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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Charlatán

    El talento se paga

    Crítica ★★☆☆☆ de «Charlatán», de Agnieszka Holland.

    República Checa, 2020. Título original: Šarlatán. Director: Agnieszka Holland. Guion: Marek Epstein. Productores: Sarka Cimbalova, Mike Downey, Jeff Field, Lívia Filusová, Wojciech Gostomczyk, Adam Gudell, Michal Krecek, Klaudia Smieja, Bogna Szewczyk, Sam Taylor, Petr Tichy, Ales Tybl, Kevan Van Thompson. Productoras: Marlene Film Production, Madants, Film and Music Entertainment. Fotografía: Martín Strba. Música: Antoni Lazarkiewicz. Montaje: Pavel Hrdlicka. Reparto: Ivan Trojan, Juraj Loj, Josef Trojan, Joachim Paul Assböck, Jan Vlasák, Martin Mysicka, Jaroslava Pokorná, Václav Kopta, Marek Epstein, Jana Kvantiková, Jana Olhová, Miroslav Hanus, Jirí Cerný, Kamil Svejda, Frantisek Trojan. Duración: 118 minutos.

    La casualidad ha querido que el mismo día lleguen a la cartelera española dos cineastas cuyas películas van a ser comparadas en este texto. Porque, si se tiene en cuenta la historia de los cines de Europa del Este, al analizar Charlatán, lo nuevo de Agnieszka Holland, resulta imposible no pensar en Hanussen (El adivino) (1988), de István Szabó —quien estrena El médico de Budapest—. Realizar esta comparación se debe principalmente a los personajes protagonistas de sendas obras, cuyos paralelismos resultan evidentes. La cinta de la directora polaca adapta de manera libre la vida del personaje real Jan Mikolášek (Ivan Trojan), un curandero checoslovaco cuyas habilidades rozaban lo sobrehumano, y las tensas y problemáticas relaciones que tuvo que mantener con los diferentes regímenes políticos que su nación sufrió, desde el Imperio austrohúngaro hasta el comunismo, pasando por el nazismo. Algo similar sucede en el caso de Erik Jan Hanussen (el nombre artístico de Klaus Schneider), otro personaje de ficción vagamente basado en una persona real (Hermann Steinschneider), de habilidades extraordinarias —en este caso, una capacidad para entender los deseos y necesidades de los demás que rozaba lo paranormal—, que supuso un incordio para los diferentes gobiernos en los que vivió, en este caso el Imperio austrohúngaro y el nazismo, que con toda probabilidad fue el responsable de su muerte.

    Ambos personajes comparten gran cantidad de similitudes, pero, al mismo tiempo, importantes diferencias. Como señala Elsa Tébar, Mikolášek es retratado como «un hombre que nunca abrazó ni el nacionalsocialismo, ni el comunismo, ni ninguna otra ideología que no fuera la suya propia y su necesidad ciega y algo enfermiza de curar a la gente». Esta acertadísima definición da las claves principales para comprender la manera en que Szabó retrató a los personajes de la que se ha venido a llamar —en contra de la voluntad del propio director—, la «trilogía de Centroeuropa», compuesta por Mephisto (1981), Coronel Redl (1984) y la mencionada Hanussen (El adivino). En todos esos casos, se trata de auténticos individualistas, que pensaban ante todo en su necesidad de alcanzar sus objetivos a toda costa, incluso cuando estos implicaban un proyecto colectivo (el caso de Redl). Hanussen afirma constantemente su desinterés ante cualquier atadura a ideologías políticas, aunque tonteara con el nazismo, pues su objetivo consistía en el crecimiento en la pirámide social. La gran diferencia en esta definición estriba en la última parte, la que atañe a la voluntad de sanar a la población. A pesar de que Hanussen afirma conocer lo que la gente necesita, pues el destino de toda Centroeuropa es uno que ha sido compartido (y sufrido) por la población, sin distinción de clase o nación, esto no lo mueve a hacer del mundo un lugar mejor. La obra de Szabó sugiere que sus capacidades, que atañen a lo psicológico, podrían haberse utilizado para la sanación de enfermedades mentales —otra diferencia con Mikolášek, quien curaba enfermedades físicas—, pero el personaje prefiere invertir sus poderes en el desarrollo de espectáculos de adivinación e hipnotismo que lo convierten en una eminencia. Es decir, antepone su ego al bien común. Esto, no obstante, no es del todo falso en el caso del charlatán de la obra de Holland, pues se trata de una figura esquiva, áspera y contradictoria, que en realidad sana por una culpa que le corroe desde sus primeros años de juventud, cuando, a las órdenes del ejército del Imperio austrohúngaro, tuvo que llevar a cabo ejecuciones de compatriotas, bajo la amenaza de ser él mismo asesinado si desobedecía. Esa necesidad de tratar de compensar los males provocados en el pasado, y no un deseo puramente altruista, es el que lleva al personaje a actuar, algo que se suma a la autoconsciencia ególatra de quien se sabe poseedor de un don que roza lo sobrenatural —no solo es capaz de diagnosticar con precisión simplemente con observar muestras de orina, sino que incluso intuye la muerte inminente de personas en principio sanas— y quiere desarrollarlo para regodearse en este. Solo así se entiende su actitud displicente hacia sus pacientes, a quienes incluso llega a humillar en algunos casos.

