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    La chica que sanaba
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    Sitges 2022: Crónica

    || Festivales
    Sitges 2022
    Crónica
    Paseo por el fantástico y la muerte


    Carles M. Agenjo
    Sitges |

    Palmarésde la sección oficial
    Premio a la mejor película: Sisu de Jalmari Helander, Finlandia.
    —Premio especial del jurado: Project Wolf Hunting de Kim Hong-sun, Corea del Sur.
    —Premio a la mejor dirección: Ti West por Pearl (Estados Unidos). Mención especial para Tereza Nvotová por Nightsiren, Eslovaquia.
    —Premio al mejor guion: Ex-aequo para Quentin Dupieux por Fumer fait tousser e Incroyable mais vrai, Francia.
    —Premio a la mejor interpretación femenina: Mia Goth por Pearl. Mención especial: Natalia Germani y Eva Mores por Nightsiren
    —Premio a la mejor interpretación masculina: Jorma Tommila por Sisu, Finlandia.
    —Premio a los mejores efectos especiales, visuales o de maquillaje: ex aequo Irati (España) y Ego (Hatching) (Finlandia).
    —Mención especial: Project Wolf Hunting, Kim Hong-sun, Corea del Sur.
    —Premio a la mejor fotografía: Kjell Lagerroos por Sisu, Finlandia.
    —Premio a la mejor música: Juri Seppä y Tuomas Wäinölä por Sisu, Finlandia.
    —Gran premio del público: Irati de Paul Urkijo. España.

    En un momento revelador de Ensayo sobre la ceguera (1995), un doctor sin nombre dice que luchar fue, más o menos, una forma de perder la vista. La reflexión del personaje de Saramago resulta pertinente. Luchar, no para abrirse paso en la vida, sino perdiendo la empatía ante una epidemia que, súbitamente, ha carcomido las retinas de (casi) toda la humanidad. La idea, pues, consiste en invocar una actitud necesaria. Reconocer el punto de vista del otro. Como un plano que se pone en la piel del contraplano. No es tanto la enfermedad global como el diálogo local. Y es en ese diálogo que la novela anticipa el futuro. En el acto de reconocer(se), este thriller de frases largas y puntuación escasa quiere hacernos sentir la confusión kafkiana de la ceguera… y se adelanta al destino. De repente, el médico anónimo adopta la apariencia de adivino irresistible, profeta involuntario, arúspice accidental. Parece que hable de la ceguera como si palpara las entrañas de un caballo eviscerado. Como si el viscoso y hediondo tejido de la ficción pudiera prever una realidad que no se ha materializado todavía. De eso se ocupa la distopía de Saramago y, por ende, la fiel adaptación de Fernando Meirelles. Vista ahora, A ciegas (2008) es un cuento moral pre-COVID sobre las medidas y desbordes a la hora de afrontar una crisis sanitaria que ni Yuval Harari vio venir. ¿Pero qué sucede con películas que llegan a toro pasado? Algunas han circulado por el Festival de Sitges aprovechando las posibilidades que ofrece el género, es decir, el cine capaz de agarrar las dinámicas contradictorias de lo real para encerrarnos en un refugio donde soñar, sufrir, permanecer.

    El refugio, sin embargo, también puede intoxicar. En The Harbinger, una joven –Gabby Beans– se salta el confinamiento para asistir a una amiga –Emily Davis– que sueña reiteradamente con un intruso con cara de cuervo. En el fondo, la imagen de otro médico. No el de Saramago, que predice pandemias, sino el de máscara aguileña que visitaba infectados de peste bubónica en la Europa del siglo XIV. Quizá el director, Andy Mitton, se inspiró en esta imagen. Sea como fuere, sirve de puente para acceder a propuestas como La alarma de Nacho Vigalondo. Ésta, concebida como nuevo episodio de Historias para no dormir, honra la austeridad televisiva de Chicho Ibáñez Serrador recluyendo a un grupo de familias –¡con Javier Gurruchaga y Ojete Calor!– que comparten vivienda en un mundo alérgico al exterior donde lluvia es sinónimo de peligro. La pandemia, de nuevo sobre la mesa, sirve para componer una deliciosa comedia de sospechas y rayas de cocaína que funciona como paranoia encarcelada. La clave se esconde en un oscuro objeto de deseo sobre la mesa del comedor. Una escultura de colores que bien podría descansar en una sala del Centro Pompidou y que conecta con la estructura geométrica de una flota de naves alienígenas que permanecen inmóviles en el cielo. Las resonancias pandémicas podrían terminar aquí si no fuera porque Vigalondo comparte raíz surrealista con La tour de Guillaume Nicloux. Ésta también llega en forma de encierro. Todo acontece en un bloque de pisos que, de forma repentina, se ve rodeado por la oscuridad absoluta. Los vecinos no pueden salir. Ni si quiera extender su mano. Cualquier cosa que se proyecte hacia fuera se desintegra en este thriller distópico a la sombra de Ballard que revisa High-Rise en clave de drama social poco inspirado.

