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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | 20.000 especies de abejas

    || Críticas | Berlinale 2023 | ★★★★☆
    20.000 especies de abejas
    Estíbaliz Urresola
    La expedición del yo


    Luis Enrique Forero Varela
    73ª Berlinale |

    ficha técnica:
    España, 2023. Título original: «20.000 especies de abejas». Dirección: Estíbaliz Urresola Solaguren. Guion: Estíbaliz Urresola Solaguren. Compañías productoras: Gariza Films, Inicia Films, ETB, ICAA, Movistar Plus+, RTVE. Fotografía: Gina Ferrer. Intérpretes: Sofía Otero, Patricia López Arnaiz, Ane Gabaraín, Itziar Lazkano, Martxelo Rubio, Sara Cózar, Miguel Garcés, Unax Hayden, Andere Garabieta. Duración: 129 minutos.


    anexo| Cobertura de la Berlinale 2023


    La directora vasca Estíbaliz Urresola Solaguren (Bilbao, 1984) ha decidido atreverse, para su debut en el largometraje, con una película ambiciosa en contenido, como toda primera obra, pero con una mirada muy personal y con un sorprendente manejo de la los matices emocionales, demostrando cómo su buen uso de los recursos cinematográficos no solo se debe a su experiencia —premiada— en el campo del cortometraje, sino, desde luego, a un talento indiscutible. 20.000 especies de abejas, presentada a competición en la 73ª Berlinale, es una historia intimista sobre la identidad, sobre la identidad propia y también aquella proyectada o presupuesta por el entorno que nos rodea. Cuando estas dos no se alinean o simplemente difieren una de la otra, se produce inevitablemente un conflicto desolador, dado que la imagen de aquella persona que nosotros somos para los ojos de los demás, aun siendo externa, tiene tanta capacidad de influencia, que puede llegar incluso a perturbar la nuestra propia, distorsionándola y sumiéndonos en un estado perpetuo de incertidumbre. Aitor (Sofía Otero) tiene ocho años y un mundo interior vasto. Su madre, Ane (Patricia López Arnaiz), sospecha que hay algo que le aqueja, tal vez algo difícil de explicar verbalmente, pero no alcanza a comprender del todo la situación. Aitor tampoco. Sus tribulaciones exceden lo que se presupondría —equivocadamente— de un niño, una niña, y son tan intensas que sobrepasan cualquier circunstancia. De modo que, la excursión veraniega hacia el pequeño pueblo vasco en el que creció su madre no desvanece en absoluto esta marea emocional, sino que, muy al contrario, la agita y potencia; porque un viaje es siempre un espacio para el cambio y el descubrimiento.

    En esta región montañosa y opulenta, donde no todos los vecinos conocen su existencia, pronto repara en que puede ser quien quiera. Aitor decide utilizar el apodo «Coco», que en otro contexto le causaría incomodidad, para externalizar su viaje interior. Ni masculino, ni femenino, con este nombre se presenta en una noche de San Juan, festividad a medio camino entre lo religioso y lo profano. A partir de aquí se hace patente la mayor virtud de Urresola Solaguren a la hora de retratar esta búsqueda del Yo: la sensibilidad. La cámara de Gina Ferrer García se mantiene cerca de los pequeños rituales colectivos, las conversaciones y juegos infantiles, prestando atención con detalle a cómo Coco se define frente a quienes acaba de conocer, mediante pronombres como herramientas de autoafirmación, no sin evitar la presencia del conflicto interior del que hablábamos un poco más arriba. Coco se enfada cuando los mayores se acercan a pedirle un beso, un abrazo. Rehúye con incomodidad el contacto físico, pues hay algo en ese cuerpo suyo que, cada vez tiene más seguridad, no representa de un modo exacto quién se siente, quién es. Situaciones como la piscina municipal, en la que ve su pequeño cuerpo expuesto a la comparación y el inevitable escrutinio de sus semejantes, o el cuarto de baño público, donde la decisión acerca de cuál, de ambos géneros, es el apropiado, le causan una ansiedad profundamente dolorosa que no es capaz o teme confesar a su madre, a pesar de los esfuerzos de esta por estar ahí, por escuchar y amar a Coco sin condiciones, incluso por encima de los propios defectos de Ane, que no son más que un reflejo de la relación maternofilial forjada en este mismo pueblo, años atrás. Porque Lita (Itziar Lazkano), la madre de Ane parece satisfecha en una constante actitud de reproche y crueldad como única herramienta de comunicación.