    Šarlatán, Agnieszka Holland.
    Presentada en la edición 2020 de la Berlinale.

    «Se propone una idea ciertamente provocadora, pues se ofrece una visión del comunismo bastante más oscura que la del nazismo, lo que se lleva incluso al tratamiento fotográfico, con tonos más vivaces y luminosos en las escenas del pasado nazi, que contrastan con el tenebroso y gélido tono grisáceo de las que transcurren en el presente comunista».


    Otra similitud que comparten es la manera en que sufrieron las derivas políticas del siglo XX en Europa del Este, lo que los llevó a los tribunales —para más inri, Hanussen fue juzgado en la ciudad checa de Karlovy Vary—. En ambos filmes se comparte la idea de la individualidad, y más concretamente, la individualidad talentosa, como un elemento extraño, peligroso a ojos de los regímenes totalitarios homogeneizadores de la sociedad. A tenor de lo expuesto en las dos cintas, las dos figuras fueron tratadas con suspicacias, cuando no con presiones directas, por el Imperio austrohúngaro, por el nazismo y por el comunismo —este último solo en el caso de Mikolášek, ya que Hanussen había sido asesinado en 1933—. Su actitud de no claudicar, de no dejarse instrumentalizar por los gobiernos, los condenó al ostracismo, aunque en el caso de Mikolášek no llegó a ser ejecutado. Sin embargo, una gran diferencia entre ambas figuras cinematográficas consiste en su manera de posicionarse ante los regímenes. Mientras Hanussen en cierta manera se deja seducir, aunque nunca llegue a comprometerse, inconsciente de los peligros de tontear con el poder, Mikolášek mantiene una firme postura en contra de cualquier posicionamiento político. Esto lo lleva a curar a integrantes de los gobiernos, pero sin implicarse más que como sanador.

    En este punto, no obstante, se propone una idea ciertamente provocadora, pues se ofrece una visión del comunismo bastante más oscura que la del nazismo, lo que se lleva incluso al tratamiento fotográfico, con tonos más vivaces y luminosos en las escenas del pasado nazi, que contrastan con el tenebroso y gélido tono grisáceo de las que transcurren en el presente comunista. Sendas escenas clave materializan este contraste: mientras, a la hora de la verdad, el nazismo es capaz de verle el filón a contar con un curandero con semejantes capacidades, lo que permite que viva en cierta libertad, el comunismo no acepta su estatus social y arremete contra Mikolášek, sin que sean capaces de apreciar el beneficio que su existencia está aportando a la población, lo que a su vez sirve para enfatizar la idea de que en realidad el régimen comunista no se preocupaba por el bienestar de sus ciudadanos. Esta diferencia final vuelve a conectar Charlatán con la película con la que comparte cartelera estos días, El médico de Budapest. Si bien Szabó ha dedicado la tercera etapa de su carrera —la que comienza con Mephisto y se extiende hasta la actualidad— a mostrar personajes moralmente cuestionables, que se dejan seducir por el poder y acaban pagando las consecuencias, su última obra hasta la fecha, de evidente corte testamentario, ofrece una visión diferente de su protagonista, quien en este caso muestra una firme e inquebrantable renuncia a la seducción del poder institucional, al que llega a combatir en su intento por hacer de la sociedad un lugar mejor. La casualidad ha querido que el mismo día lleguen a las pantallas españolas dos obras sobre sendos personajes individualistas, moralmente superiores, que se relacionan con el mundo de la sanación física de la sociedad, de personalidad compleja y ambivalente, y que no se dejan doblegar por las amenazas despóticas de quienes ostentan el poder.


    Yago Paris |
    © Revista EAM / Budapest


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