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    Crítica | Inexorable

    Llegó una extraña

    Crítica ★★★☆☆ de «Inexorable» de Fabrice du Welz.

    Bélgica, Francia, 2021. Título original: «Inexorable». Dirección: Fabrice du Welz. Guion: Joséphine Hopkins, Aurélien Molas, Fabrice du Welz. Productores: Jean-Yves Roubin, Cassandre Warnauts. Música: Vincent Cahay. Dirección de fotografía: Manuel Dacosse. Montaje: Anne-Laure Guégan. Diseño de producción: Manu de Meulemeester. Intérpretes: Benoît Poelvoorde, Alba Gaïa Bellugi, Mélanie Doutey, Janaïna Halloy, Catherine Salée, Jackie Berroyer.

    No creo que Fabrice du Welz se haya recuperado nunca del todo del resbalón comercial y crítico que se llevó con la, a pesar de todo, muy reivindicable Vinyan (2008). Que no se me entienda mal: no quiero decir que no volviera a brillar como director. Más bien al contrario. Pero sí creo que resulta evidente que se dejó por el camino esa megalomanía, esa locura excelsa, que emparentaba su segundo largometraje con el Herzog más pasado de vueltas —en el mejor de los sentidos, pues considero que apuntaba a un salto de gigante para el cine de género europeo que jamás llegó a producirse—, de la misma manera que creo que el miedo a volver a excederse le ha transformado en un cineasta que se siente más cómodo trabajando con presupuestos exiguos y equipos limitados. Y que, al mismo tiempo, intenta equilibrar su carrera alternando sus proyectos más profundamente personales, como Alleluia (2014) o Adoration (2019) —ambas, caras de la misma moneda, pues son historias de amour fou que llevan al límite las relaciones de dependencia de sus protagonistas—, con otros, hasta cierto punto, de cariz más comercial, como las policíacas Colt 45 (2014) y Message from the King (2016).

    Sin embargo, el objeto extraño que acaba siendo Inexorable (2021) no está del todo ninguno de los dos grupos. Porque sí, su visión del amor enloquecido, desmesurado, está en sintonía con las dos primeras, pero su voluntad de mantenerse fiel a una estructura de thriller mucho más convencional de lo que es habitual en la filmografía de su director —él mismo reconocía en una entrevista que su intención era apelar a obras tan codificadas como Atracción fatal (Fatal Attraction, Adrian Lyne, 1987) o La mano que mece la cuna (The Hand that Rocks the Cradle, Curtis Hanson, 1992)— apunta a un esfuerzo consciente por su parte para aproximarse a los gustos del público francés. Lo que no es óbice para que la turbiedad —y sobre todo, la complejidad moral— de su visión del mundo acabe imponiéndose por encima de cualquier tropo heredado del cine de Hollywood.

    Porque Du Welz juega aquí con estereotipos que el público (re)conoce, con los que se siente cómodo, pero los problematiza, desdibujando hasta lo irreconocible los límites de la empatía. Los mismos clichés heredados que llevan al espectador a simpatizar de forma irracional con la familia Bellmer le desconciertan cuando, sutilmente, el guion empieza a trazar grietas sobre su fachada, en apariencia, intachable. De ahí que la acosadora de la historia, encarnada por Alba Gaïa Bellugi, aparezca en la mansión de los ¿protagonistas? acompañada por el perro de la familia: mediante dicha expresión visual —que, además, refuerza haciendo que sea la única que entienda al animal y sepa manejarlo—, el belga contrasta su carácter animal, indomable, con la hipocresía de los burgueses tradicionales. Como ocurre con los personajes femeninos principales de películas como Alleluia o Adoration, Gloria no representa el Mal, ni siquiera lo amoral, sino una lucha ciega por alcanzar una supuesta felicidad personal —no tiene nada, así que tampoco tiene nada que perder— tras la que late el enfrentamiento de clases que tiñe el fondo de la trama.

    Inexorable, Fabrice du Welz.
    Oficial Fantàstic Competición del Festival de Sitges.

    «No deja de ser adecuado que sea en una de sus películas con una ambición más comercial donde Du Welz lance una mirada más salvaje, más cínica, sobre el tejido cultural francobelga representado en la empresa editorial de los Drahi/Bellmer: el clientelismo, los derechos heredados, las mentiras compulsivas… Hay un poso de amargura en la mirada de un director que, para poder seguir ofreciéndole al mundo su propia visión del mundo, se ve obligado a comulgar con auténticas ruedas de molino».


    El director —que vuelve a recurrir aquí a los 16 mm: pocos autores hay que sigan manteniéndose, a día de hoy, tan fieles al formato— rueda inicialmente a los Bellmer aprovechando la bella luz natural de los exteriores, empleando unos contraluces a través de los que insinúa, sin anticiparse demasiado a la propia trama, esas zonas oscuras que todos ellos ocultan. En cambio, aunque a veces relaciona a Gloria con lo solar —sobre todo en su relación con la pequeña Lucie—, en general su verdadero yo sale a relucir bajo luces artificiales, y ese lado maquiavélico, casi demiúrgico de su persona, que destapa las vergüenzas de los que le rodean a lo Teorema (Pier Paolo Pasolini, 1968), va infectando la familia, y de forma paralela, también la puesta en escena de Du Welz, que se hace progresivamente más oscura, más tenebrosa. No creo marcarme una boutade si señalo que el belga apunta a la influencia de La caída de la casa Usher en la manera en que, a través de la cámara y el diseño de producción, va haciendo la mansión más incómoda, más desasosegante, a medida que se van revelando las mentiras y las traiciones de los personajes.

    Aunque, sobre el papel, suene paradójico, no deja de ser adecuado que sea en una de sus películas con una ambición más comercial donde Du Welz lance una mirada más salvaje, más cínica, sobre el tejido cultural francobelga representado en la empresa editorial de los Drahi/Bellmer: el clientelismo, los derechos heredados, las mentiras compulsivas… Hay un poso de amargura en la mirada de un director que, a diferencia de su acomodado personaje protagonista, para poder seguir ofreciéndole al mundo su propia visión del mundo —y del cine—, se ve obligado a comulgar con auténticas ruedas de molino. ¿Qué representa Gloria, frente a ello, sino una especie de golpe de rabia sobre la mesa?

    Dice mucho de la habilidad del director que, en realidad, la tensión sexual entre Bellugi y Benoît Poelvoorde, más allá de un conato de escena de coito —eso sí, de tremenda turbiedad por la violencia con la que actúan los actores—, se desarrolle a base de miradas, gestos y pequeñas sugestiones. Tanto es así que, a la hora de la verdad, la única relación íntima que se produce entre ambos es por transferencia, cuando Du Welz nos permite intuir, durante un polvo especialmente arrebatado del matrimonio protagonista, que en quien está pensando Marcel es en su joven criada —de ahí que esté filmado, pese a tratarse de una relación consentida, con una cierta sensación de incomodidad—. La fuerza de Inexorable está, precisamente, en que durante la mayor parte del metraje se mueve en el territorio de lo sutil, de lo insinuado. Al menos hasta que, por pura herencia (sub)genérica, se ve impulsada a finiquitar el relato llevándolo al terreno de los grandguinolesco… Y aun así, el belga es capaz de resolver la papeleta con elegancia y buen tino.


    Tonio L. Alarcón |
    © Revista EAM / Sitges Film Festival


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