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    Crítica | Rabiye Kurnaz contra George W. Bush

    || Críticas | ★☆☆☆☆ |
    Rabiye Kurnaz
    contra George W. Bush
    Andreas Dresen
    Madre punk


    Yago Paris
    Madrid |

    ficha técnica:
    Alemania-Francia. 2022. Título original: Rabiye Kurnaz gegen George W. Bush. Director: Andreas Dresen. Guion: Laila Stieler. Productores: Fee Buck, Andreas Dresen, Christoph Friedel, Christian Granderath, Olivier Père, Sabine Schenk, Claudia Steffen. Productoras: Pandora Film, Iskremas Filmproduktion, Cinéma Defacto. Fotografía: Andreas Höfer. Música: Johannes Repka, Cenk Erdogan. Montaje: Jörg Hauschild. Reparto: Meltem Kaptan, Alexander Scheer, Charly Hübner, Nazmî Kirik, Abak Safaei-Rad, Alexander Hörbe, Sevda Polat, Abdullah Emre Öztürk, Cornell Adams.

    En una escena de Rabiye Kurnaz contra George W. Bush (Andreas Dresen, 2022), la protagonista del relato, Rabiye (Meltem Kaptan), debe pasar el control de seguridad de un aeropuerto para acceder a su inminente vuelo. La mujer turco-alemana se dispone a viajar a Estados Unidos para pedir la liberación de su hijo, injustamente encarcelado en Guantánamo como sospechoso de terrorismo, y lo hace acompañada de Bernhard (Alexander Scheer), el abogado que lleva el caso. Esta escena sirve como simbólica representación de la protagonista, y su escasa adecuación al sistema cultural en el que vive. Mientras el abogado cruza sin problemas el control, la mujer debe pasar repetidas veces por el arco, inconsciente de los objetos metálicos que no debe portar. Primero debe quitarse los zapatos, algo que no comprende, y posteriormente se le solicita que se retire la pinza que le sujeta el pelo, algo que le resulta inaceptable, pues desharía el peinado que con tanto esmero ha preparado. Mientras estas situaciones tienen lugar, un Bernhard entre incrédulo, desesperado y al borde de la carcajada observa en la distancia, representando el punto de vista del espectador. ¿Cómo es posible que exista una persona tan poco consciente de las normas de conducta en espacios públicos? ¿Cómo es posible que sea incapaz de respetar los protocolos de actuación, que no se ciña mínimamente a las leyes establecidas? De esta manera se describe con eficacia el choque de personalidades, que es al mismo tiempo de tipo cultural (la diferencia entre la cultura alemana y la turca) y político (acatar lo que dicta el poder o rebelarse ante las injusticias).

    La citada escena es uno de los mejores ejemplos con los que entender a Rabiye, el alma de una cinta basada en hechos reales que relata el vía crucis que tuvo que sufrir su familia debido a una mezcla de prejuicio, interés político y mala fortuna. El mismo día que se produjeron los atentados del 11/S, el hijo mayor de Rabiye, Murat (Abdullah Emre Öztürk), decide volar a Oriente Medio. A pesar de que sus intereses son puramente religiosos —desea formarse en el Islam, religión a la que pertenece pero con la que nunca se ha implicado en exceso, para poder ser un buen marido—, esta circunstancia se observa con recelo por la policía alemana y las autoridades estadounidenses, lo que provoca que el joven sea detenido por estas últimas y acabe encarcelado en la prisión de Guantánamo. Lo que inicialmente parece un malentendido de resolución factible se convierte en un tortuoso proceso de años de duración, donde la lucha de la madre del joven será crucial para lograr su liberación, algo para lo que, según nos cuenta el filme, será necesaria su actitud contestataria, aunque en absoluto ideologizada, sino centrada en un núcleo moral firme y la imbatible voluntad de proteger a su hijo.

    Si la escena anteriormente citada nos sirve para entender cómo es Rabiye —al menos, la versión de ficción—, otra es igual de pertinente para que entendamos cómo es la película. En un momento del filme, el abogado y la madre de Murat, ya en Washington, donde han acudido para solicitar la liberación del preso, visitan el monumento a Abraham Lincoln, un lugar de tremendo poder simbólico. Bernhard le comenta a Rabiye que allí Martin Luther King dio su famoso discurso «I have a dream», y que el monumento en sí está dedicado al presidente que luchó por abolir la esclavitud de los afroamericanos. Es decir, se trata de un lugar inspirador para dos personajes que buscan preservar el Estado de derecho de las sociedades democráticas. Esta escena podría haber sido, por tanto, el momento ideal para, a través de la puesta en escena y el lenguaje cinematográfico, narrar ideas de manera visual y espacial. No obstante, la escena está enteramente narrada en planos medios, sin en ningún momento otorgarle el menor protagonismo a aquello que en el guion copa la atención del relato. Esta escena es, en última instancia, el mejor reflejo de lo que es la cinta: un páramo de creatividad audiovisual.

    En su globalidad, el filme repite los peores tics de las producciones televisivas, que en buena medida se limitan a confiar en la fuerza de los personajes, el enganche de la trama y las dotes actorales de los intérpretes, mientras aspectos como encuadre, iluminación, construcción del espacio, montaje o movimientos de cámara se utilizan de manera torpe, como si fueran meros acompañantes de algo más importante. A sus inmensas limitaciones formales se suma un enfoque estereotípico del cine social, ese que se fundamenta más en los estallidos de emocionalidad, el trazo grueso de los personajes —especialmente los negativos— y el desinterés por ahondar en el aspecto documental de toda historia basada en hechos reales. De esta manera se desaprovecha el potencial que hace de esta una historia única, lo que provoca que la película se convierta en un lugar común de este tipo de narraciones, fácilmente confundible con otras historias de temática similar. El resultado final de la conjunción de todas estas características es un filme lánguido, con escaso ritmo narrativo, liviano por su voluntad de no profundizar pero no por la agilidad de su narrador. En resumidas cuentas, el filme recuerda a una producción de plataforma al uso: se trata de una obra que parece esforzarse en no ser memorable.


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