    Racionamiento, fricción étnica y tráfico desesperado conforman la catábasis de Assitan, la superviviente que Angèle Mac interpreta en este descenso de violencia centrípeta a la descomposición del ecosistema urbano. Una tragedia cósmica donde todo es evidente menos el paso del tiempo, contado mediante sutiles elipsis. Y es, tal vez, la imagen de esta chica agotada, que envenena los cuentos de cama de su hijo adoptivo en un túnel sin salida, lo que conduce a su opuesto. En lo nuevo de Ti West radica el contrapunto ideal. Pearl es la joven que interpreta una desatada Mia Goth canalizando su ansiedad doméstica a través del ataque liberador. Su personaje aprovecha las constantes del slasher para destrozar a golpe de hacha el arquetipo del ángel del hogar. Goth es pura distorsión en un escenario donde la pandemia vuelve a ser contexto y la distancia de seguridad, una costumbre. Nos ubicamos en el deep south americano, tras el brote de gripe española de 1918, en diálogo con la Extremadura profunda de terror feminista que Carlota Pereda despliega en Cerdita. Pero lejos de quedarse en retrato de época, West emplea la apariencia sedosa de los melodramas de Douglas Sirk para pervertir el imaginario clásico. La escena en que Pearl pierde en un campo de mazorcas el fotograma que le ha regalado el proyeccionista del pueblo deriva en reescritura alucinada del momento en que Dorita conocía al espantapájaros en El mago de Oz (1939), pero en clave lúbrica y onanista. Ésta es la mejor señal de corrupción ingeniosa en una obra que es precuela conceptual de X (2022) –aquella brillante observación sobre el deseo podrido en las cárceles de la moral– y que amplía su campo de batalla rebuscando en la jugosa intersección entre cine y porno, entendidas como dos formas de tensar el cuerpo.

    Historias para no dormir: La alarma, de Nacho Vigalondo; La Tour, de Guillaume Nicloux.
    Pearl, de Ti West; The Harbinger, de Andy Mitton.



    Una fiesta mediterránea

    Hasta aquí, Sitges podría leerse como vía de sentido único, pero nunca ha sido así. Otras pistas reverberan en la mastodóntica selección de producciones que se han agrupado bajo el cartel principal. El rostro modular de King Kong es el icono de cabecera, aunque bien podría ser el flyer de un set de música electrónica. De ahí que, en otro orden de lectura, Sitges se pueda ver como una fiesta pospandémica con sus galas, conciertos y caminatas zombi. No por casualidad, la inauguración fue, en sí misma, una farra. Venus de Jaume Balagueró es lo más parecido a una juerga para espectadores de trinchera. Una oda al fantaterror como fuente de placer sin complejos donde Ester Expósito es una bailarina de discoteca perseguida por la mafia que se refugia en el edificio que da nombre al film. No el Venus que hay en el barrio de la Mina de Barcelona, sino otro de la periferia madrileña. Una vez allí, busca el modo de salir adelante con su hermana y su sobrina en un marco de dificultades económicas donde lo criminal transita de un modo forzoso e inverosímil hacia lo familiar y desemboca en lo satánico. Todo tiene que ver con un edificio –según Balagueró, su versión particular del Dakota building de La semilla del diablo (1968)– que parece un evento de puertas abiertas donde no faltan invitados de altura como las criaturas de H. P. Lovecraft, las heroínas setenteras de rape and revenge, la nueva carne de Joel-Peter Witkin –muy presente en su primer corto Alicia (1994)– y las tres madres de Dario Argento. Con todo, Balagueró firma un comienzo divertido e intrascendente –por encargo de Álex de la Iglesia– en una edición donde el maestro italiano, precisamente, ha estrenado con su hija Asia la muy caprichosa Dark Glasses.

