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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | La gran escapada

    || Críticas | ★★★★☆
    La gran escapada
    Oliver Parker
    Amaneceres y estanques dorados


    David Tejero Nogales
    Badajoz |

    ficha técnica:
    Reino Unido, 2023. Título original: The Great Escaper. Director: Oliver Parker. Guion: William Ivory. Productores: Robert Bernstein, Douglas Rae, Eva Yates, Cameron McCracken. Productoras: Ecosse Films, BBC Film, Filmgate Films, Ingenious, Film I Väst. Distribuida por: Diamond Films. Fotografía: Christopher Ross. Música: Craig Armstrong. Montaje: Paul Tothill. Diseño de producción: Nick Palmer. Diseño de Vestuario: Emma Fryer. Dirección de Arte: Charlotte Hutchings. Reparto: Michael Caine, Glenda Jackson, Will Fletcher, Laura Marcus, John Standing, Victor Oshin, Danielle Vitalis.

    Tras Vietnam, Hollywood supo albergar imágenes incomodas en respuesta a los cambios de paradigma en la sociedad norteamericana. El rechazo a la guerra, y las consecuencias de la contienda, articulan interesantes películas de activismo y transformación. Cada periodo, cada época y cada conflicto bélico, han sido absorbidos por el cine con la suficiente autoridad como para transmutar y radiografiar una realidad enfocada desde los mecanismos de producción que imperaban en ese momento. Adelantándose, y mucho, a la voluntad contestataria de los setenta, el director William Wyler supo trasladar un cine de conciencia dentro todavía de un estilo de cine propagandístico, y popular, gracias a películas tan importantes como Los mejores años de nuestra vida (1946). El crisol de personajes situaba la acción fuera de la batalla, una vez los soldados vuelven a casa. El estrés postraumático, el dolor, las heridas y la difícil integración familiar, eran fundamentales en el relato de la marginación del héroe. Con este filme y de una forma embrionaria el cineasta marcaba los patrones del melodrama de posguerra en el cine, pero sobre todo indagaba, dentro de los complicados márgenes del sistema hollywoodiense, en la perdida de las ilusiones y en la fragilidad del combatiente. En el fondo Wyler ya había cambiado cuatro años antes el género bélico con La señora Miniver (1942). Una bellísima obra a reivindicar que tuvo en su día, y quizás durante mucho tiempo, que lidiar con las etiquetas de cine familiar rodado para mujeres. El cineasta ponía el foco en las mujeres civiles inglesas durante la segunda guerra mundial. Además, planteaba dudas razonables sobre cuales era los verdaderos resortes del establishment haciendo especial hincapié en el llamado way of life de la época. La señora Miniver abre con el plano general (casi en cenital), de una muchedumbre en las calles. Wyler dirige la cámara pausadamente hasta centrarse en la figura de Mrs. Miniver (Greer Garson). La secuencia concluye en la estación de tren donde el revisor le muestra una preciosa rosa bautizada con su nombre. Antes Miniver hace alusión al mantenimiento de la economía familiar y a su debilidad por las cosas bonitas. La rosa es la elegante metáfora del filme para enaltecer y destacar el papel de la mujer en las familias y en la guerra, más allá de la propia deconstrucción de la guerra y de la masculinidad. La resiliencia femenina tuvo su protagonismo en el cine de los años 40, bien en el retrato íntimo de las esposas y madres, o en las mujeres alistadas como enfermeras. El autor de Vacaciones en Roma construye un relato en el que la guerra siempre discurre en un segundo plano, fuera de foco. Una vez Hollywood quiso sentirse adulto volviendo la cámara hacia la sangre de las trincheras enseñándonos cuerpos descuartizados, Wyler sentaba los precedentes estéticos de un horror que se alumbraba en el rostro sereno de Greer Garson. El sonido de las bombas o de los bombarderos, incurre lejos de nuestra mirada, centrada única y exclusivamente en el esplendoroso primer plano de la actriz. Un cine de pulsiones que sabe evocar la extrañeza en las pequeñas cosas, un artesanado de lo invisible, eludiendo toda fijación por el impacto. Los espacios apelan a transmutarse, convertidos en representación del horror; como ese refugio en el que la familia aguarda mientras la muerte se acerca en los ecos de la distancia. Un lugar apacible, decorado con insignificantes objetos, que recuerden lo cotidiano de un hogar. La escena comprende una lectura sintomática de ese privilegio del way of life ahora entumecido y quebrado por completo. No es casual que veamos a la señora Miniver leyendo fragmentos de Alicia en el país de las maravillas como espejo decadente de sueños traducidos en pesadillas.

