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    Crítica | La integridad de Joseph Chambers

    || Críticas | Streaming (Filmin) | ★★☆☆☆
    La integridad de Joseph
    Chambers
    Robert Machoian
    El síndrome de Clint Eastwood


    Borja Hernández Máñez
    Los Ángeles |

    ficha técnica:
    Título original: The Integrity of Joseph Chambers. Estados Unidos, 2022. Dirección: Robert Machoian. Guion: Robert Machoian. Producción: Zareh Amirian, Bo Clancey, Clayne Crawford, John Foss, Laura Heberton, Thecla Luisi, Robert Machoian. Dirección de fotografía: Oscar Ignacio Jiménez. Montaje: Yvette M. Amirian. Música: Peter Albrechtsen. Diseño de producción: Bo Clancey. Decorados: Thecla Luisi. Duración: 96 minutos.

    No hay cosa que guste más a los ejecutivos de Hollywood que un hombre blanco cometiendo errores. Con esto me refiero al síndrome del «hombre-niño», a la crisis de la masculinidad, y a la ya manida pregunta de qué significa ser un hombre en el siglo XXI. El varón estadounidense de los años noventa pierde el báculo de su virilidad. De pronto, deja de ser suficiente poseer un todoterreno y llevar un revolver en la guantera. Esta conmoción (más o menos superficial) remueve los cimientos del cine de principios de siglo con películas como Fight Club, American Beauty u Office Space. Y aunque ha llovido mucho desde entonces, todavía hoy seguimos viendo al arquetípico hombre blanco de mediana edad metiendo la pata; dándose cuenta de que sus creencias estaban mal. Sigue sin ser suficiente tener un salón sacado del Ikea, un adosado en los suburbios, o un monótono trabajo de oficina. La dichosa pregunta sigue latente, y no hay más que ver las listas de las series más aclamadas por la crítica ( Barry o The Bear ) para darse cuenta de que la masculinidad sigue igual de frágil que siempre. Como no podría ser de otra manera, este es el núcleo temático al que se adscribe el quinto largometraje de Robert Machoian: La integridad de Joseph Chambers . El director norteamericano se acerca peligrosamente a la trama que ya exploró en su penúltima película: El asesinato de dos amantes, donde un hombre (blanco, con barba, de mediana edad) se plantea asesinar a su mujer y a su amante. Al final, en un peculiar momento «salva al gato» que haría vomitar al mismísimo Snyder, su integridad de hierro le dicta lo contrario. Esta vez, Machoian presenta a un hombre (blanco, con bigote, de mediana edad) que pone en peligro su vida de ensueño por salir a cazar un ciervo.

    Joe Chambers se acaba de mudar con su familia a una casita en los Apalaches. Trabaja vendiendo seguros. Al parecer es bueno en lo que hace; al menos eso es lo que le dice su mujer. Pero eso no es suficiente. Joe tiene que ser como los otros hombres del pueblo: machos, con bigote y un rifle de caza en la parte de atrás de la camioneta. Sin embargo, a nadie se le escapa que Joe es un tipo de ciudad. Así que con un camioneta y un rifle prestado, se aventura al bosque para experimentar el rito iniciático de la caza del ciervo. Aunque su mujer (Tess) trata de disuadirlo, él insiste mientras se afeita un ridículo bigote y repite una y otra vez frases de Clint Eastwood frente al espejo. El escaso diálogo que presenta Machoian en la primera parte del filme peca de expositivo; algo así como una bofetada en la cara en términos de guion. Tess le recuerda a su marido: «Nos mudamos aquí para tener una vida tranquila, ¿recuerdas? Crecí con mi padre diciendo las mismas tonterías que tú, ¿sabes? Solo es cuestión de ego. Quieres demostrar que eres capaz de salir de caza con los chicos». Efectivamente, esa es la tesis, y Joe la acepta sin pestañear. ¿El problema? Que jamás ha cogido un rifle, pero ese es un buen punto de ironía dramática con el que se potencia el patetismo del personaje. Algo que se subraya todavía más con el pretexto que utiliza para convencerse: «Si la cosa se pone peor, debo aprender a cazar». Con el argumento paranoico del fin del mundo, y la necesidad de aprender a sobrevivir, Machoian construye al arquetipo perfecto. El hombre pueril con ínfulas de macho. Ya se puede oler la tragedia. En este punto, a excepción de los diálogos, la premisa es intachable. Sin embargo, tras los quince primeros minutos, la progresión dramática se desinfla como un globo pinchado.