    Los días de Coco discurren en este agitado viaje constante. La amistad que Coco forja con la vecina de casa de su abuela llega con la inocencia, sin los prejuicios adultos ni la pesada carga del miedo a lo desconocido, al rechazo a la otredad, y simplemente ocurre como un proceso espontáneo de aceptación mutua, convirtiéndose en el lugar donde Coco puede expresarse con absoluta libertad y sinceridad. Y esta sensación de aceptación, de pertenencia, pronto va otorgándole un poquito más de seguridad para continuar su búsqueda de identidad. Al contrario que la abuela, Lourdes (Ane Gabarain), su tía abuela y tía de Ane, muestra un lado mucho más comprensivo, escuchando a Coco hablar sobre sí en pequeños juegos metafóricos referidos a la cría de abejas, tradición ancestral en la familia. Coco se refiere a sí misma como la reina, y su tía, la cuidadora. Y la mujer la acepta sin fisuras, por encima de sus propios prejuicios correspondientes a la edad, y le narra una hermosa historia: décadas atrás, cuando un bebé llegaba al mundo, sus ancestros se acercaban a la colmena, la golpeaban delicadamente varias veces con un palo, y pedían a las abejas el regalo de la miel, el alimento, como celebración de la nueva vida. Al otro lado del espectro, cuando alguien en la familia fallecía, el ritual se repetía, llamando gentilmente a la puerta de los insectos, para solicitarles cera con la que confeccionar cirios funerarios. La colisión en el interior de Coco, quien ha encontrado un nombre que le sienta bien, Lucía, y su familia, su padre (Martxelo Rubio), su abuela, su madre —cuya presencia constante y quizás un poco torpe preocupación le causa en ocasiones asfixia—, resulta lamentablemente inevitable. Chocan estas dos percepciones, la exterior, impuesta, y la interior, autodescubierta, que sumen a la niña en un melancólico estado de culpa, preguntándose entre lágrimas por qué nació con un cuerpo que no es el suyo, que no la define, un cuerpo como una cárcel, por qué ha de sufrir tanto a una edad tan corta. Aquí destaca por encima del conjunto la soberbia actuación de Sofía Otero, cuyo talento es parte esencial del notable acabado final del filme.

    20.000 especies de abejas es una película valiente, capaz de exhibir en pantalla el paisaje emocional de la infancia de manera tierna y honesta, sin quitarle un ápice de importancia, sin trivializar la intensa lucha identitaria ni recurrir a elementos manidos o recursos fáciles para potenciar el drama. Quizás su único error tiene que ver con la ambición de Urresola Solaguren en esta ópera prima. Alrededor de la historia de Aitor-Coco-Lucía orbitan otros marcos dramáticos, como la compleja relación de Ane con su madre, con su padre; la cercana posibilidad de un divorcio entre Ane y Gorka, su marido y padre de los niños, y los intentos de esta por ocultar la situación; la presencia del catolicismo y el concepto de la fe —el clímax de la película ocurre tras un bautizo al que Lucía decide acudir de la manera que se siente más ella misma, encontrándose no con el rechazo sino con la incomprensión de su familia—. Estos meandros narrativos, a pesar de ser relativamente relevantes para el desarrollo general, acaban, en opinión de quien escribe estas letras, restándole la fuerza y la intimidad a la exploración interior de su protagonista. En cualquier caso, más allá de algunas licencias, lo que está claro es que esta ópera prima exhibe una enorme sensibilidad y destreza fílmica, y su destacable conjunto final merece la ovación a su directora, cuyo talento artístico queda fuera de toda duda. Otro triunfo del nuevo cine (independiente) español.


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