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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Música

    || Críticas | 68 SEMINCI | ★★★★☆
    Música
    Angela Schanelec
    El horrendo color de la sangre


    Rubén Téllez Brotons
    Valladolid |

    ficha técnica:
    Alemania, 2023. Título original: Musik. Dirección: Angela Schanelec. Guion: Angela Schanelec. Fotografía: Ivan Markovic. Reparto: Agathe Bonitzer, Aliocha Schneider, Sebastian Urzendowsky, Marisha Triantafyllidou, Wolfgang Michael, Argyris Xafis, Miriam Jakob.

    Sostienen diversas voces expertas en el tema que la grotesca representación de la violencia que las películas estadounidenses en general y los blockbusters de acción en particular han convertido en su seña de identidad no ha hecho sino banalizarla, transformarla en un producto de consumo para las masas, manipularla con el objetivo de volverla divertida y digerible. Hay quien incluso apunta a que algunos jóvenes, fascinados por la glorificación que determinados cineastas han hecho de la misma, han querido recrearla en el mundo real. El aquí firmante no cree que haya una relación directa entre la violencia fílmica y la violencia real, pero tiene bastante claro que la hiperbolizada —sin connotaciones negativas— representación que cineastas como Tarantino han hecho de ella, ha reducido el impacto que le producen al espectador todas aquellas imágenes que muestran cadáveres, cuerpos lacerados, personas siendo golpeadas y, en fin, agresiones de cualquier tipo. Ver sangre en la gran pantalla ya no remueve el estómago como lo hacía antes, porque el público ha metabolizado la representación del horror –que no el horror en sí mismo.

    En Música —Premio a Mejor Guion en la pasada edición del Festival de Berlín—, Angela Schanelec realizada un ejercicio de vaciamiento total tanto de la imagen como de la memoria de la mirada con el objetivo de devolver al espectador a ese estado primitivo en el que era capaz de creer que aquello que se proyectaba en la gran pantalla suponía una amenaza real —cabe recordar que cuando los hermanos Lumière proyectaron en 1895 La llegada del tren a La Ciotat, la gente salió corriendo de la sala pensando que la locomotora iba a arrollarlos. La directora traslada a la actualidad el Edipo Rey de Sófocles empleando un estilo críptico que evita en todo momento mostrar no sólo los picos dramáticos de la historia, sino cualquier tipo de acción o diálogo que ayude a contextualizar las escenas. Música se mueve entre los silencios que preceden y suceden a cada momento trágico, originando así una concatenación de imágenes de gran potencia visual que no se pueden entender fuera de la totalidad de la obra pese al carácter hermético y aparentemente independiente de cada una.

    Schanelec construye la película enfrentando ideas antagónicas para crear una suerte de epifanía que celebra en vida la muerte; que encierra al espectador en una cárcel de libertad delicada y sucia; que ve al amor como salvador y como verdugo; que sostiene de pie una existencia marcada con sangre ajena mientras lanza al vacío una inocente de culpa; que sustituye el gesto por la presencia y convierte a las personas en una suerte de maniquíes con deseos de sentir; que clama contra el mundo sin por ello abandonarlo; que ve belleza en el horror y horror en la belleza; que limita la pantalla físicamente para expandirla tras la mirada del público; que se revuelve contra su propio esquematismo, pero no llega a rechazarlo; que se arrastra por la oscuridad de la sala como un animal hambriento de desesperación. La cinta, en fin, nace de las contradicciones propias de la vida, del estallido mudo que surge cuando dos términos opuestos colisionan.

    La música, el arte, se presentan en mitad de esa vorágine de incertidumbre como la única forma de ordenar el caos de una existencia que no es más que ceniza, de consolar a ese niño que llora ebrio de miedo dentro de cada ser humano, de darle forma a unos sentimientos inasibles que oprimen el pecho para poder compartirlos, de guardar en el cajón de la memoria los recuerdos de una felicidad finita. La directora apuesta por el uso de larguísimos planos secuencia, generalmente abiertos y estáticos, que obligan al espectador a interactuar con la imagen, a pelearse contra el tedio que puede llegar a desprender, a cincelarla para terminar de dotarla de sentido, a vivir dentro de ella. Así, en el momento en el que un personaje asesina a otro y la pantalla se llena de sangre, la sensación de realidad es tan grande, tan cercana, que apabulla a un espectador que no sabe cómo asumir el contraste entre el silencio y el rugido, entre el orden y la anarquía, entre la paz y, ya se ha dicho, una violencia que, como el tren de los Lumière, parece estar a punto de salirse de la pantalla.


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