    La gran escapada (Oliver Parker, 2023) se adscribe a las palabras, temidas por muchos, de sucesos basados en hechos reales. La historia de un veterano de la marina real británica en la SGM que escapa con casi 90 años del asilo donde reside junto a su esposa para viajar a Francia y conmemorar los 70 años del Desembarco de Normandía, es solo el pretexto para el lucimiento del actor Michael Caine, en su despedida final del cine después de más de 70 años de carrera, y de la actriz Glenda Jackson, fallecida a los pocos meses del rodaje del filme. Ambos interpretes se reencuentran después de rodar juntos Una inglesa romántica (1975), en una palmaria demostración de su magnetismo y presencia en la escena universal a lo largo de décadas de trabajo en primera línea. Aparte de eso, el director Oliver Parker y su guionista William Ivory, escudriñan, bajo las sencillas apariencias de un filme televisivo, académico y de factura otoñal, los entresijos de un persuasivo simulacro sobre los mecanismos de la memoria, tanto colectiva como individual, y un bello ejercicio de conciencia. De esta manera las imágenes resuenan sobre los paisajes. Un último viaje personal que es también, como su apropiado titulo original indica, el escapismo de una masculinidad arrugada y rota que se niega a perecer sin saldar cuentas con su pasado, alcanzando un estatuto sereno acerca de la vejez y una hermosa reflexión del amor y de los vínculos de pareja. Es difícil no perderse en la mirada de ojos vidriosos de un Caine nostálgico, y atender, de frente, a los extraordinarios primeros planos que su director registra en el rostro del actor de Alfie, un mapa lleno de laberintos y caminos serpenteantes recompensa de un trayecto heterogéneo y transformante de múltiples máscaras y personajes.

    Aguardan en La gran escapada ligeras correspondencias con un cine antiguo, un cine clásico, de factura típicamente británica, de cuyas ruinas surgen todavía proyecciones que las reviven. Los escenarios de guerra, y la memoria del soldado desconocido, recorren un estadio fantasmal de relatos pesadillescos con mucho entretejido en sus líneas. Me acuerdo por ejemplo de Niebla en el pasado (Mervin LeRoy, 1942), uno de esos atmosféricos melodramas de la Metro filmados en vaporoso blanco y negro. La película empieza con una voz en off, como salida de ultratumba, que nos conduce por la senda tenebrosa de los pasillos de una institución mental en donde un oficial británico de la PGM, encarnado por el actor Ronald Colman, se encuentra hospitalizado con una amnesia total y absoluta. Las brumas del título apelan a la neblina mental de un combatiente perdido que deambula por los misterios y entretelas de su memoria poniendo en jaque la figura misma del héroe de guerra, desconfiando de toda la mitología castrense que tiene que ver con los tiempos de lucha. La aparición de una bella mujer, otra vez la actriz Greer Garson, en el mismo año de su Oscar por La señora Miniver, surge de entre la oscuridad como una luz cegadora e impetuosa, que se adentra en las cruzadas mentales del personaje masculino. La romántica idea del filme de LeRoy acuña, en términos específicos, un tipo de melo, más grande que la vida, en el que los recovecos del relato deben germinar en un desenlace satisfactorio, en el que el amor triunfe. La gran escapada desarrolla entrelíneas una bella historia de amor, sin embargo, el rol de esposa de Rene, es el de la prolongada espera, en conexión con la idea del soldado continuamente en activo que nunca sabes cuando caerá en la batalla. Su amor por tanto reincide en el pasado, y en la visión de un cine de buenos sentimientos, en el que el trasfondo bélico, ha servido de espejo en muchos cineastas, desde Douglas Sirk, Henry King o Koster, para sucumbir al glorioso romanticismo.

    Resulta demasiado difícil abstraerse de las cualidades elegíacas y emocionales de la película. La gran escapada es el testimonio de Michael Caine. El actor cabalga, una última vez y con andador, hacia el crepúsculo de su imagen. El adiós de uno de los iconos más influyentes en el imaginario cultural y cinematográfico. En esa misiva, la película cumple con creces, paradoja de un bonito tipo de cine ingles casi en desuso.


    Algo similar ocurre en la descripción sensible de la mujer, que no solo es cómplice, sino también causa, esperando en la residencia, enferma, a que su marido se reconcilie con la memoria y calme definitivamente su conciencia. Muy interesante es la recreación, o en este caso el simulacro de un hogar en el espacio trucado de la habitación del asilo, en el cual cada pequeño detalle cuenta en una comedia de realidades que tiene mucho que ver con el sentido mismo del teatro. Tomando de ejemplos otras películas tenemos a 36 horas (George Seaton, 1965), en el que un oficial del servicio de inteligencia americano es secuestrado por los alemanes para obtener información valiosa de los planes de los aliados horas antes del famoso Día D. Le someten a un lavado de cerebro orquestando una pantomima, un pequeño teatro, en el que una ficticia clínica cerca de los Alpes suizos se camufla bajo el disfraz de un sanatorio de los aliados en donde todos sus trabajadores hablan perfecto inglés y visten ropas americanas. El artefacto de unos escenarios falsos, que pretenden reflejar tramposamente a otros, dialoga en este caso con la película de Parker, en ese estanco final de una vida juntos que tiene que hacer pasar por hogar el mundo aséptico y triste del asilo, encerrados en sus recuerdos. El realizador ejerce y revela la juventud y frescura del pasado a través de los flashbacks, recurso habitual en este tipo de historias, planteados por la pátina de una fotografía turbia, de apenas color, en paralelo a las viejas fotografías de juventud que Rene guarda en su caja de recuerdos.

