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    Crítica | Manodrome

    || Críticas | Berlinale 2023 | ★★★☆☆
    Manodrome
    John Trengove
    Los hombres de cristal


    Luis Enrique Forero Varela
    73ª Berlinale |

    ficha técnica:
    Estados Unidos, Reino Unido, 2023. Título original: «Manodrome». Dirección: John Trengove. Guion: John Trengove. Compañías productoras: Liminal Content, Felix Culpa, Rainmaker Entertainment, Capstone Studios, Pulse Films, Riverside Entertainment. Fotografía: Wyatt Garfield. Música: Brecht Ameel. Intérpretes: Jesse Eisenberg, Adrien Brody, Odessa Young, Sallieu Sesay, Philip Ettinger, Ethan Suplee, Caleb Eberhardt, Adam Wade McLaughlin, Evan Jonigkeit, Gheorghe Muresan, Brian Anthony Wilson, Sean Edward Lewis. Duración: 95 minutos.


    anexo| Cobertura de la Berlinale 2023


    El director sudafricano John Trengove (Johannesburgo, 1978) regresó a la Berlinale siete años después de su aplaudida The wound (2017). Pero a diferencia de aquella —presentada en la sección Panorama del festival—, en este caso ha aterrizado directo en la sección oficial. Si en The wound exploraba y ponía en cuestión los roles heteropatriarcales, su nuevo largometraje continúa fijando su interés en cómo se percibe el género masculino en la sociedad. Manodrome (2023) es su primer filme en inglés y rodado en los Estados Unidos.

    Ralphie distribuye sus horas del día entre un precario empleo como conductor de Uber y las máquinas de pesas y demás aparatos para vigoréxicos del gimnasio al que acude obsesivamente. En los momentos de trabajo la mente tiende a alejarse de vez en cuando hacia lugares dolorosos y perversos. Su mirada a través del retrovisor sobre una madre lactante cualquiera en el asiento de pasajeros destila torpe lascivia y además es muy similar, casi idéntica a la que tiene de sí mismo mientras posa delante del espejo del gimnasio, tomando al objeto de deseo como una extensión de su propio cuerpo y, por lo tanto, de su dominio. O quizás es solo pura angustia, pues el cuerpo de Sal (Odessa Young), su novia embarazada, se le antoja por momentos más un tormento que una bendición. El dinero no es suficiente, y salta a la vista que ni él ni Sal tienen la más remota idea de lo que se requiere para formar lo más parecido a una familia con estándares mínimos. De ella se sospecha poco más que una infancia desestructurada; de Ralphie, sin embargo, comprendemos algunos pocos detalles más, como el abandono paterno y la responsabilidad de hacerse cargo de su madre y no, como debería haber sido, al contrario. Este personaje entre comillas trágico (pero no redimible, y en ningún caso un héroe, pues los esfuerzos del director por no hacerlo mártir ni villano lo dejan en un estado moral en término medio) lo intenta, se esfuerza aunque se deja aplastar por un sistema socioeconómico implacable como el estadounidense, sin seguro médico ni ningún tipo de prestaciones para su futuro. Mientras se hace selfies en el espejo de las duchas, no puede ocultar que en su interior anida una furia brutal con deseos de estallar sobre cualquiera, el primero que se le interponga; tal vez el compañero de gimnasio al que observa de un modo prolongado con su male gaze sin querer entender del todo por qué.

    Ralphie consume pastillas no prescritas y barritas energéticas para controlar los ataques de ansiedad, y se mata en la sala de unas pesas que le aplastan la espalda como lo hacen sus inminentes responsabilidades paternales. Es en esta situación tan precaria como límite en la que un amigo le ofrece un poco de ayuda a través de su grupo de apoyo mutuo que, confiesa, le había echado una mano en momentos de necesidad. ¿Cómo negarse? ¿Cómo despreciar la caridad en un país en el que la ayuda social no existe? Este grupo de apoyo emocional y de otras índoles se presenta en principio inocuo: hombres de distintas edades, solteros o divorciados que, a su vez, en el pasado han sufrido dificultades y ahora no tienen más que gratitud hacia su guía espiritual Dan —un siempre solvente Adrien Brody—, quien, sin embargo, exhibe todos los requisitos para ser catalogado más bien en la categoría de líder de secta que en la de gurú del lifestyle. En una posterior invitación, Ralphie conoce la sede principal de la ciudad (Dan afirma que existen otras sedes a lo largo y ancho del país), una suerte de Chateau a las afueras de la zona urbana en la que viven todos sus miembros y además practican la abstinencia, como si se tratase de un internado o una clínica de desintoxicación. Parece más bien lo segundo, pues las sesiones de «terapia» demuestran lo que el guion no se esfuerza por cubrir de misterio: esta organización exclusivamente heteropatriarcal, llamada Manodrome, desprecia a todas las mujeres y las culpa a todas de las injusticias, reveses económicos y demás humillaciones que ha sufrido cada uno de sus miembros, antes de bautizarse en un ritual en el que resuenan vagos ecos de perversas terapias conductuales que llevan a cabo algunas cuestionables iglesias «alternativas».

    En la rueda de prensa posterior a la película, ante la pregunta de un periodista acerca del si el escándalo de masculinidad tóxica más reciente había significado una vía de inspiración para el guion de este filme, Trengove se remontaba con su respuesta al pasado reciente del mundo virtual, especialmente a los foros de internet en los que hombres frustrados y cortos de luces se alimentaban de una misoginia extrema, única causa de todas sus desventuras. Y es que resulta evidente extraer de las entrañas de Manodrome un deseo patente de retratar a los miembros de la denominada manosfera: a los incels, a los trolls homófobos de las redes sociales y otros hombres con los ojos inyectados en sangre, capaces de acumular más rabia que saliva en la boca. Lo más interesante reside precisamente aquí: en convertir en estos movimientos tóxicos, más o menos marginales, en el centro de este relato como versión pervertida de otros espacios como Alcohólicos Anónimos.

    En clave de thriller, correcto hay que decirlo, el previsible descenso hacia la violencia como catarsis está llevado en general con buena mano, a pesar de apresurarse en algunas progresiones entre secuencias. Ralphie, vehículo excelente para el despliegue físico de un Jesse Eisenberg sobresaliente, bebe menos de prominentes figuras de la misoginia con nombres y apellidos (Adrew Tate) que del Travis Bickle (Robert De Niro) de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) y, sobre todo, del narrador (Edward Norton) de El club de la lucha (David Fincher, 1997). La gran diferencia con aquella obra-Zeitgeist de finales de los 90 es que, al contrario, la película de Trengove opta por el camino de la exposición más plana, sin utilizar casi recursos metanarrativos que recubran el argumento de un aparato discursivo rico y complejo. Como decía más arriba, estos incels de carne y hueso se presentan aquí en un término moral medio, sin desplegar mayor profundidad más allá de sus evidentes odios y carencias. En este trabajo particular, parece dar la sensación de que Trengove ha estado más interesado en construir una simple historia de suspense, que sumergirse totalmente, sin reparos, en el entorno de la hipermasculinidad o en la precariedad de los Estados Unidos como sistema social.


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