|| Críticas | Karlovy Vary 2025 | ★★★☆☆ |
Quan un riu esdevé el mar
Pere Vilà Barceló
Coordenadas del trauma
Aarón Rodríguez Serrano
ficha técnica:
España, 2025. Título original: «Quan un riu esdevé el mar». Título internacional: When a River Becomes the Sea. Dirección: Pere Vilà Barceló. Guion: Laura Merino y Pere Vilà Barceló. Compañías: fromzerocinema. Festival de presentación: Festival Internacional de Cine de Karlovy Vary 2025 (competición oficial). Distribución en España: [Información no disponible]. Fotografía: Ciril Barba. Montaje: Xavier Pérez Díaz y Pere Vilà Barceló. Dirección de arte: Dàmaris Torres. Reparto: Claud Hernández, Àlex Brendemühl, Laia Marull, Bruna Cusí. Duración: 183 minutos. Formato: digital. Idioma original: catalán y español.
España, 2025. Título original: «Quan un riu esdevé el mar». Título internacional: When a River Becomes the Sea. Dirección: Pere Vilà Barceló. Guion: Laura Merino y Pere Vilà Barceló. Compañías: fromzerocinema. Festival de presentación: Festival Internacional de Cine de Karlovy Vary 2025 (competición oficial). Distribución en España: [Información no disponible]. Fotografía: Ciril Barba. Montaje: Xavier Pérez Díaz y Pere Vilà Barceló. Dirección de arte: Dàmaris Torres. Reparto: Claud Hernández, Àlex Brendemühl, Laia Marull, Bruna Cusí. Duración: 183 minutos. Formato: digital. Idioma original: catalán y español.
Por un lado, Quan un riu esdevé el mar forma parte de una tradición cinematográfica que viene de lejos y que tiene sus riesgos: lo que antiguamente los manuales llamaban la «película de tesis» —término que intuyo que hoy anda ya en desuso—, y que apunta a una cierta subordinación de todos los elementos cinematográficos a la transmisión clara de una única idea. La película quiere hablar del proceso de duelo tras una agresión sexual, y de algunas de las esquirlas que surgen de dicha vivencia. El primer problema que plantea es que, al tomar dicha decisión, la película se divide automáticamente en dos campos discursivos bien diferentes: hay una cinta «didáctica» y una cinta «dramática». Es decir: hay momentos en los que la película debe explicar cosas y momentos en los que ocurren cosas, y así se produce un rozamiento que en los grandes títulos del género funciona razonablemente, mientras que en la gran mayoría acaba generando algunos problemas enunciativos serios.
En el caso que aquí nos ocupa, debo señalar que la parte dramática es, sin duda, la más meritoria del conjunto. Todo lo que toca al proceso de contacto entre Gaia (Claudia Hernández) y su padre (Àlex Brandemühl) está rodado con una sensibilidad, una inteligencia y una precisión fuera de toda duda. Hay decisiones brillantísimas en el movimiento de los personajes en el interior del plano —cómo giran uno alrededor del otro, cuándo están fuera de campo y qué ocurre en el peso de su ausencia—, y los actores consiguen levantar con potencia todo ese abanico de gritos, susurros, confesiones, furias y confianzas. Dicho sea de paso: el personaje del padre está escrito con tanta complejidad, con tanto amor y tanta humanidad que uno no puede sino quedarse desbordado ante la apuesta de Vilà y Merino por levantar un personaje tan poderoso. Por otro lado, Hernández consigue aguantar la réplica de un actor tan señero y dotar de cuerpo y emoción a esa víctima que, al menos en sus dos primeras partes, está trazada con una fuerza narrativa indudable. A nivel estructural, esta relación tiene también algunos recursos de lo más interesantes: el uso de la pantalla en negro en dos momentos muy concretos que se abrochan entre sí, por ejemplo. O esas escenas dulcísimas y llenas de luz en el horno en el que ambos se refugian del desgarro total. Son, sin duda, momentos que conforman una gran película.
