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Cloud
Kiyoshi kurosawa
En el infierno podrás ser tu propio jefe
Miguel Muñoz Garnica
ficha técnica:
Japón, 2024. Título original: ((クラウド, Kuraudo). Dirección: Kiyoshi Kurosawa. Guion: Kiyoshi Kurosawa. Producción: Yuki Nishimiya, Nobuhiro Iizuka, Yumi Arakawa. Productoras: Nikkatsu, Django Film, Tokyo Theatres Company, Cloud Production Committee. Fotografía: Yasuyuki Sasaki. Música: Takuma Watanabe. Montaje: Kôichi Takahashi. Sonido: Shinji Watanabe. Reparto: Masaki Suda, Kotone Furukawa, Daiken Okudaira, Amane Okayama, Yoshiyoshi Arakawa, Masataka Kubota, Masaaki Akahori, Mutsuo Yoshioka, Yugo Mikawa, Maho Yamada, Toshihiro Yashiba, Yoshiyuki Morishita, Tetsuya Chiba, Yutaka Matsushige. Duración: 124 minutos.
Japón, 2024. Título original: ((クラウド, Kuraudo). Dirección: Kiyoshi Kurosawa. Guion: Kiyoshi Kurosawa. Producción: Yuki Nishimiya, Nobuhiro Iizuka, Yumi Arakawa. Productoras: Nikkatsu, Django Film, Tokyo Theatres Company, Cloud Production Committee. Fotografía: Yasuyuki Sasaki. Música: Takuma Watanabe. Montaje: Kôichi Takahashi. Sonido: Shinji Watanabe. Reparto: Masaki Suda, Kotone Furukawa, Daiken Okudaira, Amane Okayama, Yoshiyoshi Arakawa, Masataka Kubota, Masaaki Akahori, Mutsuo Yoshioka, Yugo Mikawa, Maho Yamada, Toshihiro Yashiba, Yoshiyuki Morishita, Tetsuya Chiba, Yutaka Matsushige. Duración: 124 minutos.
Aviso: Este texto desvela detalles argumentales de la película. Conocerlos puede arruinar la experiencia de una historia que, entre otras cosas, recomendamos porque nunca deja de ser imprevisible.
Piensen en un momento típico de thriller. Un personaje corriente, que ha visto abruptamente violentada su rutina, acaba de salir de una situación de vida o muerte. Por fin puede respirar y darse cuenta de que ha sobrevivido contra todo pronóstico. ¿Qué es lo primero que hace? La respuesta que se nos ocurra dirá mucho de nuestra educación como espectadores. En el caso del protagonista de Cloud, Ryosuke, lo primero que se le ocurre es desbloquear su móvil, abrir su perfil en una tienda online y revisar cómo van sus ventas.
Esto es, que Kiyoshi Kurosawa no solo nos planta de protagonista a un revendedor de productos adusto, ensimismado y consumido por sus dudosos negocios. Es que, llegada la presunta catarsis, solo es capaz de persistir en su deshumanización. Tenemos, así, a un tipo que encarna todas las asperezas del ya tópico emprendedor digital —si este término no basta para provocarles urticaria, me temo que no estamos hablando el mismo idioma—. Es más, la primera parte de la película se dedica, básicamente, a detallar esa aspereza, a recopilar las pequeñas afrentas que Ryosuke va dejando a su paso. Primeros vendedores a los que compra a subprecio, compradores a los que estafa con productos falsos, frikis a los que hace pagar cantidades desproporcionadas por merchandising exclusivo que compra en lote, colegas a los que se niega a prestar dinero…
Si en esta primera parte Ryosuke no sale peor parado es porque problematiza algo que va más allá de lo individual. Algo así como un capitalismo digital que propaga la figura del intermediario parásito, la descentraliza y la convierte en perpetradora y a la vez víctima de la precariedad generalizada. Pero tratemos de concretar: Aquí tenemos una composición típica de Kurosawa: interior, luces bajas, profundidad de campo, distancia entre el sujeto y el fondo. Si estuviésemos en Pulse (2001), cualquiera de las zonas en sombra o de recovecos ocultos sería una excelente opción para que apareciera un fantasma. Pero lo que vemos es el estado de la cuestión que trazaba Pulse dos décadas después: el mundo digital ya no es una novedad tecnológica por la que pueden entrar visitantes del más allá; es un paradigma que ha viralizado y transformado al mundo real. Lo que vemos aquí es un Ryosuke insomne en plena madrugada, rodeado de productos embalados — nadie lo diría a simple vista, pero el escenario es su casa— y magnetizado por la pantalla del ordenador que muestra sus ventas en tiempo real. La conexión permanente que lo mantiene despierto y alerta.
La imagen grita precariedad por los cuatro costados, y no solo económica. Dentro de esta atmósfera, el posterior plano-contraplano que inserta Kurosawa es hasta devastador:
El primer plano de Ryosuke, al que llegamos tras un acercamiento de la cámara, lo enlaza con la pantalla con las ventas. Esto es, un recurso de diálogo como el plano-contraplano solo sirve para ratificar cuál es la única relación significativa de nuestro protagonista, cuál es la que consume sus tiempos y sus espacios. Es devastador, sobre todo, si lo comparamos con el plano en el que Kurosawa nos introduce a su novia: Un gesto afectivo no recibido, dos miradas que no se encuentran —y en perfecta concomitancia, en esta escena no hay primeros planos y contraplanos—, y la misma línea de fuerza del plano anterior que permanece intacta: la pantalla que atrae la mirada, el cuerpo y organiza el espacio doméstico.
