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    Crítica | Inu-oh (犬王)

    Mundos ensimismados

    Crítica ★★★★★ de «Inu-oh», de Masaaki Yuasa.

    Japón, 2021. Título original: Inu-Oh / 犬王. Dirección: Masaaki Yuasa. Guion: Akiko Nogi. Novela: Hideo Furukawa. Compañías productoras: Science SARU, Aniplex, Asmik Ace. Diseño de personajes: Taiyô Matsumoto. Supervisores de animación: Satoshi Nakano, Yoshimichi Kameda. Música: Yoshihide Ôtomo. Fotografía: Yoshihiro Sekiya. Montaje: Kiyoshi Hirose. Reparto: Mirai Moriyama, Avu-chan, Kenjirô Tsuda, Yutaka Matsushige, Tasuku Emoto. 98 minutos.

    En el corazón de las películas de Masaaki Yuasa descubrimos imágenes que vibran como átomos, capaces de producir torrentes de energía, según bailen en tal o cual dirección. Son viñetas sin centro ni mensaje: las habitan personajes a todo color pero faltos de sombras, cuerpos planos sin ninguna pretensión de realismo. En su interior, las cosas no son más de lo que aparentan y, por ello, legan su peso a la intuición de cada cual. El mutismo manda: resulta imposible sentar cátedra alguna sobre un color naranja que no quiere ser piel, ni pelota, sino solo naranja. Al silencio visual lo acompaña la verborrea, una sobrecarga de información tremenda. ¿Cuánto Yuasa procesa un cerebro por minuto? ¿Qué tan adentro del pozo podremos llegar?

    Comienza con una explosión: un torrente de datos visuales y auditivos que, como venidos del apabullante estilo manzai, nos recuerda que tampoco hay por qué quedarse con todo lo que allí se dice, que quizás resulte más estimulante distender la mirada ante la imagen que confundirse a base de leer subtítulos. Primero abrimos los ojos ante la aparición de unos pies, que caminan con sus sandalias geta por puentes recortados entre espacios icónicos del Japón feudal. Los paisajes se intercambian sin dificultad, con la ligereza del montaje del cine de Satoshi Kon. Descubriremos que ellos actuarán de telón de fondo de nuestro relato: pronto la Historia llega bajo la forma de narración oral. La voz de Tomona (Mirai Moriyama, Jesús en Las vacaciones de Jesús y Buda) nos sitúa en un contexto de tensiones entre poderes políticos (el emperador, enfrentado a los cabecillas regionales, los sogunes), pero también de renovación en lo que a expresión artística se refiere. Al fin y al cabo, fue en el siglo XIV cuando en Japón el teatro noh encontró su cúspide, dio una última vuelta de tuerca. Desde entonces sus formas poco han cambiado, pues el estilo que hoy día se prodiga en los grandes teatros –también sus eternas influencias sobre otras artes– se ha replicado desde hace siete siglos sin modificación alguna… En la cultura nipona se entiende que no tiene sentido cambiar algo que ya funciona.