    Y como en toda fiesta que se precie, la danza se apodera del ambiente. Cuerpos entregados a la cinética. Gestos que no obedecen una pauta concreta. Se desplazan puntuando escenas que actúan como un paréntesis sensorial. Especialmente llamativa es Summer Scars, ópera prima de Simon Rieth protagonizada por dos hermanos en la realidad y la ficción. Raymond y Simon Baur son los contrincantes de una lucha cainita que no tiene que ver con rivalidad, sino con necesidad. Tras vivir una experiencia traumática, el hermano mayor desarrolla una dependencia frente al pequeño que consiste en revivir el suceso una y otra vez. Por insólito que parezca, la muerte es el reclamo de esta refrescante propuesta que encuentra en su título original –Nos Cérémonies– su mejor aviso de prudencia. Y es que Rieth no hace más que explicar un cuento veraniego filmado en su Royan de infancia. Un coming of age de metafísica portátil donde importa más la conexión fraternal que el trasfondo existencial. Y nada mejor, como imagen de muestra, que el suave trávelin lateral donde Raymond y Simon –actuales campeones de wushu– dan un paseo ejecutando toda clase de saltos y patadas aéreas en perfecta armonía con la banda sonora de Éric Debègue. La danza improvisada resumiendo la vida. Un trozo, al menos. Un instante atrapado en el plano que, perfectamente, podría dialogar con la cinética corpórea de filmes como la singular Tropique, otro drama fraternal –esta vez con astronautas y una desaprovechada cita a Cronenberg en una versión macarra de Gattaca (1997)– que no duda en poner a bailar al pequeño núcleo familiar que integran Pablo Cobo, Louis Peres y una Marta Nieto de acento cubano al ritmo de Desenfocao’ de Rauw Alejandro en la escena más tierna del certamen.

    Asimismo, la danza es carta de presentación en la nueva maravilla de Kogonada, un autor de encomiables video-ensayos sobre Yasujiro Ozu y Vittorio De Sica, convertido ahora en cineasta de la pulcritud. En una escena inicial de After Yang, presenta a sus personajes a través de una coreografía plural. El director de Columbus (2017) muestra una sucesión de idénticos planos generales donde aparecen familias perfectamente sincronizadas al son de Welcome to family of 4 de Aska Matsumiya. El dance sirve a Kogonada como un acto automatizado de comunión virtual en un futuro –quizá no tan distópico– donde se accede a la memoria de un tecno-sapiens recién fallecido (Justin H. Min) a través de las imágenes que configuraron su entorno. La narrativa es laberíntica y fragmentada. Parece inspirada en Ciudadano Kane (1941) –¿acaso el modelo de referencia, tras La red social (2010), para abordar la fibra emocional ante la llegada de nuevas tecnologías de alcance universal?– con la diferencia de que esto no es un thriller sobre infancias perdidas ni estéticas de la inmediatez. After Yang es el resultado de la tensión que se produce entre imágenes cerebrales y otras de naturaleza robótica, entre los recuerdos de Jake –preciso Colin Farrell en la piel de un padre de familia amante del té– y el backup mental del androide fraterno de su hija Mika (Malea Emma Tjandrawidjaja). Yang es un enigma capaz de almacenar algo tan inasible, tan lejano para un ser de cable y batería, como la imagen que atrapamos fruto de una pulsión. En el fondo, aquí la danza actúa como punta de iceberg. Lo importante son los misterios de la memoria que se proyecta en un firmamento de estanterías borgianas. Y claro, hablar de memoria en Sitges es hablar de expectativas.

    After Yang, de kogonada; Tropique, de Edouard Salier.
    Summer Scars, de Simon Rieth; Venus, de Jaume Balagueró.



    Traumas de la maternidad

    El festival ha dado lo que siempre se espera de él. La excusa para ver de nuevo a una final girl en acción. Agitada, sufriente y combativa. La crítica Desirée de Fez vio en esa excusa la oportunidad de hablar sobre los miedos de la mujer en su estupendo ensayo Reina del grito (2020) aunque el terror también ha modulado la feminidad como figura terrible. La apariencia brujesca de la madre del gánster –origen y causa del villano que interpreta Edward G. Robinson en Hampa dorada (1931)– bien podría ser un intrigante punto de partida sobre el potencial tenebroso de la progenitora en imprescindibles como Psicosis (1960), El caso de Lucy Harbin (1964) y Carrie (1976) –glosadas en otro estudio provechoso, La madre terrible en el cine de terror de Javier Parra– para alcanzar un presente donde la rigidez conservadora que se respira en la casa de Pearl transforma su pasión vital en explosión furiosa. Lo materno se define gracias a su opuesto. Lo sustancial, a través de una mirada psicótica. Tal es así que la postal de una apacible cena para recibir al héroe que vuelve de la guerra se traduce en grotesco festín de horrores como si West agarrara el imaginario de la América ideal –pintado por el primer Norman Rockwell– y lo dejase a la intemperie para que se lo comieran los gusanos. Asimismo, la producción noruega Nightmare de Kjersti Rasmussen también aborda la ansiedad materna. Trata sobre el embarazo como pesadilla con ecos a la icónica pintura de Heinrich Füssli, pero sin citarla. A Eili Harboe le cuesta distinguir entre sueño y vigilia en este ejercicio fallido de terror con tintes de sátira que acierta al bromear sobre la misma condición que atormentaba a Marion Cotillard en la –ahora lejana– Origen (2010) de Christopher Nolan.

