esa necesidad de tensionar siempre lo que se muestra y lo que se oculta, lo concreto del mundo que se ofrece o se sustrae, funciona de otra manera.

    The Thing with Feathers toma el duelo como punto de partida y realiza un quiebro desde el primer momento que debería resultarnos productivo. Un dibujante, un creador de imágenes, atraviesa el larguísimo túnel del dolor tras la muerte de su esposa mientras vida y obra, dibujos y pesadillas, alucinaciones y realidades se van hibridando. De igual modo que la muerte que llega se puede mostrar con una sequedad aterradora —estoy pensando en La boca abierta de Pialat—, o que el duelo puede ser poetizado por la vía del realismo absoluto con una precisión inigualable —La habitación del hijo, obviamente—, aquí Southern decide tomar otro camino.

    En muchos sentidos, a nivel formal, The Thing with Feathers es casi una película de terror. Intuyo que también podría ser leída como una especie de traslación visual de la psicosis —aunque mi intuición es que, al contrario, lo que la cinta propone es que la neurosis traumática puede llegar a arrojarte a la locura inmisericordemente. De ahí que Southern tenga que maniobrar con mucho cuidado, escena tras escena, casi emborronando la posibilidad de una «narrativa lineal» —el tiempo pasa cronológicamente, pero la película sabe perfectamente que el duelo nunca es lineal—, y funcionando más bien por acumulación. En esta dirección, cada pequeño fragmento invita a una lectura casi autárquica, muy concreta, resistiéndose al conjunto global. La estructura de la película no podía estar, en esta dirección, mejor pensada: cuatro fragmentos, dos de ellos correspondientes a la realidad (Padre/Hijos) y dos situados en el territorio de la ficción (Cuervo/Demonio) como las cuatro paredes de desesperación que van aplastando a los protagonistas.

    El film es ese ir y venir, esa errancia entre dos mundos. El mundo real de las tostadas, la compra en el supermercado, hacer la cama. Y ese otro mundo imposible que únicamente se descubre en el duelo, ese en el que uno no para de levantar la cabeza y preguntarse: «¿Cómo he llegado aquí? ¿Cómo estoy habitando esta realidad y cómo voy a habitarla mañana?». Claro que la película tiene que ser necesariamente imperfecta, e incluso errática, e incluso kitsch en algunos momentos. Claro que está mal hilvanada, que se le ven las costuras, que tropieza y balbucea. Sin embargo, la idea potente que hay detrás de su propio diseño, el propio esfuerzo con el que va levantando sus capas es profundamente brillante.

    Más que la dirección, creo que lo que realmente mantiene viva la cinta es el montaje de George Cragg, que consigue dotar de una suerte de movimiento interno y de coherencia absoluta todo el aparataje exterior. Esa confusión de tiempos y emociones no encuentra únicamente algunos hallazgos visuales de primer orden —los reencuadres con ventanas y folios o el juego de texturas con las manchas de tinta, por ejemplo, son magníficos—, sino que funciona mucho mejor a la hora de perfilar los tiempos de plano, las elipsis, la duración de las secuencias. Es cierto que el tramo final —los últimos quince minutos— se desploman en una suerte de look edulcorado que no termina de resultar demasiado creíble, pero no es menos cierto que son la clausura narrativa necesaria para que la película pueda llegar a un destino. Terminarla antes hubiera sido posible, pero también inmisericorde y de alguna manera, deshonesto. Es cierto que las últimas secuencias de escenas no terminan de funcionar, pero se compensan sin duda por la potencia con la que se ha pensado anteriormente, por ejemplo, la pesadilla etílica a ritmo de Screamin’ Jay Hawkins.

    La película de Southern está tensionada en ese juego macabro al que quiere jugar siempre el cine sobre el duelo: mostrar lo que ya no está, mostrar con el vacío, de-mostrar que el cine puede ofrecerlo todo. Es el origen de las imágenes fantasmales y estaba ya en las fantasmagorías de Robertson: los muertos pueden regresar como imagen. La diferencia es que Southern no trae a la muerta —salvo en algunos flashbacks más bien sonrojantes—, sino que trae al vacío mismo y le inventa un traje negrísimo como de carnaval barato. Por eso puede dar miedo o no darlo. Por eso es a la vez ridículo y horrendo. Como el duelo, que siempre tiene algo de inevitable y algo de increíble. Todos sabemos que lo vamos a vivir, y sin embargo, cuando estamos sumergidos en él es imposible no preguntarse: «¿Por qué yo?».

    Es una cita ineludible. Supongo que por eso son tan importantes las películas que nos acompañan y nos preparan, buscando ser lo más abiertas y universales —esto es, simbólicas. El cuervo siempre acaba llamando a la puerta. ♦


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