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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | La isla de los faisanes

    || Críticas | ★★★☆☆ |
    La isla de los faisanes
    Asier Urbieta
    El cielo, la ley


    Aarón Rodríguez Serrano
    Castellón |

    ficha técnica:
    España y Francia, 2025. Título original: «Faisaien Irla». Dirección: Asier Urbieta. Guion: Asier Urbieta y Andoni de Carlos. Producción: Ibon Cormenzana, Ignasi Estapé y Sandra Tapia; coproducción: Ane Antoñanzas y Jokin Etcheverria. Compañías: Arcadia Motion Pictures, La Tentación Producciones, Galatea Films y La Fidèle Production. Fotografía: Pau Castejón. Montaje: Maialen Sarasua Oliden. Diseño de vestuario: Saioa Lara, Marta Conde y Miren Mujika. Sonido: Marianne Roussy y Xanti Salvador. Reparto: Jone Laspiur (Laida), Sambou Diaby (Sambou), Itziar Ituño (Tania), Josean Bengoetxea (Koldo), Jon Olivares (Peru), Ibrahima Koné (Nassim), Aia Kruse (Nerea), Rodonny Perriere (Mamadu) y Ximun Fuchs (Mikel). Duración: 99 minutos.

    Hay que reconocer a La isla de los faisanes una indudable capacidad, un gran olfato para plantear narrativamente ciertas cuestiones éticas. De entrada, el descubrimiento de un territorio liminal, escindido, una tierra de nadie fronteriza que puede resonar como metáfora de las situaciones absurdas a las que arrastran en ocasiones las leyes de los hombres. De salida, una muy bien temperada situación dramática inicial en la que un hombre de familia migrante se queda bloqueado ante una catástrofe humanitaria. Esos dos hallazgos, por sí mismos, ya merecen la pena como elementos diferenciales cinematográficos para poner sobre el tapete que Asier Urbieta ha realizado un trabajo inteligente, con buenos cimientos, con un instinto de artesano —que no de autor— que ojalá tenga continuidad en próximos largometrajes. El problema, por supuesto, es que esos cimientos tan bien asentados no terminan de sostener un edificio fílmico completo, máxime cuando dicho edificio se presenta con los mimbres del cine social, «de compromiso», cine de calado ético o de denuncia, según se prefiera.

    La isla de los faisanes pone las cartas encima de la mesa en los primeros minutos y denota una pasión por la sobreexplicación. Se convierte sin remedio en un film aleccionador, didáctico, un film que los antiguos teóricos llamaban «de tesis». Esto de la «tesis» tiene su aquel, porque suele resultar una manera elegante de sugerir que a una película no le importan demasiado sus personajes, sus puntos de giro o sus diálogos, sus encuadres o su dirección de arte, sino ante todo, ese «mensaje» indubitable y férreo que se quiere transmitir al espectador y que debe remover las conciencias. Esa aperturidad total a la injusticia que pretende cambiar —¿cómo?— esa sensación de falla en la humanidad a la que rinde su esfuerzo. No cabe la menor duda de que las intenciones de Urbieta son intachables, pero a menudo la película tiene que subrayarlas, meterlas a martillazos en unos diálogos explicativos llenos de frases solemnes, o en el límite, cargarlos sobre los hombros del personaje interpretado titánicamente por Jone Laspiur, la inevitable «alma buena» del relato que arrastra escena tras escena la cruz interseccional del pecado del mundo.

    En efecto, hay algo mesiánico, hay algo del compromiso entendido como viaje y sacrificio —e inmolación— que se desploma sobre el personaje femenino. Es curioso porque la película apenas traza sus motivaciones dramáticas: simplemente se ha chocado con el mal en estado puro, ha sido atravesada por una verdad de lo humano que se le antoja intolerable y que ahora corroe sus entrañas por dentro mientras el resto de gente que la rodea no termina de entender por qué. A ese nivel, la gesta funciona. El problema es que Urbieta introduce un personaje con un conflicto mucho más interesante —su pareja, aquel que no pudo accionar casi nada— y reduce su trama a un conflicto marital e identitario, hasta el punto de que parece de pronto que la recuperación de su nombre es el gran hallazgo que le permite llegar a buen puerto. Por supuesto, acabará también del lado de la bondad, mientras que en la oscuridad del relato se dejarán una serie de significantes generales y borrosos —la «policía», por supuesto— y ya puesto, se sazonará el relato con una serie de críticas a otros no menos evanescentes como «España», «Francia», el «capital», etcétera.

    La película es maniquea, como es maniqueo casi todo el cine social —el bueno y el malo. Funciona como un reloj cuando los personajes no hablan, o cuando sugieren ideas, o cuando simplemente deambulan por el plano y se limitan a realizar acciones que, a su vez, les construyen. En el momento en el que dos cuerpos están en el encuadre durante más de veinte segundos y comienzan a «explicarse» cosas, la película se resiente hasta bordear lo que podríamos denominar «kalimotxo ideológico». Al contrario, cuando apuesta visualmente por la fusión, el encuentro, el mestizaje cultural y la idea misma de lo humano, despega como un cohete y reaparece como una propuesta valiente, autónoma, realmente valiosa y a la contra de ciertas modas defendidas por la supuesta izquierda contemporánea. En esta dirección, y defendiendo ciertas ideas éticas de la película que aparecen especialmente en su tramo final, creo que la película no tiene patrón ni amo, ni rinde pleitesía a esa cosa tan sobada que los conservadores llaman «agenda», sino que se atreve a ser mucho más combativa, mucho más afilada, de lo que muchos de sus espectadores acríticos estarán dispuestos a asumir. Y eso es algo tan extraño en el cine contemporáneo que merece ser celebrado.

    Por lo demás, visualmente la película está diseñada con algunas ideas realmente interesantes —el trabajo de movimiento de cámara, en general, es muy inteligente— y con un cierto cuidado por los materiales de partida. Es humilde, pero no pobre. Es sencilla, pero no idiota. Traza un gesto de ópera prima a la que uno le augura, con un poco de suerte, una cierta continuidad en el panorama de los cines europeos en el futuro inmediato. ♦


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