    Dicho esto, Parker, se ajusta a las fórmulas del artesanado, en un lenguaje coherente y sencillo, contiguo a los parámetros literarios y a su experiencia adaptando clásicos de Oscar Wilde o William Shakespeare. Un cine prudente, atractivo pero académico sin salidas de tono o estilo. Digamos que su transparencia se debe a la franca pleitesía con sus actores, lo cual ayuda a minimizar sus defectos, inevitables en muchas partes del filme. En el debe encontramos lagunas en la descripción de personajes secundarios con poco que decir: véanse los trabajadores del asilo, o un cierto maniqueo en el retrato feroz de las nuevas generaciones; el soldado joven lisiado y mentalmente roto por las nuevas guerras, y en ese relevo espiritual y humano que la mayoría de las veces asoma como recurso mecánico de este tipo de películas. No tiene nada de malo por otra parte sentirse familiarizado con el formato y estilo de sello muy Working Title, y las comedias rodadas para la BBC y la televisión de cineastas como Stephen Frears o el cine de Lone Scherfig. Señalado lo anterior, me gustaría hacer hincapié en los detalles más interesantes del filme, por ejemplo la imagen fija del mar que vemos por medio de un gigantesco mural en la pared del ferry, y en el que la figura gastada, endeble y anciana de Bernard parece integrarse como si fuera un títere en un truco de prestidigitación. Las ideas e imágenes escapan conduciéndonos al mar, bien sea mediante flashbacks orgánicos y confusos que retornan a la guerra, o en apacibles instantáneas y paisajes cerca del hogar donde reside el matrimonio. Son esas esas fugas y escapes los que cobran sentido en la representación de un suceso del pasado que no deja de repetirse, y que la mayoría de los espectadores retenemos en nuestra memoria gracias a las fotografías de Robert Capa, las imágenes de archivo documental, o a las propias imágenes de otras películas en las que el desembarco ha sido rodado con toda su espectacularidad, desde El día más largo (1962), hasta Salvar al soldado Ryan (1998). De la película de Spielberg comparte el tributo por los caídos (el polémico epilogo), y por los veteranos. No será casual hallar en su andamiaje una mirada clásica de herencia fordiana - creación y destrucción del mito - imágenes precisas que podemos apreciar perfectamente en la panorámica de las lapidas del cementerio. Cabe ir y poco más allá y descubrir en el filme un doloroso discurso sobre la muerte. La gran escapada adolece de imágenes fagocitadas, débiles, y arrugadas, impuestas en el montaje como advertencias polifónicas de una conciencia universal, primero en ese plano brutal a través de los prismáticos de Bernard, y de la que nos alcanza a registrar una muerte en directo, y segundo por recursos y tropos sencillos, algunos dirían trillados, pero llenos de significancia, como ese encadenado en el que el rostro del joven Bernard se funde con el de su yo anciano, y que a la postre retrata, en un solo plano, la estrategia pensante de toda la película.

    Por lo demás, texto y película, reservan al personaje de Glenda Jackson las líneas más divertidas. Encerrada la mayor parte del metraje en la habitación del asilo, el guion entronca con el humor negro –me ha dicho el doctor que no empiece libros largos- aplicando tintes melancólicos a su interpretación. Rene frivoliza con su muerte sabiendo que le queda poco tiempo de vida, y se ciñe al pasado como tranvía de sus vivencias. Entre lo patético y lo entrañable, el realizador compone un agradable juego de espejos con elipsis que nos llevan a la parte romántica y juventud de la pareja rodadas con pulso y elegancia. Se nos enseñan esos amaneceres, o resplandores dorados, como una forma de evocar a otras despedidas ilustres de grandes veteranos del cine clásico (En el estanque dorado (1982), con Henry Fonda y Katherine Hepburn). La cámara recoge mediante aperturas a negro los fundidos que colapsan y descodifican las huellas de la memoria. Precisamente la música ayuda a esa abstracción de los recuerdos; los viejos vinilos de swing y jazz y el contrapunto agradable de la partitura original, cristalizan en la tradición de la mejor música anglosajona. La banda sonora de Craig Armstrong obtiene reminiscencias, una música lirica, afligida, de otros compositores británicos: Richard Robbins, George Fenton, o Charlie Mole (habitual en la filmografía de Oliver Parker). Con todo, cualesquiera que fuesen las intenciones de Parker, resulta demasiado difícil abstraerse de las cualidades elegíacas y emocionales de la película. La gran escapada es el testimonio de Michael Caine. El actor cabalga, una última vez y con andador, hacia el crepúsculo de su imagen. El adiós de uno de los iconos más influyentes en el imaginario cultural y cinematográfico. En esa misiva, la película cumple con creces, paradoja de un bonito tipo de cine ingles casi en desuso. ♦


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