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    Crítica | La quietud en la tormenta

    || Críticas | DA 2023 | ★★☆☆☆ ½
    La quietud en la tormenta
    Alberto Gastesi
    Lara y Daniel recuerdan sus vidas imaginadas


    Miguel Martín Maestro
    Valladolid |

    ficha técnica:
    España. 2022. Título original: Gelditasuna ekaitzean. Director: Alberto Gastesi. Guión: Alberto Gastesi, Alex Merino. Fotografía: Esteban Ramos. Música: Iñaki Carcavilla. Intérpretes: Loreto Mauleón, Iñigo Gastesi, Aitor Beltrán, Vera Milá. Edición: Alberto Gastesi. Fotografía: Uxúe Jiménez, Esteban Ramos. Productores: Alejandra Arróspide, Alberto Gastesi, Iñigo Gastesi. Compañía productora: Vidania Films. Duración: 96 minutos.

    No se puede negar el empeño artístico y el esfuerzo evidente en intentar transmitir calidad, y calidez, al espectador partiendo de una historia que no puede sorprender por su originalidad, pero el esfuerzo, si loable, no parece suficiente y resulta complicado escribir desde el desapego sin destrozar lo que, obviamente, lleva su innegable trabajo a cuestas. El encontronazo con la película tiene lugar a los pocos minutos de iniciarse, casi en el primer diálogo, nada natural, en el interior de un coche, entre Lara y su marido. Porque si algo sobresale por encima de todo de manera negativa es la escasa entidad del diálogo que, de manera recurrente, es utilizado como excusa argumental para que transcurran los minutos, la poca naturalidad de lo que se dice, la artificiosidad de las palabras, los lugares comunes y la ausencia de espontaneidad en las situaciones, que lastran el conjunto. Si la estética y la imagen transmiten depuración y esfuerzo, lo narrativo debió quedar agotado con la idea visual. Se agradece que no se haya utilizado la ciudad de San Sebastián como reclamo, huyendo de la postal turística, para transformarla en una ciudad más, apenas asomada al mar salvo para una metáfora que conecta a los personajes como ballenas varadas esperando un empujón. Sin duda es la falta de transmisión emocional de la película lo que me produce una creciente fatiga mientras la veo, un camino nostálgico y melancólico en el que la única duda a resolver es si ese pasado realmente ocurrió o forma parte de un truco mental (y cinematográfico) de los protagonistas para imaginar un «y si hubiera pasado así», y el truco termina siendo tan evidente que no me funciona.

    El esquema argumental de la película parece trazado con el tiralíneas que parte de dos personas que se miran refugiados de la tormenta bajo la marquesina de un edificio y ha de concluir en otro encuentro fugaz, e impostado, que cierre el círculo. El cruce de miradas inicial es insistente y muestra interés recíproco, pero queda ahí, en un te vi y me gustaste pero nuestra juventud y timidez cerró el paso a atreverse a ir más allá. Diez años después volverán a verse, primero en una playa donde una ballena ha quedado encallada y poco después visitando un piso en venta del que él, Daniel, representa a la inmobiliaria y ella, Lara, a la compradora; reconociéndose instintivamente como aquellos jóvenes que diez años atrás se negaron la posibilidad de conocerse. El final tiene lugar también bajo la lluvia, una lluvia que hace de imán y les vuelve a colocar en el mismo punto de partida emocional, pero ahora, pasados diez años, sí se atreven a hablar, quizás para nada, para sumirse en un estado de melancolía insuperable, para generarse una frustración añadida tras años de subsistencia aceptando como asumible lo que la vida les ha ido trayendo, no creyendo en la ruptura con lo que les ahoga sino por la resignación, convenciéndose de que será mejor lo malo conocido que la pasión por sofocar. Dicho así parecería que la película transmitiría sensaciones abrasadoras, miradas encendidas, electricidad estática permanente; pero no, nada de eso siento, la melancolía anodina de los protagonistas unida a los sueños que presenciamos nos aporta esa doble vida no sucedida pero que permite a la pareja vivir, idealmente, aquello que no sucedió sin el miedo de provocar consecuencias negativas a otras personas.

    Las circunstancias periféricas que rodean a los personajes no ayudan a comprender su situación; esa permanente mirada de desconcierto, de tristeza; ese silencio apabullante que reina en sus relaciones sentimentales asentadas (personajes que funcionan como meras comparsas, arquetipos sin ninguna intención de transmitir una personalidad propia) y que no obedece a razones objetivas sino a una imposición de guion forzada y falsa, tan falsa como presentarse sin un objetivo definido en San Sebastián, de vuelta a una ciudad por la que no sienten especial apego en el caso de Lara, sin saber dónde y cómo se va a vivir pero conduciendo un Porsche; mientras, en el caso de Daniel, las miradas complacientes y condescendientes de su madre y de la compañera de trabajo nos presentan a un hombre bajo tutela de no se sabe muy bien qué carencia afectiva que le haga diferente a como era diez años antes. Es cuando hemos de suponer que durante esos diez años los sueños se han esfumado, la rutina y la monotonía del aburrimiento se han apoderado de jóvenes que aparentan la treintena, incapaces de comunicarse con quienes les rodean, vagando a la espera de otra tormenta que no va a llegar porque se han encadenado a esa comodidad preconcebida que aporta seguridad aunque ellos se nieguen a aceptarlo. El blanco y negro utilizado como solución estética (hemos de entender que todo es gris en la vida de estos dos adolescentes permanentes) se rompe en un solo momento filmando unos peces de colores, recurso de estilo que no viene a cuento, nada aporta y que lo único que consigue es un punto de comparación-homenaje a Rumble fish (1983), comparación con la que La quietud en la tormenta va a salir siempre perdiendo.

    No deja de ser curioso leer de manera monolítica que esta película (muy bien acogida por otra parte) atesora dos momentos excelentes de auténtica emoción, dos diamantes cinematográficos para guardar en la memoria. Lamento señalar que no se a cuáles se refieren los compañeros, y ya me hubiera gustado cruzarme con ellos y sentir el chispazo que las genialidades del arte me siguen provocando. Si uno de ellos es la escena final no puedo estar más en desacuerdo pese a su buena idea de puesta en escena inicial que se malogra por su duración (como la conversación con vistas al mar) y el constante uso del plano-contraplano y la pobreza del diálogo a la que me refería anteriormente. De existir esos dos grandes momentos quizá perdonara todos aquellos en que todo me suena a ficticio, ha calculado, a, en suma, artificial (qué decir de la vergüenza ajena que siento en la escena de la cena de amigos o el «concierto» de jazz). O no he sabido ver la película o realmente no merecía la pena el tiempo dedicado. Ahora le toca al espectador decidir si se siente concernido por esta historia y su forma de contarse o si siente el mismo desapego que quien les ha escrito.


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