|| Críticas | ★★★☆☆ |
La buena letra
Celia Rico Clavellino
Ofrecer y deber
Aarón Rodríguez Serrano
ficha técnica:
España, 2025. Título original: La buena letra. Dirección y guion: Celia Rico Clavellino, basada en la novela homónima de Rafael Chirbes. Producción: Misent Producciones, MOD Producciones y Arcadia Motion Pictures, con la participación de RTVE, Movistar Plus+, À Punt Mèdia y 3Cat, y el apoyo del ICAA, ICEC e IVC. Fotografía: Sara Gallego. Música: Marina Alcantud. Reparto: Loreto Mauleón (Ana), Enric Auquer (Antonio), Roger Casamajor (Tomás), Ana Rujas (Isabel), Teresa Lozano (María), Sofía Puerta (Anita) y Gloria March (Concha). Duración: 110 minutos.
España, 2025. Título original: La buena letra. Dirección y guion: Celia Rico Clavellino, basada en la novela homónima de Rafael Chirbes. Producción: Misent Producciones, MOD Producciones y Arcadia Motion Pictures, con la participación de RTVE, Movistar Plus+, À Punt Mèdia y 3Cat, y el apoyo del ICAA, ICEC e IVC. Fotografía: Sara Gallego. Música: Marina Alcantud. Reparto: Loreto Mauleón (Ana), Enric Auquer (Antonio), Roger Casamajor (Tomás), Ana Rujas (Isabel), Teresa Lozano (María), Sofía Puerta (Anita) y Gloria March (Concha). Duración: 110 minutos.
En La buena letra parece haber avanzado rigurosamente sobre el programa que estaba ya esbozado en sus obras anteriores. Por supuesto, la factura visual ha evolucionado magníficamente gracias a una concepción de la luz y de la textura del plano que busca voluntariosamente el preciosismo y cita aquí y allá estampas y composiciones tan deudoras de Vermeer como —en menor medida— de la tradición barroca española. El trabajo sobre los objetos y la materia, esa asignatura pendiente del cine español sobre la primera mitad del siglo XX —imposible olvidar los excesos en la dirección de arte de La virgen roja (Paula Ortiz, 2024)— aquí alcanza una precisión exquisita. Las paredes, el polvo, la madera, todo ese mundo avejentado, quebradizo, la máquina de coser, la tela, las cáscaras de la naranja, todo parece surgir de ese pasado abismal, oscuro, telúrico. Visualmente, ya digo, la película es absolutamente meritoria.
A Celia Rico le ha sentado bien alejarse de su propio material, de su propio universo, y ha demostrado una solvencia indudable a la hora de apropiarse del material de Chirbes. Por encima de los gestos algo anonadados que puntuaban las escenas más problemáticas de Los pequeños amores (2024), aquí su trazo cinematográfico parece más sereno, más decidido, más afinado. Ahora bien, el problema que arrastra La buena letra surge precisamente de esa serenidad, incluso áspera, con la que se van desplegando las acciones y los acontecimientos.
Narrativamente la película es inevitablemente contextual, en tanto sus materiales ya son sobradamente conocidos. Por «contextual» aquí entiendo que se despliega algo marcada por una serie de lugares comunes que han ido configurando lo que podríamos llamar el «cine contemporáneo español» y que incluyen estampas, composiciones y dimensiones de la duración de plano que parecen remitir a trabajos inmediatamente anteriores sin aportar demasiado sobre ellos. Por supuesto, es obligatorio señalar que el drama, la abnegación, la familia como microcosmos, la mirada de la infancia, el mar, la mujer silenciosa… todo forma parte de la Historia del Cine desde que Griffith miró por primera vez por su visor, con la diferencia de que de un tiempo a esta parte muchas obras parecen traer ya el argumentario cosido, remendado, listo para que el crítico y el espectador más o menos comprometido se limite a reproducir una serie de opiniones ya prefiguradas por la propia obra. Es decir: no tengo muy claro de hasta qué punto La buena letra tiene interés en entablar un diálogo crítico con su público o, por el contrario, pretende servir como transmisora de una serie de ideas, mensajes y sentimientos —esto último es lo más problemático— que llevan flotando en el ecosistema nacional durante los últimos años.
Es indudable que La buena letra tiene al menos tres o cuatro momentos de una potencia desmesurada. Un arranque firme y una clausura bien levantada, una Loreto Mauleón con una fuerza portentosa, un sentido del ritmo y de la medida más que notable. Será un título de grandes premios, y un buen paso en firme de nuestra industria. Sin embargo, también, será una de las películas que en los próximos diez, quince años, cuando estemos levantando la historiografía contemporánea, nos arrojará no pocas dudas sobre lo que se acertó y lo que se falló en el cine español de la década de los veinte.
