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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Los destellos

    || Críticas | Cobertura SSIFF 2024 | ★★★★★ |
    Los destellos
    Pilar Palomero
    ... Y la muerte no tendrá señorío


    Aarón Rodríguez Serrano
    San Sebastián |

    ficha técnica:
    España, 2024. Título original: Los destellos. Dirección y guion: Pilar Palomero. Compañías: Mod Producciones, Inicia Films, Misent Producciones. Música: Vicente Ortiz Gimeno. Director de fotografía: Daniela Cajías. Reparto: Patricia López Arnaiz, Antonio de la Torre, Marina Guerola, Julián López, Ramón Fontserè. Duración: 101 minutos.

    «Heads of the characters hammer through daisies;
    Break in the sun till the sun breaks down,
    And death shall have no dominion»
    (Dylan Thomas)


    01. ONTOLOGÍA DE LA IMAGEN CINEMATOGRÁFICA (I)

    La ficción, el cine aquí, como un milhojas compuesto de tiempo y luz. Tiempo que se encapsula en cada plano, luz que arroja ese tiempo sobre una pantalla. Capa tras capa, el truco visual que encarna el movimiento, pero también, de alguna manera, dispuesto en los huecos entre tiempo y luz, un cierto dibujo de lo humano.

    La cámara capta un objeto, lo momifica —la deuda con Bazin es explícita—, y luego llega más tarde hasta nosotros, arrastrado por una marea de tiempo(s) y espacio(s), y así el espectador debe hacer algo después con esa decisión, con esa manera de mover la cámara, con ese objeto que ha sido arrastrado desde el pasado, pero que ahora regresa sumergido en el inconsciente del que mira. Un simple ejemplo en la apertura de Los destellos: Isabel (Patricia López Arnaiz), encuentra un viejo juguete casi oxidado entre las ruinas de una vieja casa en el campo. Una de esas ranas con las que jugaba mi padre, y antes de mi padre quizá mi abuelo, y que ya fueron mitología de mi propia infancia. La cámara, en un gesto que Palomero ya había ensayado en sus anteriores películas, hace un travelling de seguimiento de la protagonista, que atraviesa una habitación enmohecida, se baña en el sol de un patio exterior, entra en otra habitación para discutir algún detalle de la transacción o del transporte. Es tan sencillo, un movimiento tan bello, que parecería que ya está escrita toda la película. Es el mismo gesto con el que acompañaba a Celia en Las niñas cuando su madre la dejaba en el colegio. Es una especie de firma, de caligrafía que deja caer en el comienzo mismo de la película pero es, como decía antes, un prodigio de luz y de tiempo.

    Isabel está detenida, congelada en ese tiempo cinematográfico del inicio. Recupera ruinas del pasado y las pone a disposición de los turistas para que vivan la «experiencia rural», sea eso lo que sea. Apenas hay internet, apenas hay otra cosa que un eco de una sociedad ya perdida y que se cifraba en el redoble a muerto de las campanas de la Iglesia.

    Los objetos, como esa rana metálica resucitada, suelen volver portando las muescas de las manos de sus dueños, y así vuelven también los libros de la infancia, las fotografías de la adolescencia, los cuadernos de anotaciones. Todo vuelve en el momento de la muerte, claro, porque la muerte es ese inmenso inventario de cosas almacenadas, vividas, escritas. Dijo Walter Benjamin antes de matarse que el rasgo principal del melancólico era su actividad coleccionista, su vivir entre ruinas, entre libros: «Los coleccionistas son gente con un instinto táctico», y también «Cada libro es una táctica», y otras cosas que vienen a cuento pero que se resumen en Ramón (Antonio de la Torre), que quería escribir libros pero se quedó encerrado en los libros de los demás, y así fue decorando el interior de su piso oscurecido, piso de muerto-inminente, piso de pobre que no tiene más que libros y con sus libros espera que llegue la muerte.

