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    Crítica | Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades

    || Críticas | Netflix | ★★★☆☆
    Bardo,
    falsa crónica de unas cuantas
    verdades
    Alejandro G. Iñárritu
    El director incomprendido


    Ignacio Navarro Mejía
    Madrid |

    ficha técnica:
    México, 2022. Presentación: Festival de Venecia 2022. Dirección: Alejandro G. Iñárritu. Guion: Alejandro G. Iñárritu y Nicolás Giacobone. Producción: Estudios Churubusco Azteca S.A. / Redrum. Fotografía: Darius Khondji. Música: Bryce Dessner y Alejandro G. Iñárritu. Montaje: Alejandro G. Iñárritu y Mónica Salazar. Diseño de producción: Eugenio Caballero. Vestuario: Anna Terrazas. Reparto: Daniel Giménez Cacho, Griselda Siciliani, Ximena Lamadrid, Íker Sánchez Solano, Luis Couturier, Luz Jiménez, Andrés Almeida, Clementina Guadarrama, Jay O. Sanders, Francisco Rubio. Duración: 159 minutos.

    Hay varios directores en la historia del cine que, llegados a un cierto punto de madurez en su carrera, se han visto en la necesidad de hacer películas más o menos autobiográficas. Sería en todo caso una autobiografía incompleta y ficticia: lo primero por realizarse cuando todavía les quedarían muchos años de vida por delante; lo segundo por tratarse de una película, en concreto, ajena al género documental, donde el protagonista suele ser más una especie de alter ego que una representación o proyección directa del propio director. El ejemplo más memorable es sin duda el de 8 ½, de Federico Fellini, esa obra maestra de 1963 en la que el cineasta italiano transformó sus dudas, generadas por las expectativas de su próxima película, en la narración en si misma. La noche americana, de Truffaut, es otro ejemplo canónico de película, o más bien de rodaje, dentro de una película, aunque menos autobiográfica en ese caso. Más recientes serían los recuentos de la juventud de ciertos realizadores, como Steven Spielberg con Los Fabelman, James Gray con Armageddon Time o Paolo Sorrentino con Fue la mano de Dios, creador también de esa oda a la lujuria y decadencia romana titulada La gran belleza.

    Pues bien, a esta tendencia narcisista se ha apuntado el mexicano Alejandro González Iñárritu, que tras el éxito universal cosechado con sus dos cintas anteriores, Birdman o (La inesperada virtud de la ignorancia) y El renacido, vuelve ahora a su México natal para orquestar una digresión sobre las vicisitudes y traumas de un realizador también mexicano y más reconocido fuera de sus fronteras, aunque se diferenciaría del propio Iñárritu en que su especialidad es la de ser documentalista, de formación periodística. Aunque, como adelantábamos, estemos ante una obra de ficción, el trabajo del protagonista incide tanto en el tono como en la intención descriptiva, por no decir didáctica, de esta Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, rimbombante y alargado título (al igual que el metraje) en la línea de la citada obra de 2014. Decíamos que aquí Iñárritu orquesta una digresión, palabras apropiadas para poner de relieve su afán de conductor megalómano, responsable de varios departamentos (además de guion y dirección, también el montaje y, parcialmente, la música) y con la batuta en la mano, para encadenar secuencias que obedecen más a una inacabable sinfonía o a una mera sucesión de acordes (incluida una escena en parte onírica protagonizada, precisamente, por una banda) que a una narración al uso. Es, en efecto, más una digresión que una historia ordinaria, desde el punto de vista dramático, una excusa para que el director nos exponga sus inquietudes acerca de la experiencia colonizadora en su país (pasada y actual, siguiendo el neocolonialismo), las desigualdades de clase, el peso de la fama o la desestructuración familiar, entre otros grandes dilemas.

    Son temas que sirven pues de hilo conductor para hilvanar secuencias ambientadas en varios lugares de la ciudad o del país, al margen de alguna excursión al metro o al aeropuerto de Los Ángeles, pero donde el foco está casi siempre puesto en ese alter ego, interpretado con más resignación que ímpetu por Daniel Giménez Cacho. Sus interacciones con el entorno y con otros personajes están siempre filtradas por su particular y, todo sea dicho, reducida visión del mundo, pese a toda la formación enciclopédica y el cosmopolitismo viajero del que puede jactarse. Dicho de otra manera, la perspectiva con la que Bardo, por usar el título reducido, acomete este ejercicio falsamente introspectivo (y es que llama más la atención la imagen exterior, esto es, toda la puesta en escena, que la profundidad del análisis interno y personal), aunque pretenda acumular muchas cosas, es monocorde y redundante. Por retomar la metáfora musical, las notas, más que progresar, se repiten. Y, en cuanto a ese trabajo de imagen, la cámara en fluido movimiento y en gran angular de Darius Khondji (aquí también una especie de alter ego, en este caso de Lubezki) oprime el encuadre en lugar de ampliarlo y ocuparlo con muchos referentes. El plano, de primeras, abarca mucho, pero la mirada está teledirigida (paradójicamente, dado el tipo de lente) hacia un pequeño núcleo que lo absorbe todo: por lo general, proveniente del protagonista.

    Con todo, resulta que Bardo es una buena película. Todo lo anterior podría llevarnos a concluir lo contrario y, sin embargo, por mucha resistencia, pereza o escepticismo que se le pueda oponer, este filme consigue producir una suerte de hipnosis, o al menos de intriga persistente. Nos lleva a su terreno y nos absorbe con su poderío audiovisual, desde su memorable comienzo hasta su dilatado final y, si bien algunas secuencias funcionan mejor que otras, todas comparten una elaboración digna de admirar y una misma pretensión. Esto provoca que la película evite la irregularidad y se vaya desarrollando con una curiosa homogeneidad, ya no en sentido reiterativo, sino acumulativo, desgranando capas de este personaje en parte arrogante y en parte perdido, tan seguro de si mismo como incapaz de afrontar su propia vida, o cometidos más pequeños como acudir a una entrevista televisiva o dialogar de tú a tú con su familia. Criticado por su hijo, tolerado por su mujer, elogiado por gente sin nombre y rechazado por la patria a la que siente pertenecer, estamos ante un antihéroe cuya composición no es nada original, pero sí ilustrativa de todo un estado de cosas, donde González Iñárritu difumina la línea entre realidad y fantasía, por lo que toda ilusión tiene ahí cabida. Era quizá necesario que realizara esta película para poner un punto y aparte en su carrera cinematográfica y dar un pequeño y, también, necesario giro a lo que queda de ella, como han podido hacer esos referentes en los que se inspira.


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