Ahora bien, el problema es «la otra película», esto es, lo que toca a la cuestión «didáctica» del asunto. Uno intuye —y los créditos del film así parecen confirmarlo— que en la construcción del film han participado diferentes equipos de asesoría psicológica y de género. Esta práctica —que debería estar más extendida en la industria, dicho sea de paso— puede suponer un problema en el momento en el que la manera en la que los diferentes testimonios, los rasgos, las fases de la experiencia traumática, no se integran de manera orgánica en la narración sino que deben ser «explicados», o peor aún, insertados de manera un tanto forzada en el relato. Durante muchos momentos de la cinta tuve la sensación de que lo que ocurría no pertenecía tanto al universo entero sino a la necesidad de «subrayar con precisión» el punto de vista feminista del film, sus mecanismos de denuncia, y por supuesto, la manera en la que los personajes estaban evolucionando no tanto por los acontecimientos sino porque era algo que, estructuralmente, tenía que acontecer obligatoriamente.
Hay personajes —la profesora de arqueología, por ejemplo—, que parecen estar dispuestas única y exclusivamente para funcionar como notas a pie de página de la historia que se pretende contar. Bruna Cusí hace un trabajo fantástico porque notamos en cada escena cómo se pelea con el texto, cómo busca la emoción para que las líneas explicativas queden empapadas de una cierta emoción, y sin embargo, uno es expulsado una y otra vez por la fuerza del «mensaje», por la manera en la que se utiliza el lenguaje. Los personajes muchas veces dicen cosas como: «No soy tu psicólogo», o «Eso te lo tiene que decir tu psicóloga», pero automáticamente se desdicen cuando los diálogos no están naturalizados. Hay un exceso de control que se potencia por el hecho de que los encuentros fundamentales están rodados en plano fijo y compartido por las dos protagonistas, lo que hace que los errores, los esfuerzos por recordar el texto o la manera ligeramente forzada en la que ciertos pies entran en la escena generen una sensación de extrañamiento. Hay, no obstante, un detalle muy interesante: el propio director modifica su propia decisión enunciativa en el diálogo con la madre del agresor, rodado en plano/contraplano y con una portentosa Laia Marull que consigue transmitir una tremenda sensación de pánico en cada línea. Esa distancia entre algunos personajes femeninos y otros plantea visualmente, de manera inteligentísima, una segunda «tesis» absolutamente necesaria para la película: que frente al acoso sexual no basta con ser mujer, familia, vecina o compañera. Hay que «compartir plano» con la víctima, es decir, hay que «acompañar en el espacio» a quien atraviesa el trauma.
En esta dirección, la película acaba zozobrando entre la emoción y su explicación terapéutica, y me plantea una segunda pregunta: ¿A quién va realmente dirigida esta obra? Durante la proyección, sin duda, pensaba en que hubiera podido ser una estupenda herramienta pedagógica para trabajar en los institutos, especialmente en su primera parte —la asunción de la violación, la dificultad en detectar ciertos encuentros sexuales como experiencias traumáticas. Sin embargo, la película dura más de tres horas y está rodada con una voluntad autoral que privilegia los tiempos muertos, las errancias, las digresiones y las conversaciones en largos planos sostenidos. Son estilemas que yo admiro y que disfruto, y que además —como he apuntado ya varias veces—, el director ha dispuesto aquí con indudable talento narrativo. Ahora bien: si la película pretendía mandar «un mensaje» o suscitar «un diálogo» entre la comunidad de posadolescentes a propósito del acoso sexual —y ojalá lo haga—, todo el diseño formal de la película me plantea algunas dudas.
Que no se confunda mi postura: confío plenamente en que hay adolescentes y posadolescentes capaces de disfrutar de un cine complejo, verdadero, que no tienen el «cerebro frito por Tiktok» ni esas idioteces que los columnistas alarmistas que no saben con qué llenar los folios suelen aullar por las redes sociales. Precisamente como creo que el lenguaje cinematográfico es una puerta mayor para encarar ciertos problemas, me pierdo a la hora de ver cómo Quan un riu esdevé el mar puede dialogar con el audiovisual que consumen, en el que crecen, con el que dialogan. En contraposición, también debo señalar que un enfoque más ligero hubiera corrido el riesgo de caer en la banalización del trauma, en la infantilización gratuita de la audiencia y de los personajes, en la pura pornografía emocional. Ninguna de estas tres cosas es achacable a la película que aquí nos ocupa. ♦
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