Ryosuke rechaza por principio todo lo que tiene que ver con la típica cultura laboral japonesa. Rechaza los ascensos que le ofrece su paternalista jefe y acaba por dejar su trabajo como asalariado en una tintorería industrial. Con ello, huye de uno de los escenarios quintaesenciales de la explotación capitalista tradicional —en The Mangler (1995), Tobe Hooper usaba precisamente una tintorería manufacturera para elaborar una afiladísima metáfora, en clave de terror, sobre la explotación capitalista—. Huye, podríamos aventurar que con la mente llena de consignas como escalar el negocio, ser tu propio jefe o hackear el sistema, de un modelo de capitalismo industrial a otro de capitalismo digital que, como aquel, tiene la capacidad de transformar el mundo que habita. Solo que este otro modelo ya no crea máquinas inquietantes y grandes naves industriales —uno de los escenarios favoritos de Kurosawa, y que aparecerá al final como ruina del viejo capitalismo— sino en apartamentos impersonales y apenas iluminados por la pantalla del ordenador.
De ahí lo fascinante de algunos planos como los que he citado: sin renunciar a uno solo de sus rasgos de estilo, ni al marco envolvente del terror, Kurosawa consigue poner en escena cómo es, físicamente, el mundo que ha creado este nuevo paradigma de deshumanización digital.
Decía, además, que a Ryosuke no le sirven ni varias situaciones al límite de la muerte para sacarlo de su alienación con las pantallas. La historia, con ello, nos lo estanca en este infierno aséptico. Le niega toda posibilidad de cambio o redención. No le deja otra salida que el reconocimiento, expresado sin sorpresa, de que se estaba zambullendo desde el principio en un proceso típico de los protagonistas de Kurosawa: el darse cuenta de que el Apocalipsis no es el fin del mundo, sino el fin de su conexión con el mundo.
Pero hay más. Siendo una película de atmósfera existencial y de protagonista estancado, Cloud se las apaña para ser en todo momento imprevisible y sorprendente. Kurosawa va transitando, a veces de forma gradual, a veces de golpe, y siempre con maestría, entre el vago terror atmosférico, el drama de pareja, el thriller de acción, la comedia negra o el absurdo. Y lo consigue no a pesar, sino gracias a la alienación radical de su protagonista. Gracias a su inconsciencia de los rencores que va amontonando con sus prácticas como revendedor.
En la primera parte de la película, estos rencores se manifiestan en pequeños detalles como una rata muerta en la entrada de su apartamento, o una trampa para provocarle una caída de la moto. Pero quedan como poco más que manifestaciones de una noción de amenaza muy vaga, muy abstracta, que tan bien se la da construir al cineasta. Y que, sin que seamos conscientes, nos pone en el mismo estado de desconexión con lo que le rodea que tiene entumecido a Ryosuke.
En la segunda parte, cuando esta amenaza gana una concreción absoluta, Cloud se transforma en otra cosa. La aspereza de un protagonista como Ryosuke queda en nada ante la ira desproporcionada que se le vuelve en contra. Surge la pregunta inevitable: ¿cómo es posible que un emprendedor digital de poca monta haya inspirado una escalada vengadora tan brutal?
La respuesta la va deslizando el recurso que Kurosawa emplea para transitar de la primera a la segunda parte. Un personaje que aparece de la nada, estafado por unos bolsos falsos que le ha vendido Ryosuke. Un personaje que se nos presenta así:
Arrastrándose, humillado, entre los pasillos lúgubres de un manga-café en uno de cuyos cubículos ha improvisado algo a lo que, con mucha generosidad, podríamos llamar su hogar. Enseguida sabremos que es uno de los haters que Ryosuke ha ido acumulando y que han empezado a organizarse para dar con él. Pero, con estos planos, sabemos algo más importante: que ese cubículo del manga-café es la versión degenerada del apartamento de Ryosuke, igualmente precario, pero al menos de una precariedad más higiénica.
Con este matiz, podemos entender qué es lo que pasa en la segunda parte de Cloud, la maniobra que la convierte de golpe y porrazo en un thriller de acción. No se trata solo de la ira mal canalizada. Se trata de que esa ira estalla de una manera tan desmedida porque los agresores comparten con Ryosuke la misma desconexión de la realidad. La misma condición de «perdedores», con el pequeño matiz de que el tipo del manga-café y sus compinches son perdedores evidentes, los únicos para los que un perdedor mejor disimulado como Ryosuke puede pasar por «ganador».
Esto es lo que permite a Kurosawa jugar, en la segunda parte, con un componente de comedia negra que viene del choque brutal entre la conspiración digital y la violencia real. Entre el anonimato de las amenazas de muerte por chat y la realidad de un puñado de inadaptados que apenas saben manejar una pistola —con la excepción del único representante del capitalismo tradicional, que, al ver mermada su capacidad de influencia, desenmascara una absoluta psicopatía—. Más allá de la comedia negra, tenemos también una visión certera de cómo funciona la rabia en un sistema capitalista descentralizado. La rabia que hay que drenar, contra lo que sea, contra quien sea, contra quien parezca nuestro problema porque no somos capaces de reconocer como nuestro igual en la precariedad.
De ahí podemos volver al gesto que planteaba como definitorio de Ryosuke: mirar el móvil como primer gesto tras la supuesta catarsis. Pero, ¿qué otra cosa le queda? Si levanta la vista de la falsa interacción de esa pantalla —la pantalla que nos vendieron como la posibilidad infinita de conectar con los demás—, si levanta la vista de esa página de ventas que le proclama «ganador», ¿en qué puede posarla? Ateniendo a los planos finales, lo que el mundo real le ofrece no es más que la evidencia de su ruptura total con él. El paisaje de desconexión que deja un sistema de conexión permanente. ♦




