    Por otra parte, suenan voces tan estimulantes como Eduardo Casanova y Michelle Garza. El primero habla de la maternidad como dictadura. La segunda, la escucha como si fuera un crujido. Por un lado, La Piedad entiende que madre –pletórica Ángela Molina– e hijo –desgarrador Manel Llunell– son un mismo cuerpo. Su relación, siempre doméstica, está basada en la sobreprotección extrema. Más que madre a secas, podemos hablar de madre patria. La náusea de una es vómito del otro en este enfermizo juego de miradas coincidentes y banda sonora herrmanniana. Casanova da un salto mortal sin miedo cuando decide comparar su peculiar visión de la mamá controladora con el régimen de Corea del Norte. La tragedia de un hijo diagnosticado con cáncer se enrarece cada vez más en este descenso a los infiernos de la soledad donde la forma ejerce de revolución absurda a medio camino entre la poética que Tarsem Singh acuñó en La celda (2000) –¿recuerdan a Jennifer López en una piscina, con túnica roja y un niño ensangrentado en brazos, como revisión posmoderna de la Virgen sosteniendo a Jesús?– y una serie de tableaux vivants que invocan los fotomontajes de Pierre et Gilles. A su lado, Huesera parece sobria, pero si las distanciamos esconde imágenes de impacto. Natalia Solián es la joven que espera un bebé en este acercamiento a las ceremonias ocultas de un México esotérico donde gestación significa mutación. No sólo del cuerpo que va a parir un hijo, sino directamente de la identidad de la mujer. Decidir es un acto de dolor y sacrificio, parece decirnos Garza a través de escenas que beben del cine de intrusiones fantasmales, pero que también proponen otra forma de cocinar el miedo entre el rito pagano y la danza contemporánea.

    Mantícora, de Carlos Vermut; Nightmare, de Kjersti Rasmussen.
    Huesera, de Michelle Garza; La piedad, de Eduardo Casanova.



    Infancia amenazada

    Hasta aquí, bien podríamos pensar en la madre como gran metamorfosis. Un cuerpo que muta entre gritos, dolores y angustias. Ahora bien, ¿qué ocurre con la infancia? ¿Qué papel juega? ¿Es un cuerpo que crece con posibilidad de corrección o que carga con los pecados adultos? Para Francisco de Goya, el sueño de la razón producía monstruos. Para Pearl, el deseo encarcelado, también. Para Carlos Vermut, la diferencia entre lo humano y lo abyecto es una cuestión de amor. Y entendemos por amor el hecho de “proporcionar herramientas necesarias a la infancia para que ésta exprese lo que siente”. Mantícora –su nueva obra maestra, presentada fuera de competición– nace de la voluntad por comunicar imágenes que circulan libremente por el inconsciente y, también, de la creencia tal vez naif de que el arte puede salvarnos de la locura. Lo más radical de este thriller psicológico es que no sólo habla de una infancia que expresa a través de la música, sino de una juventud que esconde sus peores secretos detrás de una máscara. Julián –el modelador de criaturas tridimensionales que encarna un descomunal Nacho Sánchez y que entabla amistad con un niño que vive en la puerta de enfrente– es el enfermo de esta tragedia, condenado a vivir ardiendo por culpa de un deseo que no puede reprimir y que el mundo no quiere comprender. Julián es el animal huérfano de una sociedad donde la falta de empatía –como diría el médico de Saramago– es una forma de ceguera.