    Ciego por culpa de un hechizo, Tomona se gana la vida tocando el biwa (instrumento de cuerda antiguamente amaestrado por geisha y monjes) mientras busca descubrir la clave que le permitiría vengarse por la pérdida de su visión. Con los años, el joven deviene un experto en la música tradicional japonesa, que sirve como lenguaje común para la amistad que, un día, entablará con le epónime Inu-Oh. Pero el cuerpo de elle –lleva la voz de Avu-chan, cantante no-binario de la banda de j-rock Queen Bee– reclama un acercamiento diferente al agarrotado continuismo del arte japonés: oculto tras una máscara, el rostro de le joven luce monstruoso, con ojos desencajados y saltones presidiendo una mueca enorme y repleta de dientes. Un brazo amorfo, larguísimo, holgado y desencajable acaba de dotar a su torso de un aspecto inmundo. A la vez, habla… Inu-Oh no es ni hombre ni bestia, sino algo más, y quizás este algo más solo pueda explicarse por la vocación que le propulsa a lo largo de toda la película: si algo es, ese algo es el baile puro. Fuera de todo estilo, liberada de las trabas del cuerpo humano y capaz de realizar las coreografías más inverosímiles, la existencia de Inu-Oh trasciende categorías, apela directamente a una experiencia primigenia, indigerida. Ante todo, contradice el eje gravitacional del noh, que encuentra su centro en la réplica perfecta de unos movimientos cuadriculados, cuyo simbolismo pervive desde tiempos ancestrales de forma más o menos evidente. En definitiva, da recipiente al caos que posibilita la evolución artística, el corazón dionisíaco que transgrede y moviliza. Por ello, no parece gratuito que la maldición que le persigue desde su nacimiento consista en que, cada vez que domina un movimiento, su forma física cambie.

    犬王, Masaaki Yuasa.
    Orizzonti | Venezia 78.

    «No encontraremos altanería en su dispositivo estético. Es más, este se alza a base de números musicales que son despliegues-replegados en una austeridad muda, incluso demasiado discreta como para atraer la atención sobre sí misma. Superada toda necesidad de épica, el viaje de Tomona e Inu-Oh se representará sobre escenarios despampanantes, eso sí, vistos desde la butaca de un espectador medio».


    En lo narrativo, la aparición de Inu-Oh consigue dar por sí sola un giro drástico a la película, que se olvida de la historia de venganza que había empezado a contar y se entrega, en su lugar, al constante devenir del recién llegado. Bicho sin nombre (pues Inu-Oh es solo un apelativo cariñoso), incluso despoja a su compañero Tomona de su onomástica y, por ende, de la raíz que daba sentido a su vida. En su lugar, quedará solo la energía de las masas, el progreso inmanente, el futuro perfecto. Inu-Oh se inspira en la novela homónima de Hideo Furukawa, enmarcada dentro del imaginario del Heike monogatari, clásico entre clásicos (una especie de El Quijote japonés). Abandonado todo motor narrativo en manos de una estructura episódica –especie de rapsodia griega sin eventos, solo personajes–, la película de Yuasa podría convertirse fácilmente en otro gesto sin fondo, otro relato plomizo y desangelado. Sin embargo, en una galaxia de sagas rimbombantes y mundos de aliento agotado, Inu-Oh brilla.

    Porque no encontraremos altanería en su dispositivo estético. Es más, este se alza a base de números musicales que son despliegues-replegados en una austeridad muda, incluso demasiado discreta como para atraer la atención sobre sí misma. Superada toda necesidad de épica, el viaje de Tomona e Inu-Oh se representará sobre escenarios despampanantes, eso sí, vistos desde la butaca de un espectador medio. Son gestos mínimos los que anulan el potencial abigarrado de los montajes. Hallaremos inmovilismo en unos tiros de cámara fijados constantemente a la altura de los ojos de aquelles que cantan, que nos sostienen en el mundo material como si este fuera una losa y como si, por lo contrario, el juego de picados y contrapicados de la espectacularidad clásica fuera un gesto expresivo muy obvio, casi de recreo infantil. Materialista, cuando la cámara finalmente se mueva, en un gesto muy suyo (recordemos su fondo underground), Yuasa va a reducir el número de fotogramas por segundo al mínimo necesario para descubrirnos incansable que nos encontramos ante dibujos y nada más. Ahí retomamos a la cuestión que abre este texto. Al reducir las imágenes a su propia naturaleza, al devolver la representación a su carácter de signo, resulta goloso pensar que Inu-Oh podrá retornar el cine a un estado anterior, cuando este aún era simple teatro filmado. ¿Nos salvaría esta sustracción de una grandiosidad agotada?


    Mariona Borrull Zapata |
    © Revista EAM / 78ª edición de la Mostra de Venecia


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