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    Crítica | Eight for Silver

    Nadie vuelve como era

    Crítica ★★★☆☆ ½ de «Eight for Silver», de Sean Ellis.

    Reino Unido, 2021. Título original: «Eight for Silver». Director: Sean Ellis. Guion: Sean Ellis. Productores: Mathilde Charpentier, Sean Ellis, Mickey Liddell, Alison Semenza, Pete Shilaimon, Nicole Stojkovich, Jacob Yakob y Joseph Yakob. Productoras: LD Entertainment y Piste Rouge. Fotografía: Sean Ellis. Música: Robin Foster. Montaje: Yorgos Mavropsardis y Richard Mettler. Reparto: Boyd Holbrook, Kelly Reilly, Alistair Petrie, Amelia Crouche, Max Mackintosh, Roxane Duran, Nigel Betts, Stuart Bowman. Duración: 113 minutos.

    En la Europa y el Reino Unido de entre siglos, en concreto entre la década de 1880 y el fin de la Primera Guerra Mundial, se fijó de forma literaria la mayor parte de leyendas orales folclóricas relacionadas con vampiros, hombres lobo, brujas y demonios. La estética visual dominante en esa época fue el pictorialismo, de la mano de un medio relativamente nuevo, la fotografía, que primero anticipó, en su condición de ingenio mecánico, y luego registró, en su condición de testigo instantáneo, los profundos cambios sociales, culturales, políticos y económicos que se produjeron en el siglo XX. Terror literario e imagen fotográfica de ambición artística, por tanto, tienen una raíz contextual común que Sean Ellis ha trasladado de maravilla a Eight for Silver, película que supone su regreso a los códigos explícitos del fantástico después de Metro Manila (2013) y Operación Anthropoid (Anthropoid, 2016).

    En todos y cada uno de los planos concebidos y fotografiados por el propio Ellis en esta enésima versión del mito del hombre lobo se aprecia un empeño literario, en lo dramático, y pictorialista, en lo estético, que no puede ser casual. Al contrario, obedece a la inquietud de un cineasta que intenta siempre dotar a la imagen de un significado acorde al origen de los temas y tiempos que esta representa. Desde su seminal Cashback (2006), y antes en sus cortos, es evidente que estamos ante un creador de quien no cabe hablar en términos de mero diseñador de producción, aunque sin duda cada detalle de la puesta en escena de sus filmes está perfectamente calculado. No, Ellis es un orfebre de la imagen, y esa cualidad le empuja a elaborar una caligrafía que en muchas ocasiones es más interesante como estudio arqueológico que como propuesta cinematográfica. Eight for Silver guarda el equilibrio y camina con éxito sobre tan fina línea para contar con solvencia una historia mil veces contada, y por ello precisamente dada a ser explorada desde la naturaleza de la imagen. ¿Qué otra salida le queda al terror contemporáneo? ¿Al cine, en general?

    Este punto de vista no pretende desviar la atención ni disculpar los problemas básicos de la película, que los tiene y muchos. El desarrollo de los hechos es predecible, desde luego, y abundan los clichés dramáticos que construyen su argumento y personajes. Cuántas veces, si no, se ha visto la fórmula que combina una mansión en el campo, un paisaje desangelado, un matrimonio en crisis, niños inocentes, un intruso benefactor, una maldición ancestral y la idea del Mal (que es la propia humanidad) encarnada en una bestia desconocida. Además, cada escena avanza empujada por una o varias convenciones características de la ambientación clásica del género –la bruma, la lluvia, las antorchas–, y el lugar que estas ocupan en el montaje responde a una cronología canónica, sin sorpresas ni sobresaltos. Pese a esta serie innegable de lastres, lo último de Ellis, insistimos, merece atención porque trata de reubicar el mito del hombre lobo en su primer imaginario visual romántico-realista, y esta sensibilidad es difícil encontrarla en el panorama actual, más allá de un género concreto. Eight for Silver no es un filme esteticista por obligación sino por necesidad.

    Eight for Silver, Sean Ellis.
    Festival de Sundance & Oficial Fantàstic Competición del Festival de Sitges.

    «La imagen de Anne-Marie (Áine Rose Daily) hundiéndose en el agua de un lecho turbio, abrazada por las ramas de un bosque animado, sintetiza ejemplarmente las virtudes de una película estenopeica. No hay filtros entre la bestia y sus víctimas, solo agua, barro, madera y sangre».


    El tratamiento de la naturaleza es quizá la apuesta más redonda en este sentido. Con la vista clavada en los nombres fundamentales del pictorialismo, desde Julia Margaret Cameron y Gertrude Kasebier hasta Alvin Langdon Coburn y Edward Steichen, la cámara de Ellis se recrea en obtener una visión ligeramente desenfocada, o con efecto floue, de campos, eras, bosques y ríos. Las composiciones que juegan con el sol crepuscular, los cielos encapotados y las ramas de los árboles son particularmente hermosas. Imágenes de insólita belleza y a la vez frías, crueles, yermas, rescatadas de un tiempo pasado para hablar de nuestro presente pandémico. «Nadie vuelve como era», dice John McBride (Boyd Holbrook) tras abrirle el vientre a la primera bestia. En esta escena Ellis eviscera literalmente el subtexto de su filme, y de paso dialoga abiertamente con el folclore de Gévaudan, cuya popular historia de licantropía inspirara El pacto de los lobos (Le pacte des loups, Christophe Gans, 2001), de la que Eight for Silver bien podría ser su versión autoconsciente.

    La invocación formal del pictorialismo se acompaña de un fabuloso tratamiento cromático de la imagen que expresa de un modo alegórico la evolución dramática de la historia. Los tonos grises del principio, un gris plateado que señala al corazón mismo del mito, transitan de manera elegante hacia los sepias del tercio final, cuando el fuego sustituye al agua y la tierra como elementos a los que se anclan los personajes. Eight for Silver es una cinta elemental en el sentido estricto de la palabra; es húmeda, cenagosa, candente y borrascosa. Tiene el aura mística de las leyendas inmemoriales, y, como tal, desde un lejano Hades trata de enterrar al público en una atmósfera encantada. La imagen de Anne-Marie (Áine Rose Daily) hundiéndose en el agua de un lecho turbio, abrazada por las ramas de un bosque animado, sintetiza ejemplarmente las virtudes de una película estenopeica. No hay filtros entre la bestia y sus víctimas, solo agua, barro, madera y sangre. Y, al fondo, entre velos de desesperación, una luz marchita que grita: «búscame».


    Raúl Álvarez |
    © Revista EAM / Sitges Film Festival


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