Hete aquí el problema. Es bien sabido que cualquier sistema (cultural o no) tiende a enrarecerse cuando no se renueva. Ocurrió con el cine español de los noventa, con aquellas obras de Álex de la Iglesia, Alejandro Amenábar o Agustín Díaz Yanes que tomaron como patrón una suerte de «Miramax patrio», es decir, un abrazo irónico de los usos y costumbres posmodernos para revitalizar la industria. Funcionó hasta que el manierismo acabó por fagocitar sus propias pautas escriturales. Otro tanto parece estar a punto de pasar en el cine español de la segunda década del milenio, aunque todavía no sabemos cómo ni de qué manera. Si bien ciertas escrituras como las de Patricia López Arnaiz, Luis Soto o Pablo Hernando parecen abrir caminos a martillazos y con resultados bien diferentes, da cierto miedo la sensación de que muchas otras obras —especialmente, nuevas óperas primas— pueden acabar repitiendo patrones simple y llanamente porque cuentan con el favor de la crítica, de un pequeño público y de la industria. Se nos señalará, por supuesto, que ni los rutilantes debuts de Gerard Oms o Eva Libertad caen en ese tópico, pero no suele ser lo habitual.
El problema de La buena letra está en que no tiene ese aspecto mágico, indescifrable, y por eso mismo eterno que tenía El sur (Víctor Erice, 1983) — película que pesa como una losa detrás de muchas de las decisiones de Chirbes y, por extensión, de Rico. Pero tampoco tiene ese dramatismo costumbrista, tan enraizado en la tradición popular con la que deshojaba su tragedia, por ejemplo, Las bicicletas son para el verano (Jaime Chávarri, 1984). Pero tampoco tiene ese humor bárbaro, desquiciado, ese olor a podredumbre moral, ética y estética que atravesaba de punta a punta Madregilda (Francisco Regueiro, 1993). Es decir, que es una película de la posguerra a la que a ratos parece que la posguerra le molesta, porque el centro está en el drama familiar, quizá el amor no confesado, el sufrimiento de la protagonista... O sea, que es una película de la posguerra pero sin demasiada posguerra. Cosa que automáticamente levanta nuestras sospechas, porque la posguerra ha sido, para bien y para mal, una de las mayores obsesiones de nuestra cinematografía.
También se nos señalará, y con mucha razón, que las películas dicen lo que dicen y que no se les puede pedir que digan lo que al criticastro de turno le apetezca. Ahora bien, cuando he revisado algunas decisiones formales de la cinta reconozco que he sentido una cierta incomodidad por sus subrayados estéticos, por sus miradas solemnes y profundamente conmovidas, por la manera siempre rigurosa y segura en la que los personajes tienen de manifestarse. Pondré un simple ejemplo: uno de los personajes femeninos imposta una suerte de toque chic, de clase alta europea, de aire renovador en el universo de legumbres rancias en el que se asfixia —con razón— la protagonista. Ahora bien, en un momento determinado el relato tiene que salvarla, explicar que en el fondo no es sino otra mujer humilde y angustiada. En lugar de elaborar visualmente ese cambio, la película lo resuelve en un diálogo explicativo acelerado y después pasa página a toda velocidad para dirigirse a otros menesteres. Es un momento estrictamente melodramático, sin una construcción visual propia más allá del juego de miradas en plano/contraplano, y sin un recorrido posterior que modifique sustancialmente las líneas de la historia. Intento encontrar la brújula de la escena pero se me escapa entre los dedos. Quizá, probablemente, sea una miopía mía de espectador, pero me ocurre en varios momentos de la cinta: intuyo que se me transmiten grandes emociones, pero la imagen me aparta violentamente de ellos.
Por lo demás, es indudable que La buena letra tiene al menos tres o cuatro momentos de una potencia desmesurada. Un arranque firme y una clausura bien levantada, una Loreto Mauleón con una fuerza portentosa, un sentido del ritmo y de la medida más que notable. Será un título de grandes premios, y un buen paso en firme de nuestra industria. Sin embargo, también, será una de las películas que en los próximos diez, quince años, cuando estemos levantando la historiografía contemporánea, nos arrojará no pocas dudas sobre lo que se acertó y lo que se falló en el cine español de la década de los veinte. ♦
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