    Qué pasa con las colecciones de los muertos.

    Qué pasa con el vivo que se pregunta que será de su colección, qué pasa con el tiempo que pasa y la luz que pasa en Los destellos, por ejemplo en ese plano tan oscurecido, tan hermoso, tan enigmático en el que Ramón e Isabel atraviesan el campo al anochecer, en silencio, lentamente, como una Santa Compaña, como en una noche de ánimas inminente, y así Pilar Palomero hace ese truco de magia en el que resulta imbatible (saber medir la distancia entre el objetivo de su cámara y el cuerpo que retrata) para dejar que no digan nada, que no se vea casi nada proyectado, que estemos ante una imagen-velo, una imagen-luto, en el que se recoge el amor perdido.

    02. EL AMOR, MOTOR DEL CINE

    En tiempos en los que medimos las películas por su capacidad de provocación y su capacidad para darnos la razón ideológica, el cine de Palomero circula en dirección contraria. Ocurría en La maternal, en aquel descomunal plano final en el que la protagonista se alzaba con su bicicleta, figura mitológica, y la cámara se detenía de pronto en un paisaje fuera de foco. También en aquellos planos casi documentales rodados en el interior de la casa de acogida, que aquí se repiten en la sobrecogedora secuencia en la que Ramón —su nombre, casi un anagrama del «amor»— es aconsejado por los terapeutas que le preparan para el final. Pilar Palomero rueda con un amor absoluto, desarmante, hacia sus personajes. Al hacerlo, ella quizá no lo sabe, está venciendo a la muerte misma. O, al menos, deja que el cine haga exactamente aquello para lo que nació —pero de esto, con su permiso, hablaré al final del texto.

    De momento, Palomero tiene que bucear en una serie de nexos íntimos, complejos, entre dos personas que ya no se aman pero que tienen que confrontar su trayectoria vital bajo el signo de la muerte inminente. Su inteligencia se traduce en el silencio: no hay nada que decirse, no hay nada que explicar, nadie pide perdón. La muerte es un silencio brusco que comienza antes de desaparecer, por eso las elegías y los cantos fúnebres siempre tienen que hablar de otra cosa —celebrar los logros del ausente, recomendar a los vivos que no se duerman en los laureles y gocen de su tiempo entre nosotros, prometer la vida eterna—, porque la muerte, queda dicho, es un aldabonazo que no resuena. El único perdón posible ocurre en el silencio y, casi siempre, en dos direcciones. Dicen que el perdón es un invento cristiano, pero convendría reformular: pedir/dar el perdón es un gesto cristiano. Sumergirse en el silencio para escuchar cómo resuena el fracaso personal y enfrentarse con él es, al contrario, una actividad universal, humana, compartida.

    De ahí que Los destellos ocurra en ese tiempo moroso, ese tiempo que se desliza silenciosamente porque apenas hay nada que decir. En el amor se habla mucho al principio, claro, hay que hacer inventario de sorpresas, descubrimientos, filias, pasados. Luego el amor se vuelve extrañamente taciturno, cómodo en sus gestos cotidianos, casi anonadado en ver pasar los trabajos y los días, y el amor, al final, se vuelve ya una campana de silencio puro dentro de la que Palomero deposita su cámara. Es el amor entre una madre y una hija, entre Isabel y Nacho (Julián López, descubrimiento capital en su dramatismo), es el amor que vivieron Ramón e Isabel y del que ahora surge la continuidad misma de la vida de los que se quedan. El cine miente a menudo cuando traza un amor que no pudo ser, o el amor que llega, y termina la narración (The End) allí donde comienza a desplomarse el silencio. Palomero realiza un truco de magia perfecto y aferra con todas sus fuerzas la película: cada escena, cada plano, cada gesto es un prodigio del pensamiento sobre el amor. No busca una explosión irracional de los afectos, no busca un sobrecogimiento fácil.

    No es una película que busque que nadie llore.