    El ingrediente principal de la caza es la paciencia. Cualquiera que lo haya probado lo sabrá. Es de las cosas más tediosas y menos cinematográficas que existen, pero el cine no traslada el tiempo real al minutaje de la cinta. A no ser que la intención del director sea enfatizar el tedio. Si eso es lo que pretendía Machoian, lo ha conseguido con creces. Durante casi veinte minutos, lo único que vemos es a un Joe perdido en el bosque, deambulando de un lado para otro. Incluso él se aburre, y no le queda otra que ponerse a cantar: «Soy mostacho man. Como te pongas a tiro, ya verás». Pero, al fin, algo ocurre. Un ciervo pasa justo delante de él (a pesar de que estaba cantando a voz en grito). Chambers no tarda en perderse de nuevo. Un sonido lo alerta y… ¡Bam! Atina en el pecho de un hombre que acampaba por la zona. Esta es la «hamartia», el error fatal, lo que teóricamente hace virar la historia hacia su final trágico. El niño ha roto la lámpara del salón, y ahora le toca esconder los pedazos bajo la alfombra.

    Joe vuelve a la camioneta, donde casualmente encuentra un pico y una pala. Llora, reza, se revuelca en el suelo y, mientras regresa al lugar del crimen, mantiene una conversación consigo mismo. Ensaya los posibles pretextos que dirá cuando lo atrapen: «Era allanamiento. Solo he defendido mis tierras». De nuevo, el patetismo, la puerilidad de un hombre «hecho y derecho» que prefiere asegurar que ha sido el perro el que ha roto la lámpara del salón. Este giro de guion equilibra el tedio del primer acto, y promete otro tratamiento tonal, un horizonte de expectativas que amortice los cuarenta primeros minutos de espera. Todo apunta a que así será, pues Joe descubre que el hombre al que ha disparado no está muerto. Sin embargo, Machoian decide dinamitar el pacto de lectura con una escena inverosímil entre un Joe al borde de un ataque de nervios y una especie de Tiresias moribundo. Y digo Tiresias porque parece que su única función es alertar al protagonista sobre lo banal de su propósito. «Si la situación empeora, cazar un ciervo será gastar recursos […] Oh, Dios. Eres patético». En otras palabras: «Eres un farsante, y jamás serás Clint Eastwood». El problema con esto no es que el personaje se entere de lo que ya ha quedado claro desde la primera escena, sino que lo haga una hora después, en una conversación vaga que pretende ser epifánica. Esta revelación comienza a torcer el arco del personaje hasta su «transformación final», pero al tratarse de algo tan evidente, toda la fuerza dramática se diluye en la palabrería.

    Para terminar, es de justicia mencionar la impecable actuación de Clayne Crawford, que logra cargar con hora y media de película sin apenas diálogos. Se basta con su rostro para encarnar ese paulatino tránsito de la euforia a la agonía, siempre contenido y fiel al tono oscuro y opresivo que logra, sobre todo, el diseño de sonido. Peter Albrechtsen, que participó a su vez en Dunkirk de Christopher Nolan, consigue llevarse todo el protagonismo de esta cinta, pintando un minucioso paisaje sonoro que dinamiza el estatismo de la dirección de fotografía y rellena de vida ese tedio intencional en el que nos sumerge Machoian durante buena parte del filme.

    Todavía queda un asunto en el tintero: ¿qué es ser íntegro para Joseph Chambers? ¿Cuál es la rectitud que Machoian pretende subrayar; esa virtud tan relevante que merece un hueco en el título de la película? Pues nada más y nada menos que llevar el cadáver a la policía y entregarse. La acción «heroica» se presenta como una respuesta de sentido común, y no digna de elogio o admiración. Más bien se trata de algo esperable, incluso predecible teniendo en cuenta la descripción de un personaje infantil y patético. En este caso, la promesa de una tragedia, la historia que convierte al hombre noble en desdichado, muta en forma de sátira, pues el hombre risible sigue siendo risible por mucho que vaya a entregarse a la policía. En definitiva, la masculinidad sigue siendo frágil, y parafraseando a Renton en Trainspotting : «Dentro de mil años no habrá ni tíos ni tías, solo gilipollas». Si algo logra Machoian es retratar a la perfección al «macho ridículo» del siglo XXI, al «hombre blandengue», como diría el Fary; al que no tiene más identidad que la estupidez.


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