    Por este motivo, el retrato del monstruo no tiene que ver únicamente con presencia, sino con ausencia. Los seres anómalos, parece decirnos Vermut, no sólo hay que buscarlos en la textura hiperrealista del videojuego de acción o en un dibujo infantil colgado en la pared o en las pinturas negras del Prado como Saturno devorando a su hijo (1823); sino en el trozo de moqueta de un comedor madrileño. Por extraño que resulte, Mantícora se podría resumir así. Como un terrible acto doméstico. Mejor aún, como un inquietante punto de vista –el de Julián, sentado en el sofá, ataviado con gafas de realidad virtual– que hace temblar el plano fruto de una masturbación inconfesable. Por esto, la imagen aparece vacía. Porque en un mundo de saturación digital, donde el monstruo es “herramienta comercial”, la solución llega con la austeridad. Ya no hay nada que ver. Sólo imaginar y tratar de comprender. Como en la habitación de la lagartija que inundaba de interrogantes la muy pasoliniana Magical Girl (2014), perfecta compañera de programa doble con la truculenta Flux Gourmet de Peter Strickland. En cualquier caso, Vermut sabe lo que significa el género. Sabe que un niño puede confundirse entre una de terror y una porno. Sabe mejor que nadie que esa mirada de descubrimiento inocente es lo más insoportable que existe para un cuerpo que sufre, filmado con el más profundo de los respetos. Por esto, prioriza el fuera de campo en la escena más relevante de Mantícora. Como si la espeluznante criatura que Julián ve a través de sus gafas estuviera escondida detrás de la moqueta de su comedor. Incluso detrás del parqué. Como si lo monstruoso fuera una mujer pantera que pudiera abalanzarse sobre nosotros en cualquier momento.

    ¿Qué pensará Santiago Fillol sobre Mantícora? ¿Qué pasará por la cabeza del autor de una tesis sobre el fuera de campo, partiendo de Jacques Tourneur, ante una no-imagen tan huidiza, tan visible en su invisibilidad, como la que Vermut nos ofrece en el apartamento de Julián? Fillol, en su magnífica investigación Manifestaciones de una lejanía por cercana que pueda estar (2004), construyó un artefacto para (re)pensar el fuera de plano. La tensión entre lo que aparece y desaparece. Mejor aún, la presencia que creímos detectar en medio de una ausencia que no necesariamente le ha permitido el acceso en los dominios del encuadre. Todo ello, nos permite seguir escarbando en Mantícora, un cuento de terror de corte humanista donde El planeta salvaje (1973) de René Laloux y los cómics ultraviolentos de Junji Ito sobrevuelan la retina del protagonista como si fueran miodesopsias de un sujeto en constante tortura. Ahora bien, Vermut no es un fenómeno que conviene aislar. Por excitante que resulte su cine, también sirve para tender puentes. Su forma de entender el sexo, por ejemplo. A diferencia de Pearl, que proyectaba el apetito de su inquieta protagonista en un espantapájaros con el rostro de David Corenswet; Vermut apuesta por la solemnidad de una imagen que sugiere. Dicho de otro modo, el director español prefiere antes invocar un recurso propio de Robert Bresson que las fugas psicogénicas de David Lynch, un maestro no tan distanciado de cuanto venimos comentando. Casualmente, su eterno imaginario le ha servido a Alexandre O. Philippe para tejer el diálogo en su último documental estrenado en Sitges. Lynch/Oz comprende que el cineasta irrepetible de Carretera perdida (1997) y el musical colorista de Victor Fleming son un juego de vasos comunicantes tan disfrutable para el curioso como disperso para el exigente.

    Y, de repente, este texto se convierte en tarea fútil. Tan monstruoso como el certamen que trata de comprimir. No tiene sentido abordarlo en su totalidad. Es más, cualquier reflexión, por pequeña que sea, será siempre un reflejo de su naturaleza caótica, mutante, deforme. Por esto, lo mejor que le podía pasar a Sitges 2022 es que su gala de clausura nos obsequiara con una película que, de nuevo, vuelve a ser una fiesta. Lo lúdico, pues, se hace circular. Del pistoletazo que dio Balagueró con su marchosa Venus alcanzamos una meta que también es celebración. La imperfecta Bones and All es el camino más cómodo de vuelta a casa en un Sitges repleto de imágenes centrífugas e inconexas. Luca Guadagnino plantea una playlist deliciosa en forma de road movie romántica sobre esa adolescencia siempre en tránsito por las carreteras del alma. Taylor Russell y Timothée Chalamet integran la pareja criminal con más flow del año en un cuento caníbal de nostalgia melómana que luce algunos códigos del fantástico como si fueran pendientes colgando de una oreja. Por un momento, parece la versión raspada de Bonnie & Clyde (1967), pero la violencia no sirve tanto para suplir pulsiones sexuales como para construir un viaje de adicción melancólica a ninguna parte. Y así, entre el Save a Prayer de Duran Duran y el bailoteo que se marca un Chalamet de pelo rojizo a ritmo del Lick It Up de Kiss, la película comparte pista de baile con el muy absurdo díptico de Quentin Dupieux –Incroyable mais vrai y Fumer fait tousser– y piezas tan delirantes para un Halloween eterno como Deadstream y Christmas Bloody Christmas. Lo hemos dicho ya. Volvemos a insistir. El cine, entendido como una macrofiesta o como una práctica hipnótica de ceguera compartida. Fin de trayecto.
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