    No es una película que perpetre ningún tipo de pornografía emocional.

    Simplemente es el esfuerzo titánico de una mujer por preguntarse cómo ama otra mujer, o qué significa amar, o hasta dónde y cómo y en qué condiciones y con qué codificación somos humanos. Cuál es el límite mismo de la humanidad.

    ¿Cuántas películas estrenadas en 2024 han tenido el valor de preguntarse eso?

    03. ONTOLOGÍA DE LA IMAGEN CINEMATOGRÁFICA (II)

    El cine de 2024 ha estado dominado en sus peores momentos por una plomiza búsqueda de la representación del acto cruel. Jiji-jajá, sangre y vísceras, las mismas máscaras de siempre en un nuevo discurso.

    Pilar Palomero ha rodado una película como si las redes sociales no existieran. Como si nadie tuviera nada que decir sobre su trabajo. Como si fuera a dejarse las uñas, la piel, la vida misma en cada uno de los planos que ha compuesto. Únicamente podía salir airosa porque sabe que los límites del cine no son los límites de la violencia, ni «los límites de lo irrepresentable», como decimos los pedantes que hemos invertido muchos años en pensar aquello de si Auschwitz era o no era representable, y tal.

    Los límites del cine son los límites del amor, de ahí que todos los grandes cineastas, todas las grandes cineastas, en algún momento determinado, encuentran una formulación visual para defender la continuidad, la existencia, la fuerza del proyecto humano. Un proyecto no seccionado en identidades, en ideologías, en religiones, un proyecto sobre lo que implica ser, estar vivo. Es el cierre de Sacrificio (Offret, Andrei Tarkovsky, 1986), es el cierre de Umberto D. (Vittorio de Sica, 1952), es la escena de la Marsellesa en Casablanca (Michael Curtiz, 1941), es todo lo que implica Los destellos, y más concretamente, un pequeño detalle de su último tercio.

    En una de las escenas finales, cuando la despedida ha tenido lugar, un personaje prepara una cena frugal. Jamón, un tomate, unos trozos de pan. No hay hambre, porque la muerte abruma y, sin embargo, hay un control tan exquisito del servicio, del encuentro, que —me permitirán la licencia— Palomero convierte esos alimentos en un auténtico símbolo litúrgico, eucarístico. No digo, no me entiendan mal, que la escena admita una lectura religiosa. Digo, concretamente, que esos objetos portan tanto amor, llevan tanto futuro, implican un compromiso tan grande con las relaciones humanas aquí y ahora, en esta materialidad urgente del presente en el que vivimos, que de una manera misteriosa trascienden lo que son, su ontología básica, y se convierten en el motivo por el que, hablemos claro, usted y yo seguimos vivos. Son el sentido mismo del mundo, girando en una pequeña cocina y retratados con un compromiso hacia la vida —en una película tan llena de muerte— que resultan una conquista absoluta del arte cinematográfico. Al ver ese pan, ese jamón, ese tomate, pensé en la sala: «En efecto, para esto se inventó el cine», para que el gesto más sencillo (ofrecer una cena a alguien que acaba de perder a un ser-quizá-querido) sea la garantía del sentido del mundo, un sentido total convertido, gracias a Palomero y sus actores, en un gesto de encuentro. De igual modo que existe el BWV 639, de igual modo que Francisco Umbral escribió Mortal y Rosa, de igual modo que Godard hizo resucitar toda la Historia del Cine cuando afirmó «Yo era ese hombre», aquí Pilar Palomero ha insuflado en el cine el milagro de la realidad, del objeto preciso, de saber que este mundo nuestro es el que hay y, sin embargo.

    Y, sin embargo, la muerte no tiene señorío allí donde hay un plato con jamón, un tomate, un trozo de pan y tres personas que recuerdan su amor en silencio, que construyen una familia en silencio, que se encuentran entre sí en silencio. Para eso se inventó el cine. Para dotar de sentido al mundo. ♦


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