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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Los restos del pasar

    || Críticas | ★★★☆☆
    Los restos del pasar
    Alfredo Picazo y Luis (Soto) Muñoz
    Entre la fascinación y la exégesis


    Rubén Téllez Brotons
    Madrid |

    ficha técnica:
    España, 2022. Título original: Los restos del pasar. Dirección: Alfredo Picazo y Luis (Soto) Muñoz. Guion: Luis (Soto) Muñoz. Compañías: Du Cardelin Studio, Mubox Studio. Fotografía: Joaquín García-Riestra Guhl. Reparto: Antonio Reyes.

    En Marx puede esperar, Marco Bellocchio hacía un ejercicio de confesión visceral cuyo núcleo duro era el análisis del suicidio de su hermano gemelo en 1968 a través de los testimonios de sus familiares y amigos. Las personas —que no personajes— se plantaban delante de la cámara —y del director— y desataban un torrente verbal agrio de dolor que inundaba la pantalla, la sala de cine y la pupila del espectador. Tangencialmente, el autor de El traidor y Exterior noche diseccionaba la sociedad italiana de la época con una frialdad pasmosa, teniendo en cuenta que él mismo era uno de los protagonistas de la obra y, por consiguiente, una de las personalidades analizadas. Así, no tardaba en aparecer en la película uno de los temas que jalonan toda su filmografía: el cristianismo. El espectador se estremecía al escuchar las descripciones que hacían los hermanos de Bellocchio tanto de su madre, educada entre los asfixiantes muros de la casa del señor y sugestionada hasta la locura por la idea del infierno y del pecado; como de su propia etapa escolar dentro de unos opacos colegios dirigidos por sacerdotes que empleaban el látigo de la tiranía y el miedo para adoctrinarles, para grabar a fuego en su frente los valores de la iglesia, para marcar sus vidas con las ideas de la culpa y el pecado, de la represión y la sumisión.

    En Los restos del pasar, cinta ganadora de los premios de la crítica y de Mejor película en la sección Tierres en Trance de la recién terminada edición del Festival de Gijón, se da la curiosa paradoja de que la idea que los directores pretenden explorar no tiene la fuerza suficiente como para sostener todo el peso de la obra, sin que por ello su visionado resulte insatisfactorio, puesto que, de forma completamente accidental, se abre paso entre la densidad católica de sus imágenes una reflexión sobre la forma en que esta religión agujerea las mentes de las personas desde que son pequeños con sus fábulas en apariencia inocentes. La película es, a grandes rasgos, una miscelánea audiovisual escrita por Antonio (Antonio Reyes), el protagonista, en la que describe con mucho énfasis un momento muy concreto de su infancia: su descubrimiento de ese espectro llamado muerte, gracias, por un lado, a un pintor de su pueblo que le explica el carácter efímero de la existencia; y, por otro, de toda la maquinaria cristiana que hay en su pueblo, desde el sacerdote hasta las estatuas que desfilan durante las procesiones de la Semana Santa.

    La intención de Alfredo Picazo y Luis (Soto) Muñoz es reconstruir la infancia con los retazos de una memoria iluminada y oscurecida a la vez y con la misma fuerza por los dedos de lo desconocido. La cinta es una contradicción en sí misma: se deja embriagar por la belleza de una fotografía en blanco y negro sin ser capaz de renunciar a los matices del color; se detiene a observar cada pequeño detalle que sucede en un pueblo hastiado de muerte al mismo tiempo que abraza la fuerza torrencial y grandilocuente de lo efímero; persigue las carreras lúdicas de los niños con la misma intensidad con la que se detiene delante de los ojos sangrantes de un Jesucristo crucificado; se regodea en el imaginario católico y, como consecuencia, lo critica de forma brutal. Los directores dejan que su cámara se empape de la fascinación que sienten por la iconografía religiosa y en el proceso, al retratar las conversaciones aparentemente banales del protagonista con el sacerdote, sus primeros contactos con las historias bíblicas y su descubrimiento de las divinidades, muestran la forma en que la iglesia introduce en las cabezas de los más pequeños su código de valores: desde la existencia como un vía crucis marcado por el dolor y la angustia que no es sino el paso previo al encuentro con Dios, pasando por el carácter pecaminoso de toda actividad lúdica y el infierno como amenaza constante, hasta llegar al silencio y el luto como formas de afrontar la muerte.

    Tan importante es lo que está en pantalla como lo que se queda fuera, por eso, aunque los realizadores no cuestionen con firmeza los rituales católicos ni se detengan en exceso en las ansiedades y traumas que le generan al protagonista, el discurso se construye sin necesidad de imágenes que lo expongan de forma explícita. Como pasaba en la cinta de Bellocchio, el espectador se enfrenta a la deconstrucción misma de la personalidad de un individuo concreto que podría ser cualquiera y comprueba cómo gran parte de las actitudes y pensamientos opresivos, machistas y homófobos tienen su origen en la religión. Los directores, pese a todo, no tienen intención de hacer una exégesis, dado que filman todo con altas dosis de fascinación, sin ningún tipo de alejamiento o frialdad; de hecho, el mismo protagonista muestra su metabolización inconsciente de dicho ideario cuando dice que «la vida es drama, dónde no importa cuánto dura, sino cómo se representa». Esta afirmación es la verbalización de una doctrina que considera que la vida es sufrimiento y sólo la oración puede salvar al ser humano y, al mismo tiempo, la confirmación de que los realizadores no buscan arrojar una mirada frontalmente deconstructiva sobre el asunto. El resultado es una obra cuyo tema principal —la naturaleza transitoria de la existencia— no tiene un desarrollo demasiado amplio, pero que, sin embargo, explora subrepticiamente el papel definitorio que tiene el catolicismo en el desarrollo ideológico de los niños, obteniendo resultados muy interesantes. ♦


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