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Breve historia de una familia
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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | The Love that Remains [Cannes 2025]

    || Críticas | Cannes 2025 | ★★★☆☆
    The Love that Remains​
    Hlynur Pálmason
    De tiempos y fracturas


    Rubén Téllez Brotons
    Cannes (Francia) |

    ficha técnica:
    Islandia, Dinamarca, Francia, Finlandia, Suecia, 2025. Título original: «Ástin sem eftir er». Título internacional: «The Love That Remains». Dirección y guion: Hlynur Pálmason. Compañías: Still Vivid, Snowglobe Films, HOBAB, Aamu Film Company, Film i Väst, ARTE France Cinéma. Festival de presentación: Festival de Cannes. Distribución en España: [Información no disponible]. Fotografía: Hlynur Pálmason. Montaje: Julius Krebs Damsbo. Música: Harry Hunt. Reparto: Sverrir Gudnason, Saga Garðarsdóttir, Ída Mekkín Hlynsdóttir, Þorgils Hlynsson, Grímur Hlynsson, Ingvar E. Sigurðsson, Anders Mossling, Katla M. Þorgeirsdóttir, Halldór Laxness Halldórsson, Kristinn Guðmundsson. Duración: 109 minutos.

    Hlynur Pálmason se propone en The love that remains capturar en toda su enorme y compleja magnitud el día a día de una familia islandesa durante un año entero. El propósito y el material dramático se prestan a la construcción de una película épica, de largo aliento, en la que los devenires de los personajes se retraten con una magnificencia torrencial. No es el caso: el director decide hilvanar la radiografía de la cotidianidad de sus protagonistas desde el silencio, los tiempos muertos y los gestos mínimos, los que la rutina lleva a realizar de forma automática y que, en su conjunto, terminan ofreciendo la fotografía más viva de las emociones y dinámicas que fluctúan bajo la monotonía de lo ordinario. En la tercera secuencia de la película, Pálmason presenta a la familia mientras come en el jardín de su casa: primero hay un plano general prolongado en el tiempo cuya apertura y claridad expositiva permite apreciar el modo en que los personajes se relacionan en conjunto; después, un primer plano de cada miembro para ponerle rostro: el padre, que trabaja como pescador y pasa largas temporadas fuera de casa; la madre, que intenta abrirse un hueco en la escena pictórica islandesa; la hija adolescente —la que más desdibujada está—, con sus dudas existenciales y su indecisión frente a la multiplicidad de caminos que se le van a abrir una vez que termine el instituto; y los mellizos, siempre juntos, siempre jugando, siempre pendientes de descubrir algo nuevo de un mundo que, a sus ojos, no es más que un inmenso campo de juegos.

    La película, que está construida desde una perspectiva observacional a través de la que captura cada matiz de la cotidianidad de los personajes —el sitio que cada uno ocupa en el sofá y la forma en que sienta en él, la forma que tienen de moverse por las diferentes estancias de la casa— para detectar las problemáticas que los asfixian en silencio a través de las disonancias y brechas que estas abren en su rutina, lleva a cabo un trabajo con el tiempo notable, puesto que lo convierte en su principal sustancia discursiva. El tiempo es en The love that remains una superficie transparente sobre la que se van reflejando con el paso de los minutos los miedos, frustraciones y deseos de los protagonistas. El director encuadra de la misma forma muchos de los espacios por los que transita cada miembro de la familia —la casa, el coche, el jardín, el acantilado—, configurando un juego de espejos que detecta y amplifica el más mínimo cambio de conducta, evidencia la existencia de un problema subterráneo y expone las heridas que el paso de los meses va dejando sobre los personajes. La vivacidad de la primera secuencia que tiene lugar en la cocina potencia la desolación que embarga la última: el espacio no ha cambiado, tampoco la forma de filmarlo; sí que lo han hecho los personajes.

    Lejos de verse reducida a una recopilación de cuadros costumbristas debido a su fijación por el detalle en apariencia banal, la cinta consigue traspasar el umbral de la superficialidad de la realidad para capturar no el efímero destello tangencial de la intimidad, sino el complejo funcionamiento del mecanismo de lo social. Pálmason opone la vida pública de los personajes a la privada, porque entiende que el interior es producto y consecuencia del exterior y que no puede llegar a entenderse en su totalidad si no se lo pone en relación con él. ¿No dificultan acaso las largas ausencias del padre —debido al trabajo— la conciliación familiar y la convivencia? ¿No es la frustración que la madre siente ante la dificultad de dedicarse a lo que le gusta uno de los motivos que motivan su idea de cambiar radicalmente de vida, de marcharse y dejarlo todo? La película crece discursiva y emocionalmente cuando apuesta por la sutileza como herramienta de construcción del sentido, y resulta demasiado enfática cuando se empeña en señalar con reiteración una idea que ya había quedado clara en un primer momento. Resulta errático, por ejemplo, el uso que Pálmason hace de la música: no es necesario introducir cada dos o tres secuencias la misma melodía de piano cuya sencilla composición –apenas tres notas— subraya el carácter monocorde de la vida. Tampoco eran necesarios los —pocos— planos subjetivos que inserta en determinadas escenas, ni el uso pretendidamente lírico que hace del angular en las secuencias rodadas con cámara en mano. Capaz de lo mejor y de lo peor —el plano final de la película, que es un eco de uno que había tenido lugar en el tercio inicial, es verdaderamente sonrojante—, The love that remains se viene abajo en sus minutos finales, debido a la necesidad que su director siente ya no de subrayar, sino de evidenciar con total descaro algunos de los centros temáticos de la propuesta, y adopta las formas de un surrealismo para nada orgánico desde el que le da cuerpo —literalmente— a las pesadillas y sueños de sus protagonistas. ♦


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