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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Gladiator II

    || Críticas | ★★★☆☆
    Gladiator II
    Ridley Scott
    Ojalá fuera tan fuerte como mi padre


    Raúl Álvarez
    Madrid |

    ficha técnica:
    EE.UU. 2024. Título original: Gladiator II. Director: Ridley Scott. Guion: David Scarpa. Productores: Winston Azzopardi, Aidan Elliott, Lucy Fisher, David Franzoni, Raymond Kirk, Laurie MacDonald, Walter F. Parkes, Michael Pruss, Ridley Scott, Douglas Wick. Productoras: Paramount Pictures, Scott Free Productions, Red Wagon Films. Fotografía: John Mathieson. Música: Harry Gregson-Williams. Montaje: Sam Restivo, Claire Simpson. Reparto: Paul Mescal, Pedro Pascal, Denzel Washington, Connie Nielsen, Joseph Quinn, Fred Hechinger, Derek Jacobi, Tim McInnerny, Alexander Karim, Yuval Gonen.

    La pertinencia, la necesidad o la oportunidad no son relevantes. La cuestión esencial cuando se plantea una secuela –cualquiera y en cualquier género– es su forma discursiva y audiovisual; el viejo mantra del qué quieres contar y cómo pretendes hacerlo. Gladiator II tiene la rara cualidad y el extraño mérito de ser acaso la primera secuela que es al mismo tiempo una continuación directa y su reboot , una mímesis del original y su reescritura, un reordenamiento brillante del guion del año 2000 y su perversión absoluta devenida en caos. Una película, en fin, esquizofrénica, y por lo tanto tan irregular como única. La enésima muestra de que Ridley Scott sigue siendo uno de los pocos autores del Hollywood contemporáneo que hace lo que le da la gana porque es y se siente libre.

    Agotados en la primera parte los referentes de Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, Anthony Mann, 1960) y La caída del imperio romano (The Fall of the Roman Empire, Anthony Mann, 1964), en esta ocasión Scott y David Scarpa, su guionista de confianza en los últimos años, se aplican en la suicida tarea de facturar un péplum all’italiana con el presupuesto de una gran superproducción americana. Otra vez la esquizofrenia. Cerca de 300 millones de dólares se ha gastado el cineasta británico –un buen puñado de ellos ha salido de Scott Free, su productora– para rodar un filme cuyo argumento parece extraído de una cinta de Maciste, pero cuyos medios son los de Ben-Hur (William Wyler, 1959). Un bárbaro contra un imperio, una esposa muerta en combate, un héroe olvidado, una madre desolada, una ciudad corrompida, un sueño imposible. Y al final, un duelo a garrotazos y un ¡hurra! por la victoria de la esperanza.

    En ese equilibro temerario y en ocasiones naif se mueve Gladiator II desde su estupenda secuencia inicial, en la que el joven Lucio (Paul Mescal), el ¿jhijo? de Máximo y Lucilla que ha crecido escondido en Numidia, al norte África, se enfrenta contra las legiones romanas del general Acacius (Pedro Pascal). El espíritu del péplum se siente en el planteamiento directo del combate y en el ambiente africanista del escenario. Los medios, en la escala de la batalla –una invasión por mar a bordo de trirremes– y el alcance de las consecuencias –Lucio, convertido en esclavo, volverá a Roma para cumplir su destino–. La secuencia se cierra con una breve escena en el inframundo romano, concebido a medio camino entre Dreyer y Bergman, que se clava en la retina y se convierte en el comodín de Scott cada vez que la narración le plantea dudas. Tal es su poder de sugestión.

    Desde este momento y hasta que se cumple la primera hora de metraje la película sigue a pies juntillas y sin disimulo la plantilla de Gladiator (2000), si bien con un ritmo desigual y una realización que roza lo televisivo. Resulta sorprendente que un director tan atento a la puesta en escena y los detalles artísticos, y además recién salido del festín visual que es Napoleón (2023), se muestre aquí en modo piloto automático, falto de recursos y hasta descuidado –se pueden contar varios reencuadres y ligeras vibraciones en los barridos–. Se nota, en concreto, en las primeras luchas de gladiadores, filmadas de la misma manera y recurriendo a los mismos planos que hace un cuarto de siglo. La película flirtea con el desastre porque abusa del déjà vu narrativo y de los homenajes a su predecesora en forma de diálogos iterativos y flashbacks, innecesarios y con un punto cutre. La derivativa banda sonora de Harry Gregson-Williams tampoco ayuda a que uno deje de removerse en la butaca.

    Dos elementos salvan parcialmente este segmento y después la impresión general que deja el filme en sus dos tercios restantes. En primer lugar, el tono pesimista y desmitificador que empapan la figura y el periplo de Lucio. Scott y Scarpa saben que no pueden crear otro Máximo –la sombra de Russell Crowe es demasiado alargada–, así que presentan a Lucio como hijo antes que como esposo, víctima antes que héroe, mortal antes que semidios. En términos narrativos: hemos pasado de un sujeto único de la acción a un objeto múltiple de la acción. Que nadie espere de Paul Mescal una actuación carismática porque el guion no le pide eso. Por pedir, ni siquiera le pide que sea el protagonista. Tampoco él es el actor adecuado para ello. Otra vez la esquizofrenia.

    Esto nos lleva a comentar el segundo elemento que levanta Gladiator II, que no es otro que el personaje de Macrinus (Denzel Washington), un comerciante de esclavos al servicio de Roma. Macrinus representa la película que más le interesa a Ridley Scott porque encarna el discurso común de su cine, esto es, el outsider como agente del cambio, la potencia que se mueve en los márgenes del sistema hasta que escapa de él, lo destruye o lo conquista. De su mano, de repente, uno se olvida de los descuidos técnicos, alguna que otra chapuza de montaje, la sensación de que ya conocemos el Coliseo y las soporíferas intrigas de palacio conducidas por Lucilla (Connie Nielsen) y Acacius. A la manera de un deus ex machina, Macrinus lo cambia todo introduciendo una película nueva dentro de una película vieja. Otra vez la esquizofrenia.

    Las piezas, por fin, encajan, y lo que era una secuela rutinaria empaquetada con un actor de moda y vendida con la apariencia lujosa que facilitan los filtros premium de Instagram, se transforma en una cinta nihilista hasta el tuétano sobre los mecanismos que articulan el poder, hoy y hace dos mil años. No es la riqueza, imbécil, sino el ego. No sería una locura ver en Macrinus una versión del propio Scott como outsider de una industria, Hollywood, en la que cada uno de sus movimientos tiene una intención oculta. A casi cincuenta años de su debut aún no sabemos si el viejo Ridley quiere reventar el sistema, pudrirlo aún más o quedarse con él. Lo único cierto es que, a diferencia de otros veteranos cineastas, no quiere limpiar su conciencia ni contarnos por qué hace películas. Simplemente las hace, y luego prende fuego